viernes, 30 de diciembre de 2016

EL JARDÍN DE NUESTRO PADRE

      (Artículo publicado en la revista de la ONG Córdoba Acoge "Sin ir más lejos", correspondiente al mes de diciembre de 2016)





   ¡Bueno, pues ya estamos aquí, casi en el mes de diciembre! Mes de mantecados y esperanzas. A todo ciclo que termina se le atribuye el don de contener, al menos en potencia, la semilla de lo que no pudo traernos, pero quizá espere a la misma vuelta de la esquina. Época de compras, para quienes puedan hacerlas, de viajes de regreso para quienes tengan a dónde regresar y de balances. Sin ir más lejos también quiere hacer el suyo, pero la idea de balance, de resumen, alberga un peligro: no todos los aspectos que debe reflejar, si es que se trata de un balance honesto, tienen por qué ser positivos. Dejando a un lado el tema de los vasos medio vacíos y medio llenos, hay que reconocer que un año pasa rápido, pero da para mucho: microrracismos cotidianos, refugiados que cargan su vida en una bolsa, kafkianos procesos de documentación, precariedad laboral; también desarraigos individuales y familiares y menores que el Estado tutela o destutela según le convenga. Esta enumeración veloz, como todas las de su clase, no habla de lo más importante: detrás de cada uno de sus elementos componentes hay personas, cientos de personas, miles de personas como usted y como yo, que querrían tener un techo suficiente, un trabajo digno (aunque normalmente se conformen sencillamente con un trabajo, necesidad obliga), algo de tiempo para mirar a su alrededor, pensar en las cosas, pensarse.
            También este año, cómo no, se han dado multitud de situaciones dolorosas y algunos francos desastres. Cuando pasa algo malo, o simplemente molesto, la primera reacción es buscar culpables. El paro y la precariedad aumentan, y entonces es culpa de la propia gente que busca un trabajo, mucha de ella originaria de otros países, porque dejan menos para los de aquí. Los empleados públicos, las mismas personas extranjeras, los perezosos y quienes, en general, carecen de recursos son, claro está, culpables del vacío de las arcas públicas, que amenaza el sagrado sistema de pensiones que creíamos intocable. Pasa, fíjense ustedes, incluso con las ancianas que no tenían dinero para pagar la factura de la luz cuando, después de varios meses utilizando velas, una de ellas prende donde no debía, en la vivienda se declara un incendio y la mujer fallece. Los organismos oficiales responsables juegan a la patata caliente con la empresa suministradora de energía eléctrica; ciertos medios periodísticos acólitos culpan a la propia fallecida por su torpeza. El resto de los medios (cada día menos) no se atreven a decir nada en un sentido ni en otro. Qué podemos, en suma, esperar de todos ellos en casos más complicados, que afectan a colectivos enteros, personas refugiadas, inmigrantes, población joven y sin perspectivas. Casos en los que, supuestamente, hay en juego consideraciones de índole macroeconómica.
            Creo que acabo de escribir la palabra prohibida. ¡Que se abra la caja de los truenos! Nos atrevemos a verbalizar el máximo tabú en los dominios de nuestro padre, el Estado. Pero es que es a Él mismo, al Estado, a quien vamos a culpar en este artículo de todas esas situaciones, esos dramas, esos dislates imperdonables. Si algún culpable tiene que existir, ¿por qué no Él? Nos dicen que es la respuesta fácil, la más simple, y que probablemente estemos incurriendo en un maniqueísmo. Entretanto, Él, nuestro padre supremo, lleva a cabo un experimento tras otro. ¿Hay migraciones obligatorias, en las que miles de personas huyen de la guerra? Pues declara solemnemente, tras conjurar a la prensa, que va a acoger a un número X. Este número ya sonaba escaso, pero es que después resultará que, en realidad, han sido muchos menos. ¿Ciertos sectores críticos y revoltosos se le echan encima, con malignas acusaciones de estar destinando fondos públicos a caprichos privados, de que sus representantes viven a cuerpo de rey mientras miles de familias sobreviven con lo justo y menos? ¿Les reprochan que en el ámbito de su territorio, su florido jardín, no se dispensa una buena acogida a quienes pretenden iniciar una nueva vida? Pero es que esas personas, todas y cada una, llegan únicamente con la intención de aprovecharse, quitar de nuestras bocas el alimento que Él, nuestro padre, nos dispensa. El alimento, eso sí, es limitado: Él reparte lo que puede, y en nuestras manos queda realizar una administración inteligente. Cuando se le pregunta por la evidente escasez de recursos, nuestro padre se encoge de hombros y, con expresión compungida, responde que tendríamos que haber gestionado mejor lo que se nos proporcionaba. Si permitimos que hijos de otros padres entren en el jardín, ¿a qué viene ahora quejarse porque no haya suficiente para todos?
            También nuestro Padre, hay que recordarlo, tiene sus adoraciones. De hecho, toda la actividad que observamos en Él podría resumirse en un intento permanente por contentar los oscuros designios de su dios, la economía. Para ello sube y baja impuestos, reduce prestaciones, abarata el despido, miente sin tregua ni tasa; lo que sea necesario para que el dios esté contento. Es de suponer que, si por una mala suerte provoca el enfado de esa divinidad, las consecuencias serían terribles. Él afirma que esos efectos adversos caerían sobre nosotros, porque su único empeño es gestionar los intereses comunes de la mejor manera. Sin embargo, de los términos de esa gestión estamos, siempre, cuidadosamente excluidos. Nuestro padre no cuenta con nosotros, probablemente a causa de nuestra inmadurez para entender las exigencias del dios. Solo otros padres como Él, y no todos, la verdad, poseen la capacidad de comprender lo que el dios exige, y hasta qué punto es necesario cumplir puntualmente con sus órdenes.
            En fin, si hay que llegar a algún tipo de balance, queremos que sea positivo. Las cosas no andan bien, es verdad, y con esto nos hacemos eco de las murmuraciones de todos nuestros vecinos de descansillo; pero hay que seguir intentándolo. Tal vez, con algo de suerte y otro poco de buena voluntad, nuestro padre decida empezar a hacernos caso, a tratarnos con algo más de respeto, y acoja además con amabilidad a quienes vienen a su casa, en busca de un hogar, un trabajo, en busca de calles por las que pasear y esperanzas que hacerse. Sobre todo ahora, que ha llegado diciembre y el año termina. Feliz 2017 a todos y todas, de donde quiera que seáis y a donde quiera que las circunstancias os hayan llevado.  

domingo, 13 de noviembre de 2016

EL GATO QUE PASA JUNTO A NOSOTROS SIN QUE NOS DEMOS CUENTA




              Reseña de Das merkwürdige Kätzchen (El extraño gatito, Ramon Zürcher, 2013)

              La familia de la que se habla en Das merkwürdige Kätzchen (El extraño gatito, Ramon Zürcher, 2013) es del todo normal. Uso este apelativo de manera intencionada: lo “normal”, tal y como nos han enseñado a considerarlo, quizá no exista. Es cierto que hay un estado de cosas razonable y ordenado, pero también millones de posibles anomalías. Teniendo en cuenta esta proporción,  esa “normalidad” sería tan infrecuente como la posibilidad de conseguir un empleo entregando un único currículo, a no ser que se tengan todos los padrinos del mundo.

