jueves, 27 de septiembre de 2018

LA CADENA DE MONTAJE LLEVA TUERCAS Y PASTELES



(Artículo publicado en la Revista Almiar, del colectivo Margen Cero, en su número correspondiente a septiembre-octubre)





       Veo al pequeño operario del pantalón de peto ante la lengua interminable de la cadena de montaje, que pone delante de sus manos una sucesión de piezas metálicas iguales. Tiene que apretar una tuerca tras otra con idéntico, veloz y repetido giro de muñeca. Si se distrae un momento perderá el ritmo; y también si no realiza la maniobra tal y como le han enseñado que debe hacerse. En ambos casos las consecuencias pueden ser terribles. ¿Cuándo se ha visto que una simple pieza del engranaje se permita el lujo de interrumpir el funcionamiento del enorme y complejo mecanismo al que pertenece? No, no, de ninguna manera: si es necesario, puede cambiarse la pieza misma en un instante y asegurar la continuidad del trabajo.

            Consciente de su naturaleza prescindible, el operario se esfuerza por no cometer errores; pero, a fin de que el beneficio no deje de crecer, la velocidad del trabajo debe además intensificarse sin cesar y, en esa prisa obligatoria, los errores resultan casi inevitables. En un momento dado el operario tiene que desplazarse peligrosamente a lo largo de la cadena de montaje para que su ritmo no se rompa y, aprovechando un tropiezo, las fauces del gigantesco monstruo al que la cadena alimenta, hecho de metal y humo, lo engullen con un indiferente gesto de sus mandíbulas.

            Ahora el pequeño operario está en las entrañas de la fábrica, y su cuerpo es machacado por la forma dentada de enormes engranajes; pero, ya sea porque el hombre es muy delgado y pequeño, o ya porque el estómago del mecanismo no tiene interés alguno en digerirlo, el caso es que después de un rato lo expulsa por uno de sus orificios, algo maltrecho pero vivo.

            Recuerdo haber visto por primera vez esta larga escena en la televisión cuando era niño, y que ya entonces la expresividad de las imágenes llamó mucho mi atención aunque solo años después llegaría a saber que pertenecían a la película Tiempos modernos (Modern times, 1936), de Charles Chaplin. Lo cierto es que ni siquiera aquella primera vez sentí ganas de reírme al verla: siempre ha tenido el poder de transmitirme una profunda y viva angustia, la del protagonista atrapado al que las ruedas dentadas llevan por donde quieren y amenazan, además, de muerte por asfixia. Tengo una idea de que, justo después de esta escena que de forma tan indeleble se ha grabado en mi memoria, el pequeño operario se marchaba o quizá era despedido de la fábrica y emprendía un fatigado camino de regreso hacia su casa, una minúscula choza en las afueras. Y yo veo que al final de ese trayecto, cuando casi tiene la manija de su destartalada puerta en la mano, el pequeño operario se cruza con otra figura que recorre el mismo sendero y hace en su dirección un gesto de saludo breve pero significativo, como si se conocieran desde hace tiempo. Es un hombre que también viste ropas de trabajo y que, igual que él, tiene aspecto de estar muy cansado —hay pasos en los que, sin darse cuenta, arrastra los pies—. De este hombre sé, además, cómo se llama: es Stephen Blackpool, su oficio es el de tejedor y está empleado en una enorme fábrica a las afueras de una ciudad inglesa. De él resulta importante conocer dos datos. Uno es el nombre de la mujer a la que aprecia, respeta y ama, Rachael, que también trabaja en la fábrica durante larguísimos turnos; otro, una noción que ambos comparten y de la que, a través de diversas circunstancias adversas, resulta depender el sentido de su propia humanidad. Este segundo dato es que Stephen y Rachael son dos personas con un hondo sentido de la dignidad. Sus vidas son difíciles, muy pobres y esforzadas, sí, pero no por ello descienden al nivel de un servilismo exagerado o caen en el error de dejarse menospreciar, ni por los obreros como ellos ni por quienes toman las decisiones desde los despachos y salones de enormes y distantes casas de dos o más plantas.

            La trama en la que Stephen y Rachael se ven implicados es ahora lo de menos. Ambos son personajes de la novela Tiempos difíciles (Hard Times, 1854), de Charles Dickens, cuyos personajes podrán a menudo engañarse a sí mismos pero nunca engañar a la persona lectora: su papel es el de retratar las duras condiciones en las que subsistían los millones de obreros y obreras que nutrían a la floreciente industria de mano de obra, al bajo precio de concederles lo mínimo para su supervivencia. Pero también encarnan esa dignidad de la que antes se hablaba, no hay que olvidarlo. No hay fortuna ni condición social, parece decirnos Dickens, que puedan proporcionar el orgullo y la dignidad que no se posean por elección, por una decisión propia tomada a pesar de todas las adversidades.

