lunes, 21 de agosto de 2017

JUANA RIVAS TAMBIÉN PASÓ POR AQUÍ.



        Esta mañana nos hemos despertado con la noticia de que Juana Rivas, después de semanas de persecución y campañas de desprestigio en televisión y prensa escrita, no ha resistido la presión y ha decidido entregarse. En una carta dirigida a diversas autoridades públicas, Juana pone de relieve las deficiencias de los diversos trámites y procedimientos llevados a cabo en relación a su caso y la indefensión general en la que tanto ella como sus hijos han sido situados por esas negligencias. En casa sentimos impotencia y no comprendemos, no, no podemos comprender esta situación. Su maltratador se pasea con toda tranquilidad y ella ha tenido que separarse de las personas a las que más quiere en el mundo, y de cuya seguridad se siente responsable, en cumplimiento de la misma norma que debería protegerles.           

           Cuando se estudia la carrera de Derecho, como es mi caso, una de las cosas que se aprenden a lo largo de los años y los cursos es que la Ley no puede abarcar todas las posibilidades, prever todas las eventualidades, prestar una solución a los problemas. Si escribo esta palabra —“Ley”— con mayúscula inicial es para designar el conjunto de normas de todo tipo que intentan regir nuestra amplia y caótica comunidad. Es difícil, se nos enseñaba en las aulas, resulta casi imposible dar una respuesta a cada problema particular. Por esa razón la Ley tiene que ser general. Corresponde a los juzgadores, Jueces y Juezas, entrar en la problemática particular de cada supuesto, en el caso de que el asunto llegue a su conocimiento.

            A lo largo de las últimas semanas, a medida que se sucedían las deficientes informaciones y las opiniones encendidas acerca del drama de Juana Rivas, he imaginado en más de una ocasión que ella y sus hijos se alojaban, por unos días, en mi casa. Sí, en las modestas habitaciones del piso de alquiler que compartimos mi pareja y yo Juana podía tener descanso al menos por unos pocos días. Esto es importante: solo por unos días. La persecución está en marcha y Juana tiene que cambiar de ubicación cada poco tiempo junto con sus hijos, que acusan el cansancio que estas alteraciones deben, por fuerza, producirles. Los niños, imagino, hacen muchas preguntas y protestan contra aquello que no les gusta; por ejemplo, que en las alacenas de nuestra cocina no hay cacao en polvo para ponerle a la leche.

            Salgo un minuto para comprar el cacao en polvo. Cuando vuelvo, los niños se alegran y me dispongo a prepararles un vaso de leche con cacao a cada uno, más unos pequeños bocadillos. Es la hora de merendar. Los niños meriendan. De momento, se restablece un poco la calma.

            Se entabla entre los tres adultos, como no podía ser de otra manera, una conversación acerca de la situación de Juana. Víctima de maltratos físicos y psicológicos durante años, un día encontró valor para denunciar a su maltratador, el padre de los dos niños que mastican sus bocadillos en el sofá mientras nosotros hablamos en la mesa, a un lado. Hubo un juicio y un juez italiano dictó una sentencia. El maltratador de Juana era ya, según la resolución judicial, un delincuente condenado por la justicia.

            Hasta ahí todo bien. O, mejor dicho, todo mal. La vida de Juana estaba patas arriba. Ella sufría, sus dos hijos sufrían. Entonces ¿cómo pudo volver con su maltratador? Es una pregunta difícil, con una difícil respuesta. Por eso, excusamos de hacérsela. Solo serviría para hacerle sentir arrepentimiento y, quizá, vergüenza. Además, no es necesario, conocemos el mecanismo de funcionamiento aproximado del maltrato: el agresor se convierte en dueño y señor de la agredida, con una influencia absoluta sobre su estado de ánimo y decisiones. El perfil de maltratador presenta, por si la violencia física no fuera suficiente, un rasgo general muy inquietante: unas acentuadas dotes para la manipulación.

            Así que podemos imaginarlo, también esto. Cómo el maltratador la persuadía, la convencía de que volviese con él. Lo que había ocurrido hasta ese momento había que olvidarlo, dejarlo atrás. Eran errores, malentendidos, comportamientos que no tendrían lugar de nuevo. Podían, juntos, empezar de cero. Como una familia.

            No. Nunca una familia, una verdadera familia. Las personas componentes de una auténtica familia no se torturan, no se agreden, no se insultan. No se manipulan para distorsionar la perspectiva del otro, o la otra, de forma que los defectos propios queden atenuados, disimulados.

            Un panorama, en fin, completamente aterrador. Luego, nuevos episodios de agresiones y coacciones y otra separación, esta vez definitiva. El maltratador, en su papel de padre, indiferente y lejano. Los hijos no tienen apenas contacto con él. Por supuesto, tampoco reciben ni un solo céntimo de su bolsillo. ¿Juana no quiere escucharlo, no quiere estar con él? Pues tampoco los hijos lo verán ni tendrán nada, al menos de su parte.

            Esta es la terrible lógica del maltrato, de la tortura. O todo o nada. Cualquier tema, toda consideración, subordinada a los impulsos y deseos del “dueño y señor”. No quisiera, pienso mientras me digo todo esto, ocupar ese lugar respecto a nadie. Nunca. Nunca ser “dueño y señor” de nadie. Jamás. Porque ¿y la culpa? ¿Y la empatía respecto a la otra persona? ¿Dónde quedarían?

