Un
país que juega a ser liberal y cosmopolita, cuando lo cierto es que sus
ciudades siguen siendo, en una mayoría, pueblos grandes que conservan sus
costumbres de pueblo —lo cual, por otra parte, los preserva de la inmensa nada
de ese pretendido cosmopolitismo—, pueblos grandes en cuyos jardines los
ayuntamientos erigen estatuas a sacerdotes “que hicieron mucho por su
comunidad”. Mientras, artistas de todo tipo, pensadores y pensadoras, personas
que abogan por la reforma de la educación se mueren de asco y olvido. Un país
que ignora sistemáticamente a sus mejores cerebros, que desprecia la
inteligencia y premia el afán de negocio. Un país que se tumba al sol de su
complacencia mientras todo sigue, aún, por hacer. Un país donde la gente
deshonesta medra, en el que cualquier cosa se logra a base de contactos y
maledicencias. Un país que quiere ser rico y adopta las maneras y el lenguaje
de la riqueza, pero que es pobre, muy pobre, porque carece de auténticos deseos
de ser algo, de reformarse ideológicamente y no repetir sus errores: un país
que repite, una y otra y otra vez, esos errores porque de ellos pueden, algunos
y algunas, sacar el beneficio que les permite considerarse prósperos e
inteligentes, cuando lo cierto es que no son ni una cosa ni otra.
Un país donde se suceden los homenajes
patrióticos, los homenajes religiosos, las concesiones de honores y
distinciones públicas a personajes dudosos. Cualquier hecho una gesta, todo pequeño acontecimiento de memoria incierta un logro, los números de la sagrada contabilidad, sobre todo si son difícilmente comprobables, la prueba de que todo va a mejor; argumentos todos ellos para reafirmar la idea de la patria. Cervantes, por ejemplo, era ante
todo soldado español —¡y por entonces de un imperio!—, las naranjas de Valencia
son las mejores porque Valencia está en España. Nuestro país se identifica en
el universo entero por la figura de una mujer vestida de gitana, aunque una
mayoría de mujeres españolas no hayan llevado jamás ese traje y existan,
además, otros muchos atuendos regionales. España, por fin, ha sido reducida a una
marca; y para mantenerse y gozar de éxito como tal debe ofrecer un perfil único,
compacto, homogéneo, identificable de un solo vistazo.
Así es mi país. Noto su tierra
estéril de ilusión y de fruto. Su ciudadanía se afana, sudorosa, cansada y
variable, trabajando sin saber para qué. Aquella estructura atomizada de pueblo
multiplicado por miles, esta manía por tergiversar las cosas, el nervioso
hormiguear de sus habitantes que se expresan con acentos y palabras tan
diversas y, solo por eso, desconfían unos de otros; amo mi país casi por las
mismas razones que me llevan, en ocasiones, a albergar temores de padre
reflexivo que mira a su hijo o su hija y piensa, moviendo la cabeza, que nunca
llegará a nada en la vida. Igual que niños malcriados y egoístas, no aprendemos
a ser mejores, quizá porque muchos no saben de qué manera hacerlo y otros, hay
que aceptarlo, sencillamente porque no quieren.