(Publicado en la revista "Sin ir más lejos" de la ONG Córdoba Acoge)
Aunque padezco de
alergia, fui a una floristería para comprar un pequeño regalo. Es solo una de
las muchas contradicciones en las que incurro últimamente. En el camino de
vuelta, que hacía sujetando con mucho cuidado el tiesto con margaritas
amarillas, pasé por la zona histórica de la ciudad. A los pies de la Mezquita
una vía empedrada permite adentrarse en las callejuelas de la antigua Judería o
bien, doblando a un lado, cruzar bajo el llamado Arco del Triunfo, que data del
siglo XVI, y acceder al arranque del Puente Romano. Como puede verse, en un
espacio reducido coexisten, sin enfrentamientos ni mayor dificultad, huellas de
diversas culturas. Dejando aparte los problemas del obispado con el carácter
musulmán de la Mezquita, que obedece tanto a razones ideológicas como
crematísticas (esta palabra alude al interés económico y si la uso es porque me
hace pensar en grandes piras de billetes siendo reducidas a cenizas por las
llamas), a nadie choca esta acumulación de las muestras arquitectónicas y
urbanísticas de civilizaciones tan distintas. Forma ya parte del acervo común
la idea de que, donde hoy se extienden nuestras ciudades, antes hubo otras.
Consideramos a las culturas que las generaron, eso sí, agua muy pasada, y a sus
improbables habitantes como desconocidos cuyos pensamientos y necesidades somos
incapaces de imaginar.
Tal vez una
distancia parecida sigue existiendo con respecto a quienes pertenecen a nuestro
tiempo pero no a nuestro ámbito más inmediato. Personas de Siria, de Marruecos,
del Congo o de Ucrania se nos hacen difíciles de concebir aunque las tengamos
delante; y es que una cosa es entender una realidad y otra muy distinta
asumirla. Puede que esa brecha mental sea común a todos los habitantes de todos
los países. Creo, personalmente, que la quiebra resultará más evidente en el
caso de que esos países tengan un pasado colonial, o vivan en la ilusión de un
futuro excesivamente prometedor, porque el imperialismo enseña a considerar a
los dominados como inferiores y la superioridad es un sentimiento tan absurdo
como frecuente.
Reflexiones de
esta clase son más o menos lógicas cuando se pasa por la parte histórica de una
ciudad. Ahora, gracias a los últimos acontecimientos internacionales y al
tratamiento que les dan los llamados “medios de comunicación”, también acompaña
nuestro camino el miedo a ser víctima de un atentado. Se me dirá que esos
“medios” no crean el fenómeno del terrorismo, y es cierto; pero tampoco lo
explican. A través de los boletines de noticias tanto nos llegan vagos ecos de
lo que está sucediendo en Siria y otros campos de batalla como del último
tropezón gracioso de una niña norteamericana o sobre la escalera que este
mes se ha descompuesto en China con peligro para la integridad de quienes la
usaban. No existe un filtro: lo importante es lo último que haya ocurrido, que
mañana nadie recordará y de lo que no habremos llegado a conocer las razones. Por
esa misma falta de criterio, los “medios” alimentan nuestro temor a lo que no
conocemos y que ellos, no hay que dudarlo, tampoco van a esforzarse para
acercar a su público. La distancia vende, en el miedo a lo lejano hay un
mercado que puede explotarse. También en eso, una vez más, resultamos ser
consumidores. Mientras me decía todo esto, apretaba el paso para salir cuanto
antes de la "zona de peligro”, procurando sujetar lo mejor posible el tiesto
con flores amarillas que había comprado como regalo. Si había que hacer caso a
los noticiarios, detrás de cada rostro podía ocultarse una mente “radicalizada”
y dispuesta a atentar contra nuestras vidas. Como si no tuviera uno bastante
con los radicalismos tradicionales en nuestro folclore ahora había que
preocuparse también por otros nuevos. No ganamos para disgustos.