(Un comentario acerca de la película Stella de Sylvie Verheyde, 2008)
La voz de Stella es seria, parca en palabras, seca en su
mensaje. Dice lo que quiere decir y no teme caer en la vulgaridad. Podría ser
la voz de una mujer que no se engaña ni quiere perder tiempo en florituras.
Excepto que Stella no es una mujer, ni siquiera una adolescente: es una niña de
apenas diez u once años.
La forma de expresarse de Stella, así pues, no le pertenece.
Es un legado de los adultos que la rodean. Sus padres regentan un bar, pero no
se limitan a trabajar en él, sino que toda su vida gira alrededor de la barra,
los taburetes ocupados por unos cuantos clientes habituales, el tocadiscos.
Cada noche tiene que acabar en fiesta porque esa es la justificación de los
días. Y, entre las figuras de los hombres y mujeres que beben, juegan y
maldicen, que a veces se pelean con violencia, la niña pasa como un pequeño
espectro, desatendido y silencioso.
Stella ve todo esto, lo observa con atención pero no dice
nada. Nadie atendería sus quejas. El mutismo se ha convertido para ella en una
costumbre que luego, en el nuevo colegio donde la vemos afrontar sus primeras
jornadas, será la máscara más o menos imperfecta de su dificultad para
aprender. Tampoco allí encontrará, al menos en principio, una verdadera
preocupación por sus carencias. Luego ocurre un pequeño milagro: Stella, a
pesar de su aparente negativa a integrarse, hace una nueva amiga. Esto no será
la salvación, no solucionará los problemas que hacen de ella una niña tan sola;
pero supondrá, al menos, una mínima vía de escape y el comienzo de su
afirmación como persona individual, capaz de decir “quiero” o “no quiero”.
Habrá empezado a recorrer el dificultoso camino que podría llevarla a repetir
los errores que se han cometido con ella, o bien, en el mejor de los casos, a
rechazar aquellos rasgos, desidias y brutalidades que envenenan la vida de sus
mayores y su propia vida.
Durante la película, la sombra de los adultos planea, con
toda la inconsciente crueldad de la que son capaces la estupidez, el egoísmo y
la falta de empatía, sobre las niñas y los niños protagonistas. La directora,
Sylvie Verheyde, nos propone una historia que parece extraída de la memoria por
su autenticidad y, al mismo tiempo, se viste de las frescas y espontáneas
formas de la nouvelle vague, la de
Agnés Varda y también, en parte, la del François Truffaut de Los cuatrocientos golpes.
Pero no queremos
con esto decir que su talento se reduce a saber aplicar con talento una fórmula
ya elaborada por otras y otros. Sylvie Verheyde cuenta la historia que quiere
contar, la que brota de su sensibilidad y su reflexión, con una fuerza y una
claridad que le son propias. Su película es sencilla pero golpea el estómago y
la conciencia mientras transmite su mensaje: cada niña y cada niño sujeta en
las manos un espejo que refleja los vicios y errores de los adultos que les
rodean. Y ese espejo no se limita a devolver una imagen más o menos deformada o
veraz de lo que ocurre frente a él. El espejo sufre, la niña y el niño sufren.
Muchos adultos tendrían que esforzarse infinitamente más de lo que lo hacen
para ver ese dolor y encontrar, por fin, el deseo y la manera de evitarlo.