            Rachael y Stephen son personas afables, conocidas y apreciadas, si no por mucha gente, sí al menos por alguna que merece la pena. En mi imaginación, ya que no en la intangible realidad de la historia, una de esas personas que siente cariño por ellos es Maud, empleada en una enorme lavandería donde pasa la jornada entre grandes barricas de madera donde las sábanas, los manteles y las prendas de ropa blanca se cuecen en agua caliente. También, a veces, ocupa uno o varios turnos frente a la mesa de planchado y su hierro al rojo vivo. Maud trabaja para sobrevivir, claro, y para dar de comer a su hijo. Está casada, parece que felizmente, con otro trabajador de la lavandería. Aún es joven y está llena de energía e ilusiones. Tal vez por eso le cuesta asumir que su vida vaya a consistir en el mero cumplimiento de sus papeles de esposa, madre y obrera. En su interior late un profundo deseo de participación: Maud quiere implicarse en lo que la rodea.

            Esta implicación no resulta, en su caso, nada fácil. Maud pertenece a un tiempo en el que las mujeres no tenían reconocido el derecho al voto, ni a ser titulares de bienes o a firmar sus propios contratos de trabajo; de hecho, apenas eran consideradas otra cosa que criadas útiles. El movimiento denominado “sufragismo”, y que surgió en esa misma época, a principios del pasado siglo XX, supuso el inicio del cambio en la situación que acaba de describirse. Las mujeres empezaron, sencillamente, a exigir lo que era suyo: derecho a ser consideradas como sujetos independientes y con relevancia y personalidad jurídica y social. Esta lucha y sus numerosos obstáculos han sido retratados con fidelidad y talento en la reciente película Sufragistas (Suffragette, Sarah Gavron, 2015). Por ella conocemos la historia de Maud, su esforzada reivindicación para ser considerada no solo trabajadora, sino también ciudadana; cómo se ve obligada a alzar el puño, incluso en contra de quien ella creía que la amaba, por su derecho a un voto en las elecciones que le otorgará la posibilidad de presionar para que sus condiciones de vida mejoren. Pero no por un simple deseo de prosperidad, sino para abandonar el estatus de esclava y acceder al de persona que ejerce una prestación laboral remunerada; una mujer que podrá ser madre y esposa o no serlo, pero a quien siempre debe considerarse y valorarse por sí misma. Como predice y advierte el lema ya conocido a quienes siguen padeciendo de ceguera y sordera selectivas, “lo personal es político”.

            Mientras Maud se dirige al punto de reunión con otras compañeras de causa sus pasos se cruzan con los de un hombre que camina despreocupado, con las manos en los bolsillos del pantalón y una expresión soñadora en la cara. Su aparente distracción en temas quién sabe si elevados, artísticos o domésticos no le impide, cuando Maud pasa por su lado, mirarla de arriba debajo con una actitud más bien grosera y, a continuación, emitir un veredicto no solicitado en forma de silbido. No es el escritor Henry Miller, que una vez la mujer dobla la siguiente esquina vuelve a sus cavilaciones, un hombre del todo carente de sensibilidad o empatía hacia las posibles inquietudes de las mujeres, pero es cierto que una anticuada y muy conveniente idea sobre su propia importancia y acerca de la importancia y centralidad de los hombres en general le impide, normalmente, ver más allá de sus narices en este asunto. La cosa cambiará cuando la mujer en cuestión sea sujeto de sus atenciones, pero no es esta ignorancia y debilidad suya, que el público lector conoce de sobra a través de sus libros, lo que ahora nos importa, sino hacia dónde se dirige. Esta es precisamente la época en la que el autor norteamericano aún no se ha desarrollado plenamente como tal y mantiene un precario empleo en las oficinas de la que él bautizará luego como “Compañía Cosmoccócica de Telégrafos” (New York, U.S.A.) No se trata, ni mucho menos, de un trabajo que H. Miller haya buscado, sino que más bien podría decirse que el trabajo lo ha encontrado a él. Allí, en las oficinas de la Compañía, desempeña la ardua tarea de coordinar a los carteros encargados de llevar los telegramas a su destino. Es una misión casi imposible, porque esos carteros cambian de forma continua, son despedidos casi todos los días, abandonan o se los sustituye por otros; H. Miller nos pinta un retrato del funcionamiento diario de este medio de comunicación muy parecido al que podría haber llevado a cabo el Bosco si, en lugar de pintar el tríptico de El jardín de las Delicias, hubiera preferido escribir prosa. Identidades, orígenes étnicos, culturas y formas de entender el mundo se suceden en un carrusel incansable, un variopinto caos del que su gestor y corresponsal nuestro encuentra la manera de sacar aprendizajes y argumentos para tener una imagen del mundo y de quienes lo habitamos positiva por su riqueza y variedad. Brutal muchas veces y siempre sometida al azar, pero empapada de humanidad y de los matices casi infinitos y casi geniales de lo sensible.

