(Artículo publicado en la revista Sin ir más lejos de la ONG Córdoba Acoge)
A estas alturas mucha gente sabe que
el Aquarius es un barco de salvamento fletado por dos ONG’s (S.O.S.
Mediterráneo y Médicos sin fronteras) que trasladaba a más de seiscientas
personas migrantes, incluyendo a unos ciento veinte menores de edad, en busca
de un puerto donde se aceptara su llegada. Mucha gente sabe, por medio de la
televisión y los periódicos, que el Ministro del Interior ultraderechista
italiano, llamado Salvini, rechazó que el barco atracara en su país y se ha
dedicado, desde entonces, a celebrar su logro en contra de los derechos humanos
por todos los medios que se le han ocurrido. La gente sabe que el nuevo
Presidente del Gobierno español ofreció los puertos españoles para que el
Aquarius pudiera arribar y sus tripulantes recibieran la adecuada atención
médica y humanitaria. Pero no hay, jamás, que quedarse con el único dato de una
noticia puntual. Parecemos vivir, en lo informativo, bajo una especie de
“dictadura de la última hora”; y sin embargo ningún asunto puede ser
comprendido solo con su novedad más reciente. Se hace necesario ampliar la
perspectiva y acceder a un relato lo más completo posible de los hechos, de sus
orígenes y sus posibles derivaciones y consecuencias.
Así, para entender cómo se ha podido
llegar a que una reacción fascista tan visceral como la del Ministro del
Interior italiano represente la postura oficial de un país respecto a un tema
tan básico y grave como el de la migración, habría que retroceder un poco en el
tiempo y examinar el alza progresiva de los partidos ultraderechistas en
Francia, España, Alemania y otros muchos estados de la Unión Europea. Habría
que analizar cómo ha sido posible que un neonazi ególatra como Donald Trump se
convirtiera en Presidente de los Estados Unidos. Un hilo tenso y afilado une las
cuchillas que buscan graves heridas o la muerte a todo aquel que intente cruzar
la frontera de Ceuta o Melilla con los gestos dictatoriales y megalómanos del
Presidente americano. Este personaje habla de seguridad nacional mientras su
familia se llena los bolsillos con especulaciones inmobiliarias gestionadas
sobre los cadáveres de los palestinos sacrificados a mayor gloria del estado de
Israel, flamante ganador del Festival de Eurovisión.
La deriva del Aquarius lo ha llevado
cruzar cientos de millas naúticas, impulsado por la necesidad de supervivencia
y el rechazo de Italia y Malta a acoger a las personas que viajaban en él. El
gesto del gobierno español de concederles refugio se ha visto contestado de
inmediato por una campaña de desprestigio y tergiversación a través de ciertos
medios de comunicación y por parte de algunos rostros conocidos de nuestra
política, como el de Xavier Albiol. El dirigente del Partido Popular en
Cataluña ha tenido para las personas migrantes unas palabras que han cobrado con
rapidez forma de titular: “España no es una ONG”. Su sentencia, propia de la
barra de cualquier bar donde se sirvan chiquitos de vino barato y pinchos de
tortilla reseca, inquieta sobre todo por lo que no dice de manera explícita.
Para él y todas las personas de su misma opinión, España debería ser lo
contrario a una ONG, es decir, una mezcla de grandes almacenes e iglesia
cargada de incienso, en cuyos últimos bancos se llevarían a cabo, entre
susurros, opulentos negocios y se adoptarían terminantes decisiones acerca del
destino de sus opositores políticos.
