Hace un par de días, mientras me
aseaba frente al espejo del cuarto de baño, descubrí que tenía una mancha en la
sien derecha. No era muy grande pero tampoco la recordaba de la vez anterior
que había consultado mi reflejo, así que decidí prestarle atención. Un vistazo
más de cerca reveló que era de color azul oscuro. Me tranquilicé, sonreí. Con
un dedo mojado froté la mancha, que empalideció enseguida. No desaparecería del
todo, no tan pronto. Había reconocido su particular naturaleza: era tinta,
tinta para pluma estilográfica. Suelo usarla para mis escritos y, cuando la
recargo, unas gotas quedan en el plumín o se derraman sobre el papel, el mantel
de la mesa, el dorso de mi mano. Es habitual que me manche. Acabé de limpiar
aquel rastro y olvidé el asunto.
Sin
embargo, hay imágenes que se resisten a quedar como superfluas o meramente
accidentales. Echan raíces, crecen luego por sí mismas y entablan su propio
juego de asociaciones y matices. Quizá cobren con ello, a veces, la cualidad de
metáforas de otra cosa. ¿Pero de qué? El recuerdo de la mancha de tinta me
acudía una y otra vez, pujaba, reclamaba una consideración. En mi sien, en mis
dedos, había manchas de tinta; casi parecía que mi piel las exudaba, igual que
mana la sangre de una pequeña herida. Ambas, sangre y tinta, eran fluidos y me
recorrían por igual. Porque —razoné, dejando atrás este símil un poco burdo— la
escritura es mi ser más verdadero y las otras cosas que hago cubren ese ser
igual que las capas de una cebolla. Esta era una segunda metáfora, pero en ella
encontré más verdad que en la anterior: las proverbiales capas de la cebolla no
protegían ni ocultaban su centro; las capas eran
la cebolla. Tenía que concluir que, al menos desde un punto de vista
poético, yo era escritura pero también esas otras cosas. Y, si la escritura
dominaba en ocasiones, era porque aquello que uno siente como su vocación
permanece sobre todo lo demás y le concede, sin pretenderlo, un hilo conductor,
una personalidad, una constante. Se escribe para comprender, para conservar un
retrato de lo que se ha vivido y pensado. La literatura le convierte a uno, con
frecuencia, en notario de su propia inquietud.
Este blog tiene vocación de miscelánea pero
cuenta con una idea que, tal vez, solo tal vez, sea suficiente para concederle
homogeneidad: ofrecer un vistazo al interior del armario desordenado que es
toda imaginación, una panorámica de lo mínimo y una inspección en detalle de la
vastedad de las impresiones y las ideas que hacen de nuestro pensamiento un territorio
de proporciones variables y siempre difíciles de calcular. Lo irreal forma
parte de nosotros, y no una parte pequeña. Con la intención de vivirlo,
soñamos; y la lectura supone muchas veces un intento de captarlo en todos sus
matices, adaptarnos a su volumen y a los nervios vivos de su sensibilidad
siempre despierta. El lector se acostumbra poco a poco a las formas y criterios
del mundo que recorre igual que el visitante de una casa desconocida, cuyos
rincones y costumbres descubre a medida que entra en sus muchas habitaciones.
Quien escribe camina, a lo sumo, unos pocos pasos por delante y aparta una
cortina, señala el mueble donde se guardan los botones o el tarro del café,
indica que debe tenerse cuidado con la loseta que está suelta. Puede que este
guía posea todos los datos y pormenores de lo que nos muestra pero su ventaja,
hay que recordarlo, es solo de unos cuantos pasos. Y ahora, si son tan amables
de seguirme, les iré indicando. Por aquí, por favor.