¡Bueno,
pues ya estamos aquí, casi en el mes de diciembre! Mes de mantecados y
esperanzas. A todo ciclo que termina se le atribuye el don de contener, al
menos en potencia, la semilla de lo que no pudo traernos, pero quizá espere a
la misma vuelta de la esquina. Época de compras, para quienes puedan hacerlas,
de viajes de regreso para quienes tengan a dónde regresar y de balances. Sin ir más lejos también quiere hacer el
suyo, pero la idea de balance, de resumen, alberga un peligro: no todos los
aspectos que debe reflejar, si es que se trata de un balance honesto, tienen
por qué ser positivos. Dejando a un lado el tema de los vasos medio vacíos y
medio llenos, hay que reconocer que un año pasa rápido, pero da para mucho: microrracismos
cotidianos, refugiados que cargan su vida en una bolsa, kafkianos procesos de
documentación, precariedad laboral; también desarraigos individuales y
familiares y menores que el Estado tutela o destutela según le convenga. Esta
enumeración veloz, como todas las de su clase, no habla de lo más importante:
detrás de cada uno de sus elementos componentes hay personas, cientos de
personas, miles de personas como usted y como yo, que querrían tener un techo
suficiente, un trabajo digno (aunque
normalmente se conformen sencillamente con un
trabajo, necesidad obliga), algo de tiempo para mirar a su alrededor,
pensar en las cosas, pensarse.
También este año, cómo no, se han
dado multitud de situaciones dolorosas y algunos francos desastres. Cuando pasa
algo malo, o simplemente molesto, la primera reacción es buscar culpables. El
paro y la precariedad aumentan, y entonces es culpa de la propia gente que
busca un trabajo, mucha de ella originaria de otros países, porque dejan menos
para los de aquí. Los empleados públicos, las mismas personas extranjeras, los
perezosos y quienes, en general, carecen de recursos son, claro está, culpables
del vacío de las arcas públicas, que amenaza el sagrado sistema de pensiones
que creíamos intocable. Pasa, fíjense ustedes, incluso con las ancianas que no
tenían dinero para pagar la factura de la luz cuando, después de varios meses
utilizando velas, una de ellas prende donde no debía, en la vivienda se declara
un incendio y la mujer fallece. Los organismos oficiales responsables juegan a
la patata caliente con la empresa suministradora de energía eléctrica; ciertos
medios periodísticos acólitos culpan a la propia fallecida por su torpeza. El
resto de los medios (cada día menos) no se atreven a decir nada en un sentido
ni en otro. Qué podemos, en suma, esperar de todos ellos en casos más
complicados, que afectan a colectivos enteros, personas refugiadas,
inmigrantes, población joven y sin perspectivas. Casos en los que,
supuestamente, hay en juego consideraciones de índole macroeconómica.
Creo que acabo de escribir la
palabra prohibida. ¡Que se abra la caja de los truenos! Nos atrevemos a
verbalizar el máximo tabú en los dominios de nuestro padre, el Estado. Pero es
que es a Él mismo, al Estado, a quien vamos a culpar en este artículo de todas
esas situaciones, esos dramas, esos dislates imperdonables. Si algún culpable
tiene que existir, ¿por qué no Él? Nos dicen que es la respuesta fácil, la más
simple, y que probablemente estemos incurriendo en un maniqueísmo. Entretanto,
Él, nuestro padre supremo, lleva a cabo un experimento tras otro. ¿Hay
migraciones obligatorias, en las que miles de personas huyen de la guerra? Pues
declara solemnemente, tras conjurar a la prensa, que va a acoger a un número X.
Este número ya sonaba escaso, pero es que después resultará que, en realidad,
han sido muchos menos. ¿Ciertos sectores críticos y revoltosos se le echan
encima, con malignas acusaciones de estar destinando fondos públicos a
caprichos privados, de que sus representantes viven a cuerpo de rey mientras
miles de familias sobreviven con lo justo y menos? ¿Les reprochan que en el
ámbito de su territorio, su florido jardín, no se dispensa una buena acogida a
quienes pretenden iniciar una nueva vida? Pero es que esas personas, todas y
cada una, llegan únicamente con la intención de aprovecharse, quitar de
nuestras bocas el alimento que Él, nuestro padre, nos dispensa. El alimento,
eso sí, es limitado: Él reparte lo que puede, y en nuestras manos queda
realizar una administración inteligente. Cuando se le pregunta por la evidente
escasez de recursos, nuestro padre se encoge de hombros y, con expresión
compungida, responde que tendríamos que haber gestionado mejor lo que se nos
proporcionaba. Si permitimos que hijos de otros padres entren en el jardín, ¿a
qué viene ahora quejarse porque no haya suficiente para todos?
También nuestro Padre, hay que
recordarlo, tiene sus adoraciones. De hecho, toda la actividad que observamos
en Él podría resumirse en un intento permanente por contentar los oscuros
designios de su dios, la economía. Para ello sube y baja impuestos, reduce
prestaciones, abarata el despido, miente sin tregua ni tasa; lo que sea
necesario para que el dios esté contento. Es de suponer que, si por una mala
suerte provoca el enfado de esa divinidad, las consecuencias serían terribles.
Él afirma que esos efectos adversos caerían sobre nosotros, porque su único
empeño es gestionar los intereses comunes de la mejor manera. Sin embargo, de
los términos de esa gestión estamos, siempre, cuidadosamente excluidos. Nuestro
padre no cuenta con nosotros, probablemente a causa de nuestra inmadurez para
entender las exigencias del dios. Solo otros padres como Él, y no todos, la
verdad, poseen la capacidad de comprender lo que el dios exige, y hasta qué punto
es necesario cumplir puntualmente con sus órdenes.
En fin, si hay que llegar a algún
tipo de balance, queremos que sea positivo. Las cosas no andan bien, es verdad,
y con esto nos hacemos eco de las murmuraciones de todos nuestros vecinos de
descansillo; pero hay que seguir intentándolo. Tal vez, con algo de suerte y
otro poco de buena voluntad, nuestro padre decida empezar a hacernos caso, a
tratarnos con algo más de respeto, y acoja además con amabilidad a quienes
vienen a su casa, en busca de un hogar, un trabajo, en busca de calles por las
que pasear y esperanzas que hacerse. Sobre todo ahora, que ha llegado diciembre
y el año termina. Feliz 2017 a todos y todas, de donde quiera que seáis y a
donde quiera que las circunstancias os hayan llevado.