            Un día en la vida de una familia alemana contemporánea. Este es el presupuesto del que parte Zürcher para construir su discurso, pues no podemos hablar propiamente de argumento. Acciones cotidianas, como pelar una naranja o servirse un vaso de leche, son dotadas por el ojo sutil del director de una significación que siempre estuvo ahí, pero en la que habitualmente no reparamos. El fotograma que he seleccionado como imagen de presentación para esta reseña sirve, como podrían hacerlo otros muchos, de perfecto ejemplo: la niña está ante una mesa, en la que hay varios objetos iguales a los que encontramos en nuestras propias casas; mira a alguien o algo que se sitúa fuera del plano. Colores intensos, rostros quietos, atenciones puestas en cosas o personas que no vemos. Estaríamos, entonces, ante una de esas películas en las que, según se apresurarían a señalar muchas voces, “no pasa nada”. Pero sí pasa, ocurren multitud de cosas. “El extraño gatito” te obliga a mirar con ojos diferentes a los acostumbrados, quiere afilar tu facultad de observación tanto o más como tuvo que aguzarla el propio autor para rodar su epopeya íntima. Porque suceden multitud de acontecimientos para quien ha aprendido a verlos, y esta película deviene en una especie de curso acelerado sobre cómo desarrollar tal facultad.

            Mención aparte merecen las actrices y actores que encarnan a los miembros de esta familia sutilmente disfuncional. Unas y otros cumplen a la perfección su tarea de instrumentos en una pieza musical, con danza incluida, cuyas melodías se aceleran o ven ralentizadas según convenga a la sensibilidad del autor que, como ya se ha comentado, él quiere que sea también la nuestra. Así, vemos que el tiempo se detiene en una ocasión determinada y en apariencia sin gran importancia, o transcurre veloz destilando numerosos detalles que tendremos que estar atentos para captar.

            Por último, destacaría la música. La banda sonora de la película se compone de un único tema que suena, con insistencia hipnótica, en varios momentos de su corto metraje (apenas algo más de una hora). La pieza se convierte con ello en un instrumento más al servicio de los objetivos del autor, que pasan por captar nuestra atención con la fuerza de uno de esos espectáculos que el día a día nos ofrece sin aviso, y que tienen la facultad de absorbernos de nuestra quietud y ensimismamiento naturales, como, por ejemplo, una caída en plena calle o la súbita declaración en voz alta de un sentimiento por parte de un desconocido.

            Magnífica, intensa película, que el espectador o espectadora sentirá, si su mirada aprende a desarrollarse con la velocidad suficiente, como algo privado, suyo, una pequeña historia más del imaginario personal en el que, más tarde, se verá obligado a pensar y del que recordará unas cosas mientras que otras quedarán en el olvido, como siempre sucede. Espero que les guste tanto o más de lo que ha conseguido intranquilizarme a mí.




               



            

lunes, 3 de octubre de 2016

NO

   (Un comentario acerca de los trámites burocráticos respecto de las personas inmigrantes)
   (Publicado en la revista "Sin ir más lejos" de la ONG Córdoba Acoge)

 


             Examinemos, por un momento, la cuestión del papeleo. El Estado Español, como todo estado, es un ente complejo de naturaleza jurídica pero cuyo comportamiento está muy cerca de lo animal: cuando tiene hambre se abalanza sobre el alimento; se aparea con otros miembros de su misma especie; si algo —cualquier cosa— le suscita temor por su propia seguridad, lo rechaza y huye o intenta, en caso extremo de desesperación, una maniobra de defensa. Pero claro, al tratarse de un animal jurídico todas esas reacciones tienen lugar en el ámbito de lo burocrático, de lo legal e ilegal.
            El Estado, animal que habitamos, se defiende de lo que concibe como agresiones a su integridad abriendo a sus pies un apresurado foso que no llena de agua, como mandaban los cánones de la técnica militar medieval, sino de algo mucho más efectivo para sus propósitos: trámites, formalidades, listas de requisitos, condiciones que la persona debe cumplir para ser reconocida como persona, en primer lugar, y luego a fin de ir ascendiendo en la esforzada y larguísima escala que distingue a la ciudadanía de primera, segunda, tercera y sucesivas clases. Este comportamiento del Estado-animal no es extraño si tenemos en cuenta que, para él, alguien sin recursos viene a equivaler a una bolsa de contenido desconocido que una mano anónima hubiese abandonado en una estación de autobuses: un bulto sospechoso, repleto de potencial peligro y que obliga a la adopción de medidas inmediatas de aseguramiento del peligro y desactivación. Quizá esto explica por qué las personas sin recursos, al igual que las personas inmigrantes, salen en televisión de preferencia cuando son culpables o víctimas de algo o han llevado a cabo una honradez digna de las navidades, como devolver una cartera perdida insólitamente llena de dinero.
            La tan cacareada globalización ha resultado ser un fenómeno cuyos efectos se limitan a lo económico y al ámbito de la información —para mucha gente es lo mismo—. En lo que se refiere al elemento humano, a las necesidades y problemas de las personas, el mundo ya no es tan pequeño ni carece de fronteras e impedimentos; aquellas delimitan su territorio y estos lo protegen para que nadie venga a robar el pan del Estado-animal, el mismo que él previamente se encarga de esquilmar a sus ciudadanos habitantes para el sostenimiento de los órganos y aparatos de los que se compone. Las personas normales, con un nivel económico medio-bajo, no traen consigo desde el otro lado de las fronteras poder ni dinero; no tienen nada que ofrecer en sacrificio al Estado-animal en cuya piel pretenden cobijarse. Si los hábitos de la manada a la que el animal pertenece son neoliberales y seudobancarios, como es el caso del animal España y su rebaño europeo ficticio, la actitud variará radicalmente según la persona recién llegada provoque o no la falta de acuerdo en sus balances contables. En caso afirmativo, esa persona adquiere la naturaleza de un problema y las proporciones y formas de un bulto, un bulto sospechoso, claro, con lo cual volvemos a la situación de alarma antes comentada.
            Con las personas que pretenden construir su vida en un país distinto al de origen funciona, desde la perspectiva del Estado-animal, una descarnada lógica parecida a la que aplica en el sector laboral. Su formulación básica podría ser algo así: quien debe estar preocupado continuamente con lo más básico no tiene tiempo ni energía para exigir sus derechos, la dignidad y el trato que le son debidos; no puede, en suma, permitirse el lujo de hacer otra cosa que sobrevivir. La inestabilidad hace a la persona más fácil de manejar, condiciona su comportamiento para hacer de ella un número dócil. Los gobiernos son incapaces de lidiar de manera lo bastante rápida o durante mucho tiempo con números rebeldes, poco adaptables o excesivamente contestones. Cada dígito debe plegarse a formar una hilera ordenada, clara, conveniente. Si se nos aísla, los números tendemos por inercia a obedecer todo tipo de indicaciones; componemos, sin armar demasiado ruido, esas gélidas filas de las que se hablaba. Nuestra opción es no permanecer en el aislamiento: al comunicarnos, ya seamos números nacionales o extranjeros, en desempleo o actividad, al colaborar entre nosotros espantamos, al menos parcialmente, todo aquel frío y se desmontan las cuentas públicas. Nos volvemos impredecibles, más capaces de reaccionar ante lo que merece una reacción. Cada serie de números que identifican un expediente, impreso en el frontal de una carpeta, carpeta tras carpeta, Subdelegación tras Subdelegación del Gobierno, contiene los datos referentes a una o varias personas, tiene el objeto y la pretensión de cifrar y contener varias vidas pero no, no equivale a ellas. No, de ninguna manera. No.

