No,
no quiere serlo porque nada hay que me cause más pereza que ese tipo de
comentario en el que el autor o autora entona un lamento por la desaparición de
algún comercio ligado a sus recuerdos y, tras algunas frases dedicadas a la
memoria de quien fue, acaba —¡oh, sorpresa!— con una reflexión acerca del peso
de los años, el cambio en los perfiles de nuestro pequeño mundo y la huella del
sabor amargo que esas variaciones dejan en nuestra boca, el deje de tristeza
resignada en el funcionamiento, por lo demás razonable, de nuestro ya tantas
veces herido corazón.
No, porque, verán ustedes: las
librerías anudadas a mis recuerdos cerraron hace ya mucho, sus dueños agotados
o arruinados o ambas cosas; y la clausura de un establecimiento de esta
naturaleza no equivale a la de cualquier otro respecto al que podamos albergar
sentimientos más relacionados con nuestra íntima condena de cumplir años que
con el objeto del comercio cerrado. No, una librería no es como la panadería
donde comprábamos la palmera de chocolate de la merienda ni la tienda de ropa a
la que nuestra madre insistía en arrastrarnos cuando se hacía necesario renovar
nuestro variopinto fondo de armario. Una librería es un lugar donde se vende
cultura, aunque no siempre; en cuyos anaqueles se pone precio a nuestra
ilustración y nuestra fantasía, sí, pero en los que resulta posible, en
cualquier caso, tener acceso a esa fantasía, a esa ilustración.
Una librería que cierra es una
decepción y es un engaño. El engaño reside en hacernos creer que el
establecimiento en cuyo escaparate vemos un mal día el cartel de “se vende o
alquila” es igual que el resto: uno de tantos donde se comercia con artículos
exactamente iguales a otros muchos, intercambiables y volátiles. Una librería
no cierra solo porque “así son las leyes del mercado” (por cierto: ¿qué leyes?
¿Hemos votado para que rijan nuestra existencia, se somete su vigencia a
nuestro criterio periódico?). Significa que allí, en la localidad donde tiene
lugar el cierre, la gente no ha comprado suficientes libros como para
mantenerla a flote. Con la excepción de los casos en que la torpeza de los
propietarios haya podido dar al traste con sus cuentas, que no se vendan libros
habrá querido decir que los clientes no han querido o no han podido permitirse
su adquisición; y ambas circunstancias resultan igualmente tristes e
inquietantes, aunque por diferentes motivos.
La escritura y la lectura son el
mejor vehículo del pensamiento. Ningún otro favorece de igual manera, con ese
mismo carácter reposado e íntimo, la asimilación de ideas y el aprendizaje
necesario de todos los matices y formas que la emoción puede presentar. Lean,
lean ustedes, háganse el favor. Y, si no es de mucha molestia, que al menos alguno
de los libros en los que decidan introducirse no provenga de las estanterías de
una gran superficie comercial: acudan a sus librerías más cercanas antes de que
las crueles leyes del mercado decidan echarles el cierre, recorran sus
pasillos, olfateen la tinta impresa. No se dejen ganar de la melancolía,
confíen en que, si una librería cierra y se produce con ello un nuevo ataque a
nuestras posibilidades de ilustración, otra librería puede abrir en un futuro
no muy lejano y así debe ocurrir a pesar de todos los signos en contra. Déjense
guiar por sus preferencias, alguna buena recomendación o el impulso del momento
y, finalmente, escojan con decisión su libro de ese día. Sí, es ese; tómenlo
del lomo, abran sus páginas, disfruten.