            En lo que se refiere al maltratador de Juana, creemos que tales sentimientos nunca han sido un factor. No podemos concebir que un ser humano con empatía por las otras personas lleve a cabo un comportamiento semejante. Vuela por mi conciencia la palabra “patriarcado”, como el sello de una condena temible. Hemos sido educados, nosotros los hombres, y ellas, las mujeres, en una enorme y maliciosa mentira de horrendas consecuencias. La mentira de los roles, del machismo, del dominio, del papel “que corresponde a cada cual”. No hay papeles, no debe haberlos. Solo personas, responsable cada una de su propia existencia y circunstancias, dentro de los límites que nuestra forma de vida nos impone, y que no son pocos.

            Juana, Juana Rivas, tiene el rostro demacrado. Nunca imaginó que sería una mujer en situación de busca y captura. Los más firmes defensores de la “legalidad” claman por su detención. Ella sabe que la huida es la única oportunidad que sus hijos, dos niños aún pequeños, tienen de sobrevivir. No, no queremos preguntarle mucho más por su angustiosa situación, preferimos que descanse, que viva durante unas horas un pequeño simulacro de “normalidad”.

            Sin embargo, es ella la que nos hace preguntas: cuáles son los últimos comentarios que se han hecho sobre ella en la televisión, en los periódicos. Sobre esto no le mentimos y notamos por su expresión que la campaña de desprestigio y tergiversación que se está realizando en su contra le causa una profunda tristeza (¿dónde están, por cierto, la empatía y la humanidad de la clase periodística? ¿De verdad todas esas personas que escriben esos artículos en los que con o sin sutileza la acusan de ser, ella misma, causante de todos sus problemas y disculpan a su maltratador piensan de esta manera? ¿Nadie quiere hablar públicamente en su favor?)


            A continuación me pregunta por su situación legal. Yo mismo le he dicho, al recibirla, que soy licenciado en leyes. Sé que ha tenido diversas abogadas que la han aconsejado y representado, que aún lo hacen. Son profesionales de las que dignifican el oficio. Nadie mejor que ellas para asesorar a Juana. Creo que las preguntas que me hace se explican como un reflejo de incredulidad: sencillamente, es incapaz de asumir que, pese al maltrato que sufrió durante años y a las oscuras pero evidentes intenciones de su maltratador, la justicia española no le ofrezca algún tipo de protección. La última noticia es que el Tribunal Constitucional ha denegado un segundo recurso de amparo. Ciertos personajes se empeñan, en debates televisivos, en recordar que hay una orden de busca contra ella por retención de menores, previa a la última denuncia presentada por Juana contra su maltratador. Es cuestión de orden, dicen los personajes: primero que detengan a Juana, y luego ya se verá. Excepto que se han producido, en el proceso iniciado por Juana, determinadas irregularidades y tardanzas que tendrían, muy posiblemente, que dar lugar a responsabilidades legales: documentos cuya traducción se eterniza, precedentes en forma de sentencia dictada en un país europeo que no son tenidos en cuenta, irregularidades, en fin, que pueden ser consideradas como alteraciones muy importantes de ese mismo orden. Excepto que para Juana, Juana Rivas, madre de dos hijos, mujer maltratada durante años, no es solo una cuestión de orden. Si entrega a sus hijos, y los niños son a su vez entregados a su maltratador, puede que nunca más vuelva a verlos. Desde mi perspectiva, es muy sencillo, espantosamente sencillo: no puede correrse el riesgo. También sobre esto hay precedentes, aquí mismo, en mi ciudad. Un tal caso Bretón. Hoy, uno de nuestros parques ha pasado a llamarse “Ruth y José”. La posibilidad de que, por cumplir el tenor estricto de las leyes, dentro de unos meses estemos bautizando de nuevo otro parque me parece pesadillesca. Y es lo que no quiero decirle a Juana: que, a veces, según nos enseñaron en la facultad de Derecho y confirmamos después en la práctica, la generalidad obligatoria de las leyes da lugar a males más terribles que los que pretendían evitarse o castigarse con esas leyes. No, no quiero tener que repetir a Juana lo que ya sabe, la realidad desoladora que ella misma ha descubierto y que la mantiene, de momento, en esa situación de huida continua. Esperemos que las autoridades, después de su entrega voluntaria y de haberles confiado a sus hijos, decidan no ponerlos a disposición del maltratador y concedan protección a Juana igual que lo harían respecto a cualquier otra persona en riesgo grave. Sería positivo para nuestro respeto por el funcionamiento de las instituciones, incluida la Administración de Justicia, que la generalidad normativa habitualmente dañina no tenga, en su caso, el efecto monstruoso que ya ha tenido para muchas otras personas, muchas otras mujeres desamparadas frente a sus maltratadores. Mientras tanto, y al margen de esta pequeña fantasía que he fabricado para argumentar mejor mis reflexiones, queremos que Juana sepa que aquí, donde vivimos, tiene su casa. Para los días que hagan falta.