jueves, 17 de marzo de 2016

EL VERANO Y EL MITO (continuación)






No sé por qué mi acelerada cabeza dio lugar a aquel planteamiento; de dónde saqué yo que podía elegir algo de la tienda y que mi abuela, en lógica correspondencia a mi decisión, tendría que comprármelo. Mi fantasía generó esa urgencia. No era yo un niño al que concedieran, habitualmente, todos sus caprichos. Lo contrario me hubiese convertido en un dictador insoportable y a mí podía calificárseme, como mucho, de cacique local en el reducido territorio de mi casa. De cualquier manera, yo creía tener que decidirme y decidirme ya. Miré a mi alrededor: había, sobre todo, productos de higiene y belleza, también material escolar, lápices y rotuladores, reglas de formas diversas, un compás en una caja azul con la tapa transparente. Me gustaba dibujar pero ya tenía en casa algunos lápices y la caja de rotuladores que mi madre había comprado, por indicación de la maestra, para los deberes de plástica. El compás no sabía para qué podía servir; algo relacionado también con los deberes, sin duda.
En la bolsa de plástico se amontonaba todo lo que mi abuela había ido a buscar: mi plazo terminaba. El dueño de la tienda ajustaba la cuenta, enunciando en voz alta cada artículo y su precio —allí no había trampa ni cartón—. Precisamente junto a su codo vi que asomaba la cara mofletuda y carente de expresión de una muñeca con el pelo rizado que yacía, inmóvil, en su caja. ¡Luego allí también había juguetes! Me alcé sobre las puntas de mis zapatillas; aquel gesto me dolió un poco porque en verano, excepto para vestir zapatos, no solían llevarse calcetines. En la pared detrás del mostrador colgaban de unas gomas, sujetos con pequeñas pinzas negras, una multitud de figuritas de indios y vaqueros en su envase de cartón y plástico transparente. Los envases formaban una especie de cascada que llegaba hasta el suelo. Arriba destacaba, por su forma y tamaño, una figura distinta: un motorista con un casco minúsculo y, lo que era importante, incluso con una moto.
Yo no daba crédito. ¡Eso, eso era lo que yo quería! Iba a señalar en dirección al motorista cuando, alzando la vista sobre su lugar de honor, vi algo más. La cascada de juguetes no comenzaba con él; había otro juguete que estaba situado todavía más alto.
Muy alto, en realidad; incluso por encima de la cabeza del dueño de la tienda, ya casi donde la pared se juntaba con el techo. Era el sitio donde debía estar, allí, en la altura, porque se trataba de un avión. Incluso visto de lejos me pareció enorme: sus alas llenaban el ancho de la caja, también su cola se alargaba de una manera casi inverosímil, poderosa y gris. En cada ala brillaban los colores de un emblema redondo, el mismo que adornaba el alerón trasero; la cabina se abría junto al morro y en ella pude ver, sentada, la figura del piloto. Mantenía una posición erguida y alerta, firme el rumbo del gigantesco vehículo que le había sido confiado.
Era como para pensar que una cosa así me dejaría sin habla, pero no: a los pocos segundos de haberlo visto ya daba saltos, agarrado al vestido de mi abuela, y pedía aquel avión. ¡Yo quería aquel avión!
— ¡Abuela, abuela! ¡Mira! ¡Yo quiero eso!
Mi abuela bajó la vista. El dueño de la tienda me miraba, enarcando las cejas.
— ¿Qué dices que quieres?
No fue muy difícil que lo entendiera: yo señalaba el avión, con insistencia repetía, una y otra vez, que lo quería. ¡Sí, mira, aquel! ¡Aquel tan grande! ¡Si hasta tenía piloto y todo! ¿Cómo no iba yo a quererlo?
Supongo que mi abuela y el dueño de la tienda debieron cambiar una mirada de inteligencia: yo estaba armando un buen jaleo. Quizá mi abuela tuvo que pasar, por culpa de aquel capricho mío, un momento de apuro. Sí, es lo más probable; buena como era, le hubiera gustado satisfacer no solo ese, sino los caprichos de todos sus nietos. Por otro lado, a esos impulsos y ventoleras había que ponerles un freno. Ninguna buena educación podía construirse diciendo que sí a todas las ocurrencias de un niño. Estaba, además, el asunto de que aquel juguete debía ser muy caro. Así lo confirmó el dueño: era el más caro que tenía en la tienda. Por todas esas buenas razones mi abuela, con expresión ya un poco hosca —yo, entretanto, no dejaba de insistir en que quería aquel avión, lo quería y lo quería—, puso fin al tema con una frase corta y rotunda:
— Pero niño, ¿tú que te has creído? ¿Que yo soy millonaria?

Y tiró de mí fuera de la tienda, de aquel ámbito fresco gracias a la penumbra, seguidos los dos por las risas socarronas del dueño. Protesté durante todo el camino de vuelta, mientras mi abuela me reñía por el pequeño espectáculo que había montado e intentaba, al mismo tiempo, consolarme. No pudo comprar el avión y es probable que pasara un mal rato; a cambio, yo obtuve una muestra más de la distancia que existe entre lo que crees desear en un momento impulsivo y aquello que realmente puedes tener. Había conseguido, además, otra cosa, aunque en ese momento no lo supe ni habría podido comprenderlo: un lugar, el comercio atestado y en desorden, como territorio mítico donde cualquier fantasía, todo producto de la imaginación, puede encontrar algún objeto en que materializarse y adquirir algo de realidad. Aún en la calle, mi abuela intentó que pensara en otras cosas. Mis padres vendrían pronto a recogerme; yo debía merendar y darme un baño. De la merienda, dije, tenía ganas pero del baño no. Había empezado, punzante y continuo desde los arbustos y las copas de los árboles sedientos, el canto de las chicharras; no tardaría mucho en iniciarse la caída de la tarde y, con ella, un mínimo alivio del calor. Entramos en casa.

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