miércoles, 17 de agosto de 2016

ESTO NO ES LA TÍPICA QUEJA POR OTRA LIBRERÍA QUE HA CERRADO



           No, no quiere serlo porque nada hay que me cause más pereza que ese tipo de comentario en el que el autor o autora entona un lamento por la desaparición de algún comercio ligado a sus recuerdos y, tras algunas frases dedicadas a la memoria de quien fue, acaba —¡oh, sorpresa!— con una reflexión acerca del peso de los años, el cambio en los perfiles de nuestro pequeño mundo y la huella del sabor amargo que esas variaciones dejan en nuestra boca, el deje de tristeza resignada en el funcionamiento, por lo demás razonable, de nuestro ya tantas veces herido corazón.
            No, porque, verán ustedes: las librerías anudadas a mis recuerdos cerraron hace ya mucho, sus dueños agotados o arruinados o ambas cosas; y la clausura de un establecimiento de esta naturaleza no equivale a la de cualquier otro respecto al que podamos albergar sentimientos más relacionados con nuestra íntima condena de cumplir años que con el objeto del comercio cerrado. No, una librería no es como la panadería donde comprábamos la palmera de chocolate de la merienda ni la tienda de ropa a la que nuestra madre insistía en arrastrarnos cuando se hacía necesario renovar nuestro variopinto fondo de armario. Una librería es un lugar donde se vende cultura, aunque no siempre; en cuyos anaqueles se pone precio a nuestra ilustración y nuestra fantasía, sí, pero en los que resulta posible, en cualquier caso, tener acceso a esa fantasía, a esa ilustración.
            Una librería que cierra es una decepción y es un engaño. El engaño reside en hacernos creer que el establecimiento en cuyo escaparate vemos un mal día el cartel de “se vende o alquila” es igual que el resto: uno de tantos donde se comercia con artículos exactamente iguales a otros muchos, intercambiables y volátiles. Una librería no cierra solo porque “así son las leyes del mercado” (por cierto: ¿qué leyes? ¿Hemos votado para que rijan nuestra existencia, se somete su vigencia a nuestro criterio periódico?). Significa que allí, en la localidad donde tiene lugar el cierre, la gente no ha comprado suficientes libros como para mantenerla a flote. Con la excepción de los casos en que la torpeza de los propietarios haya podido dar al traste con sus cuentas, que no se vendan libros habrá querido decir que los clientes no han querido o no han podido permitirse su adquisición; y ambas circunstancias resultan igualmente tristes e inquietantes, aunque por diferentes motivos.

            La escritura y la lectura son el mejor vehículo del pensamiento. Ningún otro favorece de igual manera, con ese mismo carácter reposado e íntimo, la asimilación de ideas y el aprendizaje necesario de todos los matices y formas que la emoción puede presentar. Lean, lean ustedes, háganse el favor. Y, si no es de mucha molestia, que al menos alguno de los libros en los que decidan introducirse no provenga de las estanterías de una gran superficie comercial: acudan a sus librerías más cercanas antes de que las crueles leyes del mercado decidan echarles el cierre, recorran sus pasillos, olfateen la tinta impresa. No se dejen ganar de la melancolía, confíen en que, si una librería cierra y se produce con ello un nuevo ataque a nuestras posibilidades de ilustración, otra librería puede abrir en un futuro no muy lejano y así debe ocurrir a pesar de todos los signos en contra. Déjense guiar por sus preferencias, alguna buena recomendación o el impulso del momento y, finalmente, escojan con decisión su libro de ese día. Sí, es ese; tómenlo del lomo, abran sus páginas, disfruten.

lunes, 27 de junio de 2016

MI PAÍS







        Un país que juega a ser liberal y cosmopolita, cuando lo cierto es que sus ciudades siguen siendo, en una mayoría, pueblos grandes que conservan sus costumbres de pueblo —lo cual, por otra parte, los preserva de la inmensa nada de ese pretendido cosmopolitismo—, pueblos grandes en cuyos jardines los ayuntamientos erigen estatuas a sacerdotes “que hicieron mucho por su comunidad”. Mientras, artistas de todo tipo, pensadores y pensadoras, personas que abogan por la reforma de la educación se mueren de asco y olvido. Un país que ignora sistemáticamente a sus mejores cerebros, que desprecia la inteligencia y premia el afán de negocio. Un país que se tumba al sol de su complacencia mientras todo sigue, aún, por hacer. Un país donde la gente deshonesta medra, en el que cualquier cosa se logra a base de contactos y maledicencias. Un país que quiere ser rico y adopta las maneras y el lenguaje de la riqueza, pero que es pobre, muy pobre, porque carece de auténticos deseos de ser algo, de reformarse ideológicamente y no repetir sus errores: un país que repite, una y otra y otra vez, esos errores porque de ellos pueden, algunos y algunas, sacar el beneficio que les permite considerarse prósperos e inteligentes, cuando lo cierto es que no son ni una cosa ni otra.
            Un país donde se suceden los homenajes patrióticos, los homenajes religiosos, las concesiones de honores y distinciones públicas a personajes dudosos. Cualquier hecho una gesta, todo pequeño acontecimiento de memoria incierta un logro, los números de la sagrada contabilidad, sobre todo si son difícilmente comprobables, la prueba de que todo va a mejor; argumentos todos ellos para reafirmar la idea de la patria. Cervantes, por ejemplo, era ante todo soldado español —¡y por entonces de un imperio!—, las naranjas de Valencia son las mejores porque Valencia está en España. Nuestro país se identifica en el universo entero por la figura de una mujer vestida de gitana, aunque una mayoría de mujeres españolas no hayan llevado jamás ese traje y existan, además, otros muchos atuendos regionales. España, por fin, ha sido reducida a una marca; y para mantenerse y gozar de éxito como tal debe ofrecer un perfil único, compacto, homogéneo, identificable de un solo vistazo.