          El trabajo, para un H. Miller que sueña con convertirse en escritor, empieza ya entonces a convertirse en lo que serán todas las actividades que emprenda, artísticas o no, a lo largo de su vida y de manera independiente a su voluntad: fuente de impresiones e ideas para sus escritos. En las páginas de sus novelas falsamente autobiográficas, como Trópico de Capricornio (Tropic of Capricorne, 1938), anécdotas e imaginación se mezclan de forma casi indistinta para ilustrar el ímpetu que el H. Miller persona sentía por convertirse en el Miller artista. Se nos presentará a multitud de hombres y mujeres, pasaremos por sitios desconocidos y se nos volverán a mostrar otros conocidos pero en cuyos detalles no habremos reparado. Nuestra manera de percibir el tiempo tendrá que adaptarse a un ritmo distinto, el de las historias y razonamientos del autor, cuya aspiración parecía consistir en plasmarse a toda velocidad con sus prejuicios, deseos, recuerdos y quejas antes de que las fuerzas necesarias lo abandonaran para siempre. Para Miller, el verdadero trabajo consistía en ver, escuchar, sentir; en experimentar para luego poder escribirlo.

         No tengo muy claro en qué circunstancias podrían encontrarse H. Miller y el siguiente personaje de este recorrido o ensoñación. Tal vez por pura casualidad, en el banco de un parque al que los dos hubieran ido a sentarse para descansar en el curso de uno de sus largos paseos, aunque no sé si llegarían a cruzar una sola palabra porque Robert Walser parecía ser, a diferencia de alguno de los personajes de sus relatos y novelas, bastante tímido. Como en este texto Robert aparece, él mismo, a modo de personaje, resulta un poco más fácil concebir que ese diálogo pudiera llegar a producirse. De todas formas, en una mayoría de los gestos y razonamientos que atribuye a sus creaciones me parece reconocer algo de su personalidad, sensible e inconstante.

            En la obra de Walser vida y trabajo se confunden en una misma experiencia que ocupa todas las horas del día y acapara energía y reflexiones porque, con cada empleo, Robert Walser se ve convertido en la nueva persona que lo realiza, distinta con respecto a las anteriores, y que intenta amoldarse a ese gran cambio durante el tiempo que dura. Quizá esta mímesis tenga lugar, precisamente, porque para él no existe la noción del trabajo definitivo, del oficio de por vida, y permitir que cada uno de los empleos sucesivos lo invada y requiera su atención por completo es como vivir muchas vidas dentro de su existencia única y errante.

            El trabajo abandona, en sus libros, el terreno de lo simplemente práctico para convertirse en un problema filosófico. Sus personajes trabajan como viven, es decir, llevados de un impulso que primero puede ser muy fuerte y aparecer cargado de ilusión, pero que después cambiará inevitablemente de dirección y los llevará por lugares y actividades muy distintos. No se les puede pedir el esfuerzo permanente y estático que otros y otras realizarían gustosos para echar raíces, porque ellos, como el mismo Walser, no soportarían esa atadura mucho tiempo. Y, como en uno de sus relatos, el protagonista agonizaría entre continuos vistazos al reloj de pared de la oficina para asegurarse de que, aunque con mucha lentitud, los minutos y las horas pasan y se está un poco más cerca del momento de diaria liberación del yugo, la gloriosa ocasión de salir a las calles y recorrerlas, cruzarse con sus gentes, abandonarlas luego y alejarse hasta el campo para, a través de la belleza de sus parajes, soledades y accidentes, completar los incontables tramos de un eterno paseo.

