lunes, 27 de junio de 2016

MI PAÍS







        Un país que juega a ser liberal y cosmopolita, cuando lo cierto es que sus ciudades siguen siendo, en una mayoría, pueblos grandes que conservan sus costumbres de pueblo —lo cual, por otra parte, los preserva de la inmensa nada de ese pretendido cosmopolitismo—, pueblos grandes en cuyos jardines los ayuntamientos erigen estatuas a sacerdotes “que hicieron mucho por su comunidad”. Mientras, artistas de todo tipo, pensadores y pensadoras, personas que abogan por la reforma de la educación se mueren de asco y olvido. Un país que ignora sistemáticamente a sus mejores cerebros, que desprecia la inteligencia y premia el afán de negocio. Un país que se tumba al sol de su complacencia mientras todo sigue, aún, por hacer. Un país donde la gente deshonesta medra, en el que cualquier cosa se logra a base de contactos y maledicencias. Un país que quiere ser rico y adopta las maneras y el lenguaje de la riqueza, pero que es pobre, muy pobre, porque carece de auténticos deseos de ser algo, de reformarse ideológicamente y no repetir sus errores: un país que repite, una y otra y otra vez, esos errores porque de ellos pueden, algunos y algunas, sacar el beneficio que les permite considerarse prósperos e inteligentes, cuando lo cierto es que no son ni una cosa ni otra.
            Un país donde se suceden los homenajes patrióticos, los homenajes religiosos, las concesiones de honores y distinciones públicas a personajes dudosos. Cualquier hecho una gesta, todo pequeño acontecimiento de memoria incierta un logro, los números de la sagrada contabilidad, sobre todo si son difícilmente comprobables, la prueba de que todo va a mejor; argumentos todos ellos para reafirmar la idea de la patria. Cervantes, por ejemplo, era ante todo soldado español —¡y por entonces de un imperio!—, las naranjas de Valencia son las mejores porque Valencia está en España. Nuestro país se identifica en el universo entero por la figura de una mujer vestida de gitana, aunque una mayoría de mujeres españolas no hayan llevado jamás ese traje y existan, además, otros muchos atuendos regionales. España, por fin, ha sido reducida a una marca; y para mantenerse y gozar de éxito como tal debe ofrecer un perfil único, compacto, homogéneo, identificable de un solo vistazo.

            Así es mi país. Noto su tierra estéril de ilusión y de fruto. Su ciudadanía se afana, sudorosa, cansada y variable, trabajando sin saber para qué. Aquella estructura atomizada de pueblo multiplicado por miles, esta manía por tergiversar las cosas, el nervioso hormiguear de sus habitantes que se expresan con acentos y palabras tan diversas y, solo por eso, desconfían unos de otros; amo mi país casi por las mismas razones que me llevan, en ocasiones, a albergar temores de padre reflexivo que mira a su hijo o su hija y piensa, moviendo la cabeza, que nunca llegará a nada en la vida. Igual que niños malcriados y egoístas, no aprendemos a ser mejores, quizá porque muchos no saben de qué manera hacerlo y otros, hay que aceptarlo, sencillamente porque no quieren.