            Así es mi país. Noto su tierra estéril de ilusión y de fruto. Su ciudadanía se afana, sudorosa, cansada y variable, trabajando sin saber para qué. Aquella estructura atomizada de pueblo multiplicado por miles, esta manía por tergiversar las cosas, el nervioso hormiguear de sus habitantes que se expresan con acentos y palabras tan diversas y, solo por eso, desconfían unos de otros; amo mi país casi por las mismas razones que me llevan, en ocasiones, a albergar temores de padre reflexivo que mira a su hijo o su hija y piensa, moviendo la cabeza, que nunca llegará a nada en la vida. Igual que niños malcriados y egoístas, no aprendemos a ser mejores, quizá porque muchos no saben de qué manera hacerlo y otros, hay que aceptarlo, sencillamente porque no quieren. 

lunes, 16 de mayo de 2016

UN FANTASMA RECORRE EUROPA (TEXTO PUBLICADO EN LA REVISTA "SIN IR MÁS LEJOS" DE LA ONG CÓRDOBA ACOGE)



Un fantasma recorre Europa, pero no es el del expresivo poema de Rafael Alberti, ni siquiera el espectro de la estupidez acomodaticia que Buñuel hizo protagonista de su película “El fantasma de la libertad”. No, este fantasma nuestro es el del miedo, la desorientación, la pérdida. Más, muchas más de cien mil personas han venido de Siria en busca de refugio. Llaman a una puerta que no se les abre. Personas que huyen de una guerra, personas que lo han perdido todo.
Circulan muchas imágenes de esas personas. Vemos su desesperación, su lucha por alcanzar un punto en una costa, cruzar una valla, agarrar un saco con comida. Pero esas imágenes, por sí mismas, no son una explicación. No es posible hablar de soluciones, de causas y efectos, sin tener datos; a los datos, además, conviene ponerles una o todas las caras posibles, para que no queden en una simple abstracción. Somos muchos los que querríamos entender pero, faltos de esos datos y de un análisis veraz de conjunto, no entendemos. Los medios de comunicación, empeñados cada uno en rumiar sus propios intereses, querencias y enemistades, no explican nada; se limitan, con pulso firme de contable en medio del desastre, a hablar de víctimas mortales, de largas filas de personas que nada malo han hecho pero son conducidas de una valla metálica hasta la siguiente en ordenada formación, custodiadas igual que criminales por agentes de policía que se desempeñan como pastores con el ceño fruncido. Vemos grabaciones de personas que se ahogan en barcas hinchables a pocos metros de la costa de Grecia, mañana de cualquier otro sitio con salida al mar, ayudados por voluntarios al mismo tiempo que agentes de uniforme los recogen y controlan y, quizá, quizá en algún caso, intentan abortar su llegada. Las imágenes más dramáticas son puntualmente mostradas por el noticiario de la mañana, luego el de mediodía y por fin, antes de archivar el tema, por el de la noche. Puede que entretanto tenga lugar algún pálido debate en el que se adivinará quién es quién según su lenguaje y el precio de la chaqueta que se haya puesto para salir por la tele.
Mientras tanto los máximos dirigentes, cómo no, se reúnen; en la lujosa sede de algún vago organismo internacional estudian el asunto, o juegan a las cartas, para el caso sería lo mismo. De nuevo quienes escuchamos los breves informes de la prensa no somos capaces de entender: ¿las conversaciones entre dirigentes tienen por objeto: a) realizar un análisis del problema para hallarle una solución b) decidir, como conglomerado más o menos azaroso de países, la mejor manera de escurrir el bulto c) concretar, gracias a algún sorteo o el hábil intercambio de ventajas, quién será el encargado de mancharse las manos con expulsiones masivas y que dan mala fama d) ninguna de las anteriores es correcta? En lugar de poner buena voluntad en el asunto, los estados han puesto a pensar a sus mentes más versadas en esto de salir adelante con el mínimo esfuerzo y compromiso. Menos de mil personas han sido acogidas por Europa en lo que va de conflicto. Mientras tanto, en Siria, la guerra continúa y nadie parece dispuesto a decidir si la Unión Europea debe o no implicarse. ¿O ya está decidido? Probemos a ver un rato las noticias para obtener un poco de información. Ah, no, hoy no: vuelven a emitir las imágenes del niño sirio que se abrazó desesperado a una periodista rubia hasta que ¡voilá! apareció su padre y, sí, qué barbaridad, parece ser que según los últimos informes hace frío en invierno, en primavera llueve y sopla el viento, si seguimos por este camino todo hace prever que hará calor en verano y en otoño caerán las hojas de los árboles.

A modo de conclusión, no hay conclusión: la guerra es un horror al que vienen a sumarse la desinformación, la directa ignorancia, el cinismo de las políticas macro económicas y el inquietante parecido físico de una gran mayoría de presentadores de noticiarios y programas de debate. Si solo se parecieran en eso no sería tan grave; pero es que, además, todos están de acuerdo en fijarse en aspectos laterales de cualquier problema, nunca en su esencia. No vaya a ser que, además de llenar minutos televisivos, estemos en peligro de ver la realidad tal y como es. En algunas localidades de nuestro variado país, mientras hablamos, caen chuzos de punta y de madrugada hay que ponerse abrigo; en cambio, en zonas de costa, se conocen casos de gente que ha empezado a llenar las playas. Qué bien, ¿no?  

lunes, 2 de mayo de 2016

BOSQUE DE CARETAS



Tú quizá no te das cuenta, pero hay muchas ocasiones en las que, para hacer o decir algo, tapas tu cara con una máscara. Se trata de un objeto o pieza de vestuario que algunos y algunas se colocan para festejar ciertas fechas o dar cumplimiento a determinados instintos en los que un precario anonimato juega, por lo visto, su papel. Pero también constituye una actitud, la manifestación externa y más visible de la sordera y la ceguera que nos asisten cuando las cosas, a nuestro alrededor, se ponen feas o no son, en todo caso, de nuestro agrado.
Dentro de esa colocación metafórica y emocional de una careta encontramos que, con frecuencia, la dureza de rasgos de una cierta conformidad esconde nuestros verdaderos sentires y opiniones. Tememos enseñarlos por si generan un rechazo que nunca resulta agradable. Formar parte de un grupo supone, por fuerza, colocar una máscara de cierto espesor que disimule nuestras reacciones. Todo lo que hacemos por contentar a los demás que no está motivado por el cariño o la generosidad, que hay quien todavía practica con sus semejantes, equivale a un cierto grado de enmascaramiento. Existe quien se cubre para que no vean la fealdad de su auténtica forma de ser; para otros ese gesto es una manera de evitar enfrentamientos: temen —y quizá temen bien—  que llevar la contraria a los demás equivalga a quedarse solos, una amenaza que cada cual esquiva como puede.
Por supuesto que, en el escaparate continuo de lo público, la máscara es un elemento imprescindible del attrezzo. Condición tradicional para dedicarse a la política, por ejemplo, es tener una determinada rigidez en los rasgos que haga imposible distinguir cuándo se miente y en qué casos se dice la verdad o cuándo, supuesto más frecuente, se tergiversan los hechos para favorecer el discurso que convenga sostener ese día.
Pero también en lo privado se desarrolla este mecanismo de ocultación. Las familias, sobre todo en su sentido extenso, son auténticos bosques de caretas; sus integrantes deben ponérselas en reuniones y fechas señaladas para bordear eternamente el momento de la confrontación definitiva en el que se tirarán los trastos a la cabeza. Hay quien mantiene convivencias enmascaradas, e incluso esconde el rostro para hacer el amor. Claro está que se acude al lugar de trabajo con la mejor cara de póquer de la que se disponga, según el ánimo de la jornada. Nos ponemos una careta para saludar en el descansillo al vecino que nos cae mal porque no nos deja dormir la siesta; en la tienda, al decir “hasta luego” con una sonrisa a la señora cuyo monólogo ha hecho que el momento necesario para comprar una barra de pan se alargue hasta adquirir las proporciones de uno de esos ratos contemplativos que recomendaban los filósofos griegos. Pueden verse narices postizas, gafas que disimulan la mirada, sonrisas falsas; un verdadero carnaval. Con los materiales que tenemos a la vista sería factible recopilar una muy efectiva “Historia de la impostura y el fingimiento”. En esta obra podrían tener una entrada propia los “mutuos entendidos”, instrumento gracias al cual dos personas construyen juntas una mentira sin que ninguna de ambas tenga que llegar a mencionarla jamás. Encontraríamos por fin la definición unitaria de la mala costumbre, tan extendida, de propagar el uso mendaz de ciertas palabras hasta lograr que, en ciertos foros, tales vocablos adquieran visos de realidad. En un apartado de honor podría incluirse un  breve currículo de aquellas personas que, ya por conformación natural o desarrollo posterior de su carácter, han alcanzado la perfección en su extraño arte al no decir, a partir de un cierto momento de sus vidas, ni una sola palabra que fuese verdad.
Las reuniones sociales llenarían, por sí solas, un abultado capítulo de tal obra. Estás hablando con “X” y te das cuenta de que su expresión se ha vuelto rígida, opaca la mirada de sus ojos y la sonrisa un puro rictus. Algo ya sospechabas porque aquello de lo que estabas hablándole, inquietud, temor o incluso franca crisis, no era como para que “X” sonriera de esa forma. Estás ya ante una máscara, no te quepa la menor duda; los pensamientos que, a pesar de todas las apariencias, siguen circulando detrás de su hieratismo de escultura repentina es probable que muy poco, o de hecho nada, tengan que ver con lo que decías. Pero no es cuestión de dejar a la otra persona —o su máscara— en evidencia: finges una o dos tosecillas, bebes algo, enciendes un cigarrillo si es que aún fumas. Disimulas, a tu vez, para dar tiempo a que el rostro vivo con el que creías estar comunicándote aflore de nuevo o decida, en el peor de los casos, endurecerse todavía más en su estado de careta, lo que llevará al fin inevitable de la conversación.
La máscara termina, en suma, por invadirnos y ejercer un cierto dominio. Se conocen casos, algunos de ellos de público y general conocimiento —no mencionaremos nombres— en que la careta ha terminado por suplantar a la persona que la usaba. Se trata de supuestos en que la máscara ha tomado el control de quien le daba hospedaje: la personalidad original pasa, merced a un enfermizo cambio de roles de naturaleza casi biológica, a cumplir el papel de individuo secundario, ya siempre oculto igual que en algunas casas de pretendida dignidad o abolengo se obligaba a permanecer escondido al miembro de la familia que sufría alguna demencia o deformación.

En definitivas cuentas y así descrito el panorama, se trataría de distinguir cuándo somos quienes somos y cuándo, en cambio, la máscara que usamos para protegernos o parecer menos disconformes, no tan presas del horror, por todo lo que vemos y nos pasa. De momento no se ha creado ningún mecanismo a este fin; para apreciar la falsedad dependes por completo del ojo clínico que hayas podido desarrollar. Aunque, sobre este ojo, nunca sabrás con certeza si de verdad te pertenece o forma parte de la careta que tú, como todos los demás, pones de vez en cuando sobre el rostro.

jueves, 28 de abril de 2016

PRESENTACIÓN DE "BATALLA Y CAMPO DE BATALLA" EN EL ESPACIO LIMBO 0 (CÓRDOBA)





       Antes, durante y después de un lectura. Gracias a los asistentes por su calor e interés y a Limbo 0, espacio cultural, por acoger mi pequeña caravana de personajes confusos, paradójicos y con un pie en la irrealidad.


jueves, 31 de marzo de 2016

DOS, POR FAVOR





Mientras espera en la cola de supermercado, el hombre piensa que es muy aburrido el interminable ciclo de obligadas visitas a lugares como ese para realizar tareas parecidas a la que él, incluso al hacer cola y preguntarse si será suficiente el dinero que lleva o tendrá que pagar con tarjeta, está cumpliendo. Hacer la compra, ir al banco a preguntar por la comisión indebida, llevar a los niños a que se aprovisionen de ropa, la espera ante el mostrador de la biblioteca para devolver los libros, la espera en la zapatería, en la oficina pública, la espera, durante las horas de trabajo, a que conteste al teléfono la persona autorizada o a que llegue la firma que permitirá seguir con la tramitación del informe. La espera, la espera. El hombre se siente descorazonado y piensa en una vaga actividad creativa que él podría desempeñar, en largos paseos, en atardeceres toscanos contra un fondo de viñedos, en la música que le gustaba escuchar cuando era más joven y que ya no tiene tiempo de escuchar. Luego cae en la cuenta de que su cansancio está tomando la forma de una serie de tópicos; que él no sabe, en realidad, dónde está la Toscana, nunca fue una persona creativa y que dar paseos, sobre todo si son largos, le cansa y aburre, aunque sigue haciéndolo por mantener algo la forma, como un compromiso más de los muchos que le ocupan. Además, la señora que estaba delante de él en la cola ha terminado de pagar y tiene que darse prisa si no quiere retrasar a los compradores que le siguen. Con un gesto de torpes aires atléticos, empieza a poner el contenido de su cesta en la cinta transportadora. La cajera le dirige apenas una mirada de reojo mientras pasa por el lector de códigos de barras la primera de sus compras.

— ¿Bolsa?

— Dos, por favor.

martes, 29 de marzo de 2016




   Cartel de la presentación en Bar Limbo de la novela "Batalla y campo de batalla" y del blog "Los pormenores de mi sueño".

jueves, 24 de marzo de 2016

  
   Una pequeña colaboración en el XII Maratón de lectura continuada de poesía escrita por mujeres "Voces de mujeres iberoamericanas". Se conmemoraba el Día internacional de la mujer con poemas de Gloria Fuertes, Alejandra Pizarnik y otras muchas autoras. Con Alicia Vara López y la poeta María Rosal.




jueves, 17 de marzo de 2016

EL VERANO Y EL MITO (continuación)






No sé por qué mi acelerada cabeza dio lugar a aquel planteamiento; de dónde saqué yo que podía elegir algo de la tienda y que mi abuela, en lógica correspondencia a mi decisión, tendría que comprármelo. Mi fantasía generó esa urgencia. No era yo un niño al que concedieran, habitualmente, todos sus caprichos. Lo contrario me hubiese convertido en un dictador insoportable y a mí podía calificárseme, como mucho, de cacique local en el reducido territorio de mi casa. De cualquier manera, yo creía tener que decidirme y decidirme ya. Miré a mi alrededor: había, sobre todo, productos de higiene y belleza, también material escolar, lápices y rotuladores, reglas de formas diversas, un compás en una caja azul con la tapa transparente. Me gustaba dibujar pero ya tenía en casa algunos lápices y la caja de rotuladores que mi madre había comprado, por indicación de la maestra, para los deberes de plástica. El compás no sabía para qué podía servir; algo relacionado también con los deberes, sin duda.
En la bolsa de plástico se amontonaba todo lo que mi abuela había ido a buscar: mi plazo terminaba. El dueño de la tienda ajustaba la cuenta, enunciando en voz alta cada artículo y su precio —allí no había trampa ni cartón—. Precisamente junto a su codo vi que asomaba la cara mofletuda y carente de expresión de una muñeca con el pelo rizado que yacía, inmóvil, en su caja. ¡Luego allí también había juguetes! Me alcé sobre las puntas de mis zapatillas; aquel gesto me dolió un poco porque en verano, excepto para vestir zapatos, no solían llevarse calcetines. En la pared detrás del mostrador colgaban de unas gomas, sujetos con pequeñas pinzas negras, una multitud de figuritas de indios y vaqueros en su envase de cartón y plástico transparente. Los envases formaban una especie de cascada que llegaba hasta el suelo. Arriba destacaba, por su forma y tamaño, una figura distinta: un motorista con un casco minúsculo y, lo que era importante, incluso con una moto.
Yo no daba crédito. ¡Eso, eso era lo que yo quería! Iba a señalar en dirección al motorista cuando, alzando la vista sobre su lugar de honor, vi algo más. La cascada de juguetes no comenzaba con él; había otro juguete que estaba situado todavía más alto.
Muy alto, en realidad; incluso por encima de la cabeza del dueño de la tienda, ya casi donde la pared se juntaba con el techo. Era el sitio donde debía estar, allí, en la altura, porque se trataba de un avión. Incluso visto de lejos me pareció enorme: sus alas llenaban el ancho de la caja, también su cola se alargaba de una manera casi inverosímil, poderosa y gris. En cada ala brillaban los colores de un emblema redondo, el mismo que adornaba el alerón trasero; la cabina se abría junto al morro y en ella pude ver, sentada, la figura del piloto. Mantenía una posición erguida y alerta, firme el rumbo del gigantesco vehículo que le había sido confiado.
Era como para pensar que una cosa así me dejaría sin habla, pero no: a los pocos segundos de haberlo visto ya daba saltos, agarrado al vestido de mi abuela, y pedía aquel avión. ¡Yo quería aquel avión!
— ¡Abuela, abuela! ¡Mira! ¡Yo quiero eso!
Mi abuela bajó la vista. El dueño de la tienda me miraba, enarcando las cejas.
— ¿Qué dices que quieres?
No fue muy difícil que lo entendiera: yo señalaba el avión, con insistencia repetía, una y otra vez, que lo quería. ¡Sí, mira, aquel! ¡Aquel tan grande! ¡Si hasta tenía piloto y todo! ¿Cómo no iba yo a quererlo?
Supongo que mi abuela y el dueño de la tienda debieron cambiar una mirada de inteligencia: yo estaba armando un buen jaleo. Quizá mi abuela tuvo que pasar, por culpa de aquel capricho mío, un momento de apuro. Sí, es lo más probable; buena como era, le hubiera gustado satisfacer no solo ese, sino los caprichos de todos sus nietos. Por otro lado, a esos impulsos y ventoleras había que ponerles un freno. Ninguna buena educación podía construirse diciendo que sí a todas las ocurrencias de un niño. Estaba, además, el asunto de que aquel juguete debía ser muy caro. Así lo confirmó el dueño: era el más caro que tenía en la tienda. Por todas esas buenas razones mi abuela, con expresión ya un poco hosca —yo, entretanto, no dejaba de insistir en que quería aquel avión, lo quería y lo quería—, puso fin al tema con una frase corta y rotunda:
— Pero niño, ¿tú que te has creído? ¿Que yo soy millonaria?

Y tiró de mí fuera de la tienda, de aquel ámbito fresco gracias a la penumbra, seguidos los dos por las risas socarronas del dueño. Protesté durante todo el camino de vuelta, mientras mi abuela me reñía por el pequeño espectáculo que había montado e intentaba, al mismo tiempo, consolarme. No pudo comprar el avión y es probable que pasara un mal rato; a cambio, yo obtuve una muestra más de la distancia que existe entre lo que crees desear en un momento impulsivo y aquello que realmente puedes tener. Había conseguido, además, otra cosa, aunque en ese momento no lo supe ni habría podido comprenderlo: un lugar, el comercio atestado y en desorden, como territorio mítico donde cualquier fantasía, todo producto de la imaginación, puede encontrar algún objeto en que materializarse y adquirir algo de realidad. Aún en la calle, mi abuela intentó que pensara en otras cosas. Mis padres vendrían pronto a recogerme; yo debía merendar y darme un baño. De la merienda, dije, tenía ganas pero del baño no. Había empezado, punzante y continuo desde los arbustos y las copas de los árboles sedientos, el canto de las chicharras; no tardaría mucho en iniciarse la caída de la tarde y, con ella, un mínimo alivio del calor. Entramos en casa.

miércoles, 9 de marzo de 2016

EL VERANO Y EL MITO




Era verano. Recuerdo el calor aplastante, la quietud, el silencio de primera hora de la tarde en el extrarradio cuando pega el mes de junio y en las aceras no se mueve ni el minúsculo bulto de un insecto, ni una de las polvorientas hojas de los naranjos pequeños y resignados. Yo pasaba el día en casa de una de mis abuelas. Algo después de la hora del café, ella dijo que debía salir un momento.
— Yo quiero ir.
— Solo voy a por una cosa y vuelvo.
— Yo quiero ir.
— Enseguida estoy aquí.
— ¡Yo quiero ir!
— Bueno.
Ella se encogió de hombros y me agarró de la mano. Salimos a la calle. La temperatura debía ser de unos cuarenta grados a la sombra. La luz me hacía guiñar los ojos. Bajo el imperio de esa misma luz, las calles estaban desiertas y la piel de mi frente, de mis brazos, rompió a sudar y a quejarse. Pero yo era un niño y estaba aburrido; aquel breve trayecto suponía, al menos, una manera de entretener parte de la larguísima tarde que debía pasar hasta que mis padres vinieran a recogerme. Además, para entonces ya refrescaría.
Cada árbol que dejábamos a un lado era la víctima callada de una seca tortura; pesaba el aire, cargado e inmóvil. Andábamos despacio, yo algo por delante de mi abuela. Recorrimos la calle, doblamos a la derecha, seguimos por otra calle parecida: casas de una o dos plantas, custodiadas por muros de ladrillo polvoriento. Por fin llegamos a nuestro destino. La entrada de la tienda apenas se distinguía del resto de las fachadas en quietud. Su puerta carecía de patio delantero; tenía los cristales tapados con trapos o cartones, ya no recuerdo. Junto a ella, un escaparate alargado exhibía botes de colonia con alguna mancha en el cartón del envase, medias que salían de su envoltorio como flojas pieles de serpiente, botes de champú de colores apagados, peines de plástico y muchas otras cosas. Mi abuela empujó la puerta y entramos.
El interior estaba en penumbra: una fresca ausencia de luz. Se notaba la discreta corriente de aire generada, desde algún sitio, por un ventilador pequeño. Yo nunca había estado en aquella tienda. Si el minúsculo escaparate me había parecido digno de atención porque acumulaba cosas muy diversas, aunque ninguna de ellas la quisiera yo para nada, al ver lo que ocultaba aquella puerta tan vieja y muda como el resto estuve a punto de soltar un grito: cientos, quizá miles de objetos se acumulaban en vitrinas y expositores, llenaban estanterías que se alzaban hasta el techo, se esparcían, incluso, por el suelo de losetas de color rojo oscuro. Hoy supongo que, en realidad, el espacio debía ser bastante estrecho, con más altura que profundidad, cada centímetro de pared aprovechado para apoyar alguna caja, servir de fondo a otra pila de artículos que alguien, en alguna ocasión, podía necesitar y no tendría ganas o tiempo de ir a buscar a un comercio más iluminado y lujoso. A mí, en cambio, no me atraían ya por aquel entonces los ámbitos acristalados, con orden y glamour, de los grandes almacenes. Prefería mucho antes la posibilidad de lo inesperado: hallar, donde otra mirada lo había pasado por alto, el brillo mate de algo que yo considerase un tesoro; coger ese objeto con mis manos y que fuesen mis manos, precisamente las mías de entre todas las posibles, las primeras en tocarlo, o en reconocer su auténtico valor después de mucho tiempo. Aquella, y no otra distinta, era el tipo de tienda que me gustaba, cuya confusión y probables secretos excitaban mi imaginación; era el lugar donde podría, luego, en la tranquilidad paralizada de la siesta o el aburrimiento de las clases de matemáticas, soñar que realizaba todos los hallazgos, suponer encajados en algún rincón todos los misterios.