            Mucho más fácil me resulta imaginar una conversación casual, iniciada con cualquier excusa, entre Robert Walser y Antoine Doinel, personaje y alter-ego del director de cine François Truffaut. Ambos son caracteres amigables, los dos acostumbrados a un ejercicio de adaptación casi continuo, el que impone su misma necesidad de novedades. A lo largo de las películas protagonizadas por Doinel le vemos primero como un niño sin familia ni arraigo, aunque lleno de ganas de experimentar y descubrir (Les quatre cents coups, 1959) y luego como un adulto que vive muy diversos avatares, unas veces azarosos y otras buscados por él mismo. Porque, en primer lugar y ante todo, Doinel será Doinel y hará las cosas por motivos propios, un poco a la manera de su nuevo amigo R. Walser, con el que ahora charla de forma animada en un banco cualquiera de un parque umbrío pero alegre. Gracias a Besos robados (Baisers volés, 1968) por ejemplo, sabemos que en una cierta época de su vida ejerció como detective privado, aunque se demostró como un investigador muy poco profesional al enamorarse de la misma mujer cuyos pasos, según el encargo, debía seguir. Como puede verse, en su forma casi vertiginosa de cambiar de un empleo al siguiente —Doinel también se habrá desempeñado como operario de una fábrica de vinilos y a su afán detectivesco le seguirá un período como técnico de reparación de televisores— hay mucho de superficialidad, de falta de voluntad o imaginación. Pero él las suple con inocente egoísmo, con simpatía: una actitud que lleva al espectador a encogerse de hombros como diciendo “qué le vamos a hacer, este chico es así”.

            A medida que avanza, este artículo parece basarse, entre otras cosas, en mi personal impresión acerca de si determinados personajes, que pueden ser o no además personas reales, se llevarían bien entre sí. Claro que, por un lado, esta insistencia mía no es otra cosa que un pequeño instrumento narrativo que me permite hilar las partes de mi discurso. Pero también guarda una cierta relación con el tema del que en esta ocasión me he propuesto tratar: y es que el trabajo, el trabajo humano, no es una noción abstracta, no es un concepto. Las ideas por las que se rige son tan fundamentales como su misma realidad, pero no la fabrican día por día. No, lo que da forma al trabajo tal  y como lo conocemos es la relación entre las personas que supone y que provoca. A pesar de las formulaciones más modernas y neoliberales acerca del tema, y que tienen como uno de sus objetivos lograr que nos aislemos unos de otros, nadie, ni una sola persona, desempeña su trabajo en una soledad absoluta; nadie lo realiza por completo de espaldas a los demás. 

            Quizá por eso este recorrido por diferentes historias nació no solo como una asociación debida a sus respectivos argumentos, sino también y sobre todo como una relación entre sus autores y autoras, sus protagonistas. Debía ser posible, saltando por encima del espacio, cruzando a través del tiempo, que ellos y ellas hubieran podido encontrarse, entablar algún tipo de relación aunque fuese casual.

            Por supuesto, también en mi caso rige esta condición ficticia, aunque suavizada: como autor del texto mi privilegio es el de limitarme a observar, con tal de estar en el lugar y en el momento adecuados. Ahora, por ejemplo, dejo a Walser y Doinel en su banco del parque y sigo mi camino a lo largo de las extensas y populosas calles de la ciudad, que es bastante grande y vive en una actividad continua. Me detengo, en un momento determinado, frente a un paso de cebra, a la espera de que el semáforo cambie de color y me permita el paso. Un taxi se despega de la corriente de vehículos y se acerca a la acera con suavidad, hasta detenerse. La puerta trasera se abre y del taxi baja una mujer ya de cierta edad, mientras otra, más joven, paga la carrera al conductor. Las dos parecen estar de buen humor, sonríen mientras se alejan del taxi y comentan entre sí los detalles de algún jugoso episodio. No imagino de qué se puede tratar hasta que, movido por la curiosidad, me fijo con más atención en el conductor, un hombre un poco rechoncho, de cabello negro, rasgos muy morenos y franca expresión. Entonces lo reconozco y entiendo el porqué de la escena. El taxista es Jafar Panahi, el director iraní de cine condenado por el gobierno represor de su país a no poder filmar ni estrenar películas; sus últimas pasajeras deben haberlo reconocido también y por eso sonreían, cruzando con él bromas acerca de su situación y de los procedimientos por los que ha conseguido, en varias ocasiones, burlar las estúpidas prohibiciones de la censura. Así ocurría en la película que lleva precisamente el título de Taxi Teherán (2015). Jafar instaló una cámara en el salpicadero de un taxi y, en un supuesto ejercicio de improvisación y entrega al azar, se lanzó a las calles de la capital iraní para captar un fresco de las relaciