martes, 16 de febrero de 2016

EL PESCADO DE LA MANO DEL PADRE






Cuando el padre, afablemente, nos dice que ha comprado unas piezas de pescado para nosotros, surgen dos impulsos contrarios pero compatibles: aceptar el pescado, a fin de no despreciar esa generosidad y porque no están los tiempos para rechazar lo que, a fin de cuentas, nos resuelve una comida; y decir que no al ofrecimiento para desterrar de la cabeza del padre la idea de que nuestra situación es tan mala que, en el gesto de coger la bolsa, no hay solo agradecimiento sino también muestras de una mal disimulada ansiedad, a la expectativa ya de futuros presentes por el estilo que nos hagan más llevadera la situación de desprotección en la que, fuera del ámbito familiar, nos encontramos. Al menos, eso es lo que creemos que nuestro padre considera, recordando con una mezcla de nostalgia y alivio las dificultades de sus propios comienzos. En ningún momento se nos pasa por la cabeza que él, nuestro padre, pueda estar preocupado y quiera, sencillamente, ayudarnos y aligerar algo del peso que aún tiene memoria de haber llevado sobre los hombros después de haberse marchado de casa de sus padres por vez primera. Concentrados únicamente en nuestro propio dilema, cogemos la bolsa donde el pescado ya empieza a descongelarse lentamente y lo llevamos a la vivienda que pretendemos convertir en nuestro hogar, y tenemos la esperanza de que llegue a serlo antes de cumplirse en nosotros el ciclo que hace de los hombres padres y de las mujeres madres que compran pescado, y otras muchas cosas, para regalarles a sus hijos recién independizados.

miércoles, 3 de febrero de 2016

LA MUERTE NO ES ALGO COTIDIANO


Un comentario acerca de la película “Me and Earl and the Diying Girl” (Alfonso Gómez Rejón, 2015)
 