El dueño era un hombre que vestía una camisa de manga corta y llevaba gafas de lectura. De él recuerdo estos detalles y que reaccionó a mi entusiasmo por su tienda con bromas algo secas, irónicas, el tipo de humor rasposo que ya me era familiar de las pocas visitas que había hecho a algunos bares en compañía de mis padres. Habló con mi abuela: ella necesitaba unas cuantas cosas. Mientras él las cogía y ambos intercambiaban comentarios acerca del calor, yo observaba con ansia el inmenso y apretado muestrario de artículos. Tenía poco tiempo si quería descubrir algo que respondiera a mis repentinas expectativas.
(Continuará)

martes, 16 de febrero de 2016

EL PESCADO DE LA MANO DEL PADRE






Cuando el padre, afablemente, nos dice que ha comprado unas piezas de pescado para nosotros, surgen dos impulsos contrarios pero compatibles: aceptar el pescado, a fin de no despreciar esa generosidad y porque no están los tiempos para rechazar lo que, a fin de cuentas, nos resuelve una comida; y decir que no al ofrecimiento para desterrar de la cabeza del padre la idea de que nuestra situación es tan mala que, en el gesto de coger la bolsa, no hay solo agradecimiento sino también muestras de una mal disimulada ansiedad, a la expectativa ya de futuros presentes por el estilo que nos hagan más llevadera la situación de desprotección en la que, fuera del ámbito familiar, nos encontramos. Al menos, eso es lo que creemos que nuestro padre considera, recordando con una mezcla de nostalgia y alivio las dificultades de sus propios comienzos. En ningún momento se nos pasa por la cabeza que él, nuestro padre, pueda estar preocupado y quiera, sencillamente, ayudarnos y aligerar algo del peso que aún tiene memoria de haber llevado sobre los hombros después de haberse marchado de casa de sus padres por vez primera. Concentrados únicamente en nuestro propio dilema, cogemos la bolsa donde el pescado ya empieza a descongelarse lentamente y lo llevamos a la vivienda que pretendemos convertir en nuestro hogar, y tenemos la esperanza de que llegue a serlo antes de cumplirse en nosotros el ciclo que hace de los hombres padres y de las mujeres madres que compran pescado, y otras muchas cosas, para regalarles a sus hijos recién independizados.

miércoles, 3 de febrero de 2016

LA MUERTE NO ES ALGO COTIDIANO


Un comentario acerca de la película “Me and Earl and the Diying Girl” (Alfonso Gómez Rejón, 2015)
 
Hablar de esta película es difícil. Siempre puede uno limitarse a un comentario más o menos pálido y bien estructurado de la película en sí: guión, actores, ritmo narrativo, etc. El obstáculo es que esta historia en concreto, además de emocionar, obliga casi a una reflexión acerca del tema que le da contenido. Ese tema es la muerte; y no una cualquiera, sino la muerte injusta (¿las hay justas?) y que, hasta cierto punto, se nos hace ya cotidiana. Empecemos.
De la muerte se han dicho, dicen y dirán muchas cosas; se ha abordado de muchas y diferentes maneras. Que su tratamiento sea tan variado habla con claridad de lo forzado que nos resulta: por muy próxima que la tengamos, por más que nos rodee y ocurra todos los días, algo en nosotros la repele. Es un fenómeno íntimo y al mismo tiempo, de alguna manera, también comunitario. De la muerte, sentimos, es mejor no tratar demasiado: subsiste en muchos de nosotros el arraigado sentimiento de que un trato cercano con ella ha de traer, por asimilación o contagio, malas consecuencias. Nuestra forma de pensar más tradicional, de orígenes religiosos, la sitúa en un extraño término medio entre el acceso a un paraíso prometido y el final de la experiencia que, mejor o peor, es lo único que conocemos. Dejando a un lado los debates teológicos, lo cierto es que todo lo que ignoramos nos causa temor y pensar en la muerte es plantearse la ignorancia más profunda.
El pensamiento laico priva, en teoría, a ese problema, de su matiz de duda. ¿Habrá algo después, o no habrá nada? Los que no creemos en divinidades ni sistemas de transmisión de la personalidad propios del complejo organigrama de directivos de una multinacional damos, con nuestra no-creencia, una respuesta tajante: no habrá. Este sentimiento no elimina, a pesar de todo, el miedo, ni significa que seamos capaces de abordarlo con naturalidad. Un final es un final y, aunque nos resulte muy difícil —o imposible— comprender nuestra propia no-existencia, intuimos lo terrible de dejar de vivir. La ausencia de vida en otros se nos hace abismal; y a su alrededor no puede haber, al menos en un primer momento, otra cosa que tristeza.
En esta danza de instintos, temores y sistemas de pensamiento, una historia que tenga la muerte como centro parece destinada a ser una tragedia —o, al menos, un drama, y es que la acumulación de imágenes acaba por insensibilizarnos— o una sátira feroz de esas en las que notamos el temblor de una risa nerviosa, asustada. Ridiculizarla parece un método efectivo para echar fuera algo de ese miedo que todos portamos como el perfil único que, según dicen, tiene nuestro ADN. Pero ¿cómo hacer si no queremos dibujar la muerte en su silueta más tenebrosa ni tampoco fingir que nos burlamos de ella?
La película de Alfonso Gómez Rejón intenta dar una contestación a esa pregunta. No niega la tristeza pero tampoco el humor; por medio de un tratamiento propio de la comedia, su transcurso nos encariña con los personajes y la relación tan extraña que la muerte entabla entre ellos. Para comentarla brevemente, seguiré un esquema  paralelo al de su título, que sugiere tres apartados:
1— “Yo”: Greg, el protagonista, vive una adolescencia algo apartada de convenciones, rica en referentes culturales pero escasa en trato social. A lo largo de la historia, como corresponde a un buen personaje central, veremos que su actitud se debate entre el inmovilismo y la intuición de que un cambio se hace necesario; su manejo seguro de ciertos códigos personales y la comprensión paulatina de algunas realidades distintas de la suya propia.
La voz de Greg, que nos guía en primera persona, tiene un tono irónico, ingenioso, falsamente ligero. Lo que dice no siempre concuerda con lo que vemos, pero no se trata de que mienta: el punto de vista lo es todo y se nos quiere mostrar con sus dobleces y pequeñas traiciones. Así, con matices y sinceridad algo paródica, la voz revisa de manera más o menos permanente cuanto va diciendo y construye, ante nuestros ojos de espectadores no necesariamente fáciles de contentar, un ser humano corriente que, para sorpresa de muchos, sí, también puede ser protagonista de una película.
2— “Earl”: La amistad juega en esta historia un importante papel. A modo de túnel o pasillo con dos direcciones, muestra al personaje de Greg dos posibilidades simultáneas que, quizá, solo quizá, no tengan por qué excluirse: continuar donde está, apretando los innumerables tornillos y tuercas de su pequeño mundo, o moverse, aunque no sepa muy bien hacia dónde. Greg y Earl, su mejor —y único— amigo comparten una pasión por el cine que es, sin duda, también la del director de la película y crean, con paciencia y mucha imaginación, homenajes llenos de sentido del humor a sus títulos favoritos. La suya es una relación construida a base de hábitos, complicidad y muy pocas palabras. Los acontecimientos vendrán a cuestionar lo frágil de toda amistad y a mostrar, de paso, la naturaleza doble que tienen las mismas palabras: vía esencial para la comunicación pero, cuando faltan, también uno de sus mayores escollos.
3— “La chica moribunda”: Rachel introduce el tema de la muerte en la película pero aclaremos algo: ella aparece como una persona muy viva. Es joven, inteligente y está llena de ilusiones. También está gravemente enferma. La leucemia irrumpe en la normalidad de su vida adolescente; pronto la noticia de su problema correrá como la pólvora por los pasillos del instituto y se darán todo tipo de reacciones. Que el mismo instituto sea uno de los escenarios principales de la película concede a esta un aire equívoco y permite muchas ironías. El personaje de Rachel concede a la relación entre los protagonistas, nada típica ni predecible, una aparente forma de triángulo que el devenir de sus actos, cobardías y pequeñas bondades se encargará de desmentir.