En este panorama, la perspectiva a
la que me refería al principio es una de las pocas cosas que puede ayudarnos a
comprender mejor y, con ello, concedernos una pequeña ventaja sobre los
caracteres fanáticos o indiferentes. El Ministro del Interior italiano habla de
“carne humana” para referirse a los pasajeros del Aquarius y ha ordenado que no
se haga caso a llamada alguna de socorro proveniente del mar, donde cientos de
personas se juegan la vida cada día. El gobierno norteamericano de Trump ha
organizado campos de concentración para niños y niñas migrantes, la mayoría de
muy corta edad, a quienes mantienen separados de sus familias y en condiciones
propias de una cárcel: verjas, aislamiento, guardianes armados. Frente a la
prensa quieren figurar que los menores están bien cuidados e incluso contentos,
pero hay documentos gráficos y sonoros que demuestran su sufrimiento y el hecho
de que algunos están confinados con grilletes en los tobillos. Es mi perspectiva
la que me permite relacionar esta doble realidad, la ficcional para la prensa y
la verdadera, con las películas en las que la Alemania nazi intentaba convencer
al mundo de que las personas de ascendencia judía o gitana detenidas y
encerradas en los campos de concentración vivían en paz y armonía a pesar de su
próximo exterminio.
Por su parte, la Unión Europea
prepara reuniones, contrareuniones y comisiones varias con el objetivo de crear
una “zona de nadie” fuera del territorio europeo a donde las personas migrantes
serían llevadas después de su rescate o su detención para esperar el momento de
ser deportadas. Por su parte, Hungría acaba de aprobar una ley que castiga con
pena de prisión el hecho de prestarles ayuda de cualquier manera, incluso la
mera información acerca de sus derechos o posibilidades legales. Todas estas
iniciativas son recientes y están motivadas por el racismo, el fascismo, el
temor a lo externo y diferente y el deseo de control sobre la población y sus
posibles sentimientos humanitarios. Es la perspectiva la que nos permite ver en
el conjunto de estos gestos dictatoriales y decisiones fulminantes una campaña
internacional en contra de la empatía, el sentimiento que hace de nosotras, las
personas, verdaderos seres humanos. La administración Trump, los organismos
europeos, el nuevo gobierno italiano, el gobierno húngaro, los políticos
españoles de derechas, todos quieren aislarnos pero no de las personas
procedentes de otros países, sino de nuestras propias emociones. Una ciudadanía
que tiene miedo de una amenaza exterior es fácil de manipular porque ese miedo
permitirá a quienes lo administran mediatizarlo todo, ocultar una mayoría de
realidades y ofrecer versiones sesgadas de lo que no pueda ocultarse. Una
ciudadanía aislada, atomizada en individuos o pequeños grupos unidos por el
elemento común de un puñadito de opiniones —temores y odios, en su mayoría— y
consignas que ninguno de sus integrantes cuestiona, es una ciudadanía dispersa
y, por tanto, lo contrario a una sociedad. Es una jungla humana, una sucesión
interminable de esquinas en las que cada cual teme cruzarse con otra persona a
la que no tendrá ganas de saludar, de la que temerá cualquier palabra, incluso
una mirada.
La defensa contra este maremoto de
odio y medidas de profilaxis racial solo puede ser de un tipo: una defensa
desde las emociones. Si todos los esfuerzos de los Trump, Salvini y demás
personajes del teatrillo de la ultraderecha se dirigen a impedir que
consideremos a las personas migrantes como auténticas personas, nuestros
esfuerzos deben ir orientados a poner en primer plano esa misma humanidad, que
es lo mismo que decir: esa misma naturalidad, ese mismo existir en la vida
cotidiana, esa misma alegría. En Madrid se ha celebrado, hace poco, el Día del
Chef Refugiado; en Bilbao se organizaba estos días una carrera popular a favor
de las personas refugiadas; son constantes las acciones llevadas a cabo por
ONG’s como la Red Acoge y Médicos sin fronteras y se adoptan medidas en
diversas ciudades (Madrid, Barcelona, Valencia…) para asistir a las personas
recién llegadas en sus necesidades más básicas. El humanitarismo es el primer
paso, los siguientes deben incidir en planteamientos de inclusión social y
reflexiones políticas de nivel internacional. ¿O es que nadie se pregunta por
qué para las personas migrantes permanecer en Europa es cuestión de vida o
muerte?