Hablar de esta película es difícil. Siempre puede uno limitarse a un comentario más o menos pálido y bien estructurado de la película en sí: guión, actores, ritmo narrativo, etc. El obstáculo es que esta historia en concreto, además de emocionar, obliga casi a una reflexión acerca del tema que le da contenido. Ese tema es la muerte; y no una cualquiera, sino la muerte injusta (¿las hay justas?) y que, hasta cierto punto, se nos hace ya cotidiana. Empecemos.
De la muerte se han dicho, dicen y dirán muchas cosas; se ha abordado de muchas y diferentes maneras. Que su tratamiento sea tan variado habla con claridad de lo forzado que nos resulta: por muy próxima que la tengamos, por más que nos rodee y ocurra todos los días, algo en nosotros la repele. Es un fenómeno íntimo y al mismo tiempo, de alguna manera, también comunitario. De la muerte, sentimos, es mejor no tratar demasiado: subsiste en muchos de nosotros el arraigado sentimiento de que un trato cercano con ella ha de traer, por asimilación o contagio, malas consecuencias. Nuestra forma de pensar más tradicional, de orígenes religiosos, la sitúa en un extraño término medio entre el acceso a un paraíso prometido y el final de la experiencia que, mejor o peor, es lo único que conocemos. Dejando a un lado los debates teológicos, lo cierto es que todo lo que ignoramos nos causa temor y pensar en la muerte es plantearse la ignorancia más profunda.
El pensamiento laico priva, en teoría, a ese problema, de su matiz de duda. ¿Habrá algo después, o no habrá nada? Los que no creemos en divinidades ni sistemas de transmisión de la personalidad propios del complejo organigrama de directivos de una multinacional damos, con nuestra no-creencia, una respuesta tajante: no habrá. Este sentimiento no elimina, a pesar de todo, el miedo, ni significa que seamos capaces de abordarlo con naturalidad. Un final es un final y, aunque nos resulte muy difícil —o imposible— comprender nuestra propia no-existencia, intuimos lo terrible de dejar de vivir. La ausencia de vida en otros se nos hace abismal; y a su alrededor no puede haber, al menos en un primer momento, otra cosa que tristeza.
En esta danza de instintos, temores y sistemas de pensamiento, una historia que tenga la muerte como centro parece destinada a ser una tragedia —o, al menos, un drama, y es que la acumulación de imágenes acaba por insensibilizarnos— o una sátira feroz de esas en las que notamos el temblor de una risa nerviosa, asustada. Ridiculizarla parece un método efectivo para echar fuera algo de ese miedo que todos portamos como el perfil único que, según dicen, tiene nuestro ADN. Pero ¿cómo hacer si no queremos dibujar la muerte en su silueta más tenebrosa ni tampoco fingir que nos burlamos de ella?
La película de Alfonso Gómez Rejón intenta dar una contestación a esa pregunta. No niega la tristeza pero tampoco el humor; por medio de un tratamiento propio de la comedia, su transcurso nos encariña con los personajes y la relación tan extraña que la muerte entabla entre ellos. Para comentarla brevemente, seguiré un esquema  paralelo al de su título, que sugiere tres apartados:
1— “Yo”: Greg, el protagonista, vive una adolescencia algo apartada de convenciones, rica en referentes culturales pero escasa en trato social. A lo largo de la historia, como corresponde a un buen personaje central, veremos que su actitud se debate entre el inmovilismo y la intuición de que un cambio se hace necesario; su manejo seguro de ciertos códigos personales y la comprensión paulatina de algunas realidades distintas de la suya propia.
La voz de Greg, que nos guía en primera persona, tiene un tono irónico, ingenioso, falsamente ligero. Lo que dice no siempre concuerda con lo que vemos, pero no se trata de que mienta: el punto de vista lo es todo y se nos quiere mostrar con sus dobleces y pequeñas traiciones. Así, con matices y sinceridad algo paródica, la voz revisa de manera más o menos permanente cuanto va diciendo y construye, ante nuestros ojos de espectadores no necesariamente fáciles de contentar, un ser humano corriente que, para sorpresa de muchos, sí, también puede ser protagonista de una película.
2— “Earl”: La amistad juega en esta historia un importante papel. A modo de túnel o pasillo con dos direcciones, muestra al personaje de Greg dos posibilidades simultáneas que, quizá, solo quizá, no tengan por qué excluirse: continuar donde está, apretando los innumerables tornillos y tuercas de su pequeño mundo, o moverse, aunque no sepa muy bien hacia dónde. Greg y Earl, su mejor —y único— amigo comparten una pasión por el cine que es, sin duda, también la del director de la película y crean, con paciencia y mucha imaginación, homenajes llenos de sentido del humor a sus títulos favoritos. La suya es una relación construida a base de hábitos, complicidad y muy pocas palabras. Los acontecimientos vendrán a cuestionar lo frágil de toda amistad y a mostrar, de paso, la naturaleza doble que tienen las mismas palabras: vía esencial para la comunicación pero, cuando faltan, también uno de sus mayores escollos.
3— “La chica moribunda”: Rachel introduce el tema de la muerte en la película pero aclaremos algo: ella aparece como una persona muy viva. Es joven, inteligente y está llena de ilusiones. También está gravemente enferma. La leucemia irrumpe en la normalidad de su vida adolescente; pronto la noticia de su problema correrá como la pólvora por los pasillos del instituto y se darán todo tipo de reacciones. Que el mismo instituto sea uno de los escenarios principales de la película concede a esta un aire equívoco y permite muchas ironías. El personaje de Rachel concede a la relación entre los protagonistas, nada típica ni predecible, una aparente forma de triángulo que el devenir de sus actos, cobardías y pequeñas bondades se encargará de desmentir.

Si alguna idea queda después de acompañar a Greg, Earl y Rachel en su particular odisea a través de la inexperiencia y los sentimientos de todo tipo, si algo quiere y logra transmitirnos su historia es esto: la muerte, por mucho que la veamos alrededor y llene las pantallas de los televisores, no debe adquirir la apariencia tranquilizadora de las cosas cotidianas; no es humano ni normal que nos deje indiferentes. Hablar de esta película no ha sido fácil; verla, reír y emocionarse con ella sí lo es. Que la disfruten.