Si alguna idea queda después de acompañar a Greg, Earl y Rachel en su particular odisea a través de la inexperiencia y los sentimientos de todo tipo, si algo quiere y logra transmitirnos su historia es esto: la muerte, por mucho que la veamos alrededor y llene las pantallas de los televisores, no debe adquirir la apariencia tranquilizadora de las cosas cotidianas; no es humano ni normal que nos deje indiferentes. Hablar de esta película no ha sido fácil; verla, reír y emocionarse con ella sí lo es. Que la disfruten.

domingo, 24 de enero de 2016

UNA MANCHA DE TINTA EN LA SIEN (EDITORIAL)

               Hace un par de días, mientras me aseaba frente al espejo del cuarto de baño, descubrí que tenía una mancha en la sien derecha. No era muy grande pero tampoco la recordaba de la vez anterior que había consultado mi reflejo, así que decidí prestarle atención. Un vistazo más de cerca reveló que era de color azul oscuro. Me tranquilicé, sonreí. Con un dedo mojado froté la mancha, que empalideció enseguida. No desaparecería del todo, no tan pronto. Había reconocido su particular naturaleza: era tinta, tinta para pluma estilográfica. Suelo usarla para mis escritos y, cuando la recargo, unas gotas quedan en el plumín o se derraman sobre el papel, el mantel de la mesa, el dorso de mi mano. Es habitual que me manche. Acabé de limpiar aquel rastro y olvidé el asunto.
            Sin embargo, hay imágenes que se resisten a quedar como superfluas o meramente accidentales. Echan raíces, crecen luego por sí mismas y entablan su propio juego de asociaciones y matices. Quizá cobren con ello, a veces, la cualidad de metáforas de otra cosa. ¿Pero de qué? El recuerdo de la mancha de tinta me acudía una y otra vez, pujaba, reclamaba una consideración. En mi sien, en mis dedos, había manchas de tinta; casi parecía que mi piel las exudaba, igual que mana la sangre de una pequeña herida. Ambas, sangre y tinta, eran fluidos y me recorrían por igual. Porque —razoné, dejando atrás este símil un poco burdo— la escritura es mi ser más verdadero y las otras cosas que hago cubren ese ser igual que las capas de una cebolla. Esta era una segunda metáfora, pero en ella encontré más verdad que en la anterior: las proverbiales capas de la cebolla no protegían ni ocultaban su centro; las capas eran la cebolla. Tenía que concluir que, al menos desde un punto de vista poético, yo era escritura pero también esas otras cosas. Y, si la escritura dominaba en ocasiones, era porque aquello que uno siente como su vocación permanece sobre todo lo demás y le concede, sin pretenderlo, un hilo conductor, una personalidad, una constante. Se escribe para comprender, para conservar un retrato de lo que se ha vivido y pensado. La literatura le convierte a uno, con frecuencia, en notario de su propia inquietud.

             Este blog tiene vocación de miscelánea pero cuenta con una idea que, tal vez, solo tal vez, sea suficiente para concederle homogeneidad: ofrecer un vistazo al interior del armario desordenado que es toda imaginación, una panorámica de lo mínimo y una inspección en detalle de la vastedad de las impresiones y las ideas que hacen de nuestro pensamiento un territorio de proporciones variables y siempre difíciles de calcular. Lo irreal forma parte de nosotros, y no una parte pequeña. Con la intención de vivirlo, soñamos; y la lectura supone muchas veces un intento de captarlo en todos sus matices, adaptarnos a su volumen y a los nervios vivos de su sensibilidad siempre despierta. El lector se acostumbra poco a poco a las formas y criterios del mundo que recorre igual que el visitante de una casa desconocida, cuyos rincones y costumbres descubre a medida que entra en sus muchas habitaciones. Quien escribe camina, a lo sumo, unos pocos pasos por delante y aparta una cortina, señala el mueble donde se guardan los botones o el tarro del café, indica que debe tenerse cuidado con la loseta que está suelta. Puede que este guía posea todos los datos y pormenores de lo que nos muestra pero su ventaja, hay que recordarlo, es solo de unos cuantos pasos. Y ahora, si son tan amables de seguirme, les iré indicando. Por aquí, por favor. 

Entrevista en Radio SER Madrid Norte, septiembre de 2015.

Enlace al audio. Mi intervención comienza, más o menos, en el minuto cuatro.


http://www.sermadridnorte.com/multimedia/2015/09/audio/contenidos_13473_51628.mp3

La novela breve "Batalla y campo de batalla" recibe el primer premio en el certamen "El fungible de Alcobendas".

                     

Enlace para descarga (copiar y pegar en la barra de direcciones del buscador)
http://www.alcobendas.org/recursos/doc/Cultura/1064981239_912201585717.pdf







Con mis compañeros premiados, la organización del certamen, Luis Mateo Díez, miembro del jurado y Soledad Puértolas, escritora invitada.



http://www.centrodeartealcobendas.org/es/el-fungible-mediateca