Cuando el padre, afablemente, nos dice que ha comprado unas piezas de pescado para nosotros, surgen dos impulsos contrarios pero compatibles: aceptar el pescado, a fin de no despreciar esa generosidad y porque no están los tiempos para rechazar lo que, a fin de cuentas, nos resuelve una comida; y decir que no al ofrecimiento para desterrar de la cabeza del padre la idea de que nuestra situación es tan mala que, en el gesto de coger la bolsa, no hay solo agradecimiento sino también muestras de una mal disimulada ansiedad, a la expectativa ya de futuros presentes por el estilo que nos hagan más llevadera la situación de desprotección en la que, fuera del ámbito familiar, nos encontramos. Al menos, eso es lo que creemos que nuestro padre considera, recordando con una mezcla de nostalgia y alivio las dificultades de sus propios comienzos. En ningún momento se nos pasa por la cabeza que él, nuestro padre, pueda estar preocupado y quiera, sencillamente, ayudarnos y aligerar algo del peso que aún tiene memoria de haber llevado sobre los hombros después de haberse marchado de casa de sus padres por vez primera. Concentrados únicamente en nuestro propio dilema, cogemos la bolsa donde el pescado ya empieza a descongelarse lentamente y lo llevamos a la vivienda que pretendemos convertir en nuestro hogar, y tenemos la esperanza de que llegue a serlo antes de cumplirse en nosotros el ciclo que hace de los hombres padres y de las mujeres madres que compran pescado, y otras muchas cosas, para regalarles a sus hijos recién independizados.
martes, 16 de febrero de 2016
EL PESCADO DE LA MANO DEL PADRE
Cuando el padre, afablemente, nos dice que ha comprado unas piezas de pescado para nosotros, surgen dos impulsos contrarios pero compatibles: aceptar el pescado, a fin de no despreciar esa generosidad y porque no están los tiempos para rechazar lo que, a fin de cuentas, nos resuelve una comida; y decir que no al ofrecimiento para desterrar de la cabeza del padre la idea de que nuestra situación es tan mala que, en el gesto de coger la bolsa, no hay solo agradecimiento sino también muestras de una mal disimulada ansiedad, a la expectativa ya de futuros presentes por el estilo que nos hagan más llevadera la situación de desprotección en la que, fuera del ámbito familiar, nos encontramos. Al menos, eso es lo que creemos que nuestro padre considera, recordando con una mezcla de nostalgia y alivio las dificultades de sus propios comienzos. En ningún momento se nos pasa por la cabeza que él, nuestro padre, pueda estar preocupado y quiera, sencillamente, ayudarnos y aligerar algo del peso que aún tiene memoria de haber llevado sobre los hombros después de haberse marchado de casa de sus padres por vez primera. Concentrados únicamente en nuestro propio dilema, cogemos la bolsa donde el pescado ya empieza a descongelarse lentamente y lo llevamos a la vivienda que pretendemos convertir en nuestro hogar, y tenemos la esperanza de que llegue a serlo antes de cumplirse en nosotros el ciclo que hace de los hombres padres y de las mujeres madres que compran pescado, y otras muchas cosas, para regalarles a sus hijos recién independizados.
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