jueves, 15 de febrero de 2018

CADA NIÑA Y CADA NIÑO SUJETA ENTRE SUS MANOS UN ESPEJO


            (Un comentario acerca de la película Stella de Sylvie Verheyde, 2008)





            La voz de Stella es seria, parca en palabras, seca en su mensaje. Dice lo que quiere decir y no teme caer en la vulgaridad. Podría ser la voz de una mujer que no se engaña ni quiere perder tiempo en florituras. Excepto que Stella no es una mujer, ni siquiera una adolescente: es una niña de apenas diez u once años.

            La forma de expresarse de Stella, así pues, no le pertenece. Es un legado de los adultos que la rodean. Sus padres regentan un bar, pero no se limitan a trabajar en él, sino que toda su vida gira alrededor de la barra, los taburetes ocupados por unos cuantos clientes habituales, el tocadiscos. Cada noche tiene que acabar en fiesta porque esa es la justificación de los días. Y, entre las figuras de los hombres y mujeres que beben, juegan y maldicen, que a veces se pelean con violencia, la niña pasa como un pequeño espectro, desatendido y silencioso.

            Stella ve todo esto, lo observa con atención pero no dice nada. Nadie atendería sus quejas. El mutismo se ha convertido para ella en una costumbre que luego, en el nuevo colegio donde la vemos afrontar sus primeras jornadas, será la máscara más o menos imperfecta de su dificultad para aprender. Tampoco allí encontrará, al menos en principio, una verdadera preocupación por sus carencias. Luego ocurre un pequeño milagro: Stella, a pesar de su aparente negativa a integrarse, hace una nueva amiga. Esto no será la salvación, no solucionará los problemas que hacen de ella una niña tan sola; pero supondrá, al menos, una mínima vía de escape y el comienzo de su afirmación como persona individual, capaz de decir “quiero” o “no quiero”. Habrá empezado a recorrer el dificultoso camino que podría llevarla a repetir los errores que se han cometido con ella, o bien, en el mejor de los casos, a rechazar aquellos rasgos, desidias y brutalidades que envenenan la vida de sus mayores y su propia vida.

            Durante la película, la sombra de los adultos planea, con toda la inconsciente crueldad de la que son capaces la estupidez, el egoísmo y la falta de empatía, sobre las niñas y los niños protagonistas. La directora, Sylvie Verheyde, nos propone una historia que parece extraída de la memoria por su autenticidad y, al mismo tiempo, se viste de las frescas y espontáneas formas de la nouvelle vague, la de Agnés Varda y también, en parte, la del François Truffaut de Los cuatrocientos golpes.

            Pero no queremos con esto decir que su talento se reduce a saber aplicar con talento una fórmula ya elaborada por otras y otros. Sylvie Verheyde cuenta la historia que quiere contar, la que brota de su sensibilidad y su reflexión, con una fuerza y una claridad que le son propias. Su película es sencilla pero golpea el estómago y la conciencia mientras transmite su mensaje: cada niña y cada niño sujeta en las manos un espejo que refleja los vicios y errores de los adultos que les rodean. Y ese espejo no se limita a devolver una imagen más o menos deformada o veraz de lo que ocurre frente a él. El espejo sufre, la niña y el niño sufren. Muchos adultos tendrían que esforzarse infinitamente más de lo que lo hacen para ver ese dolor y encontrar, por fin, el deseo y la manera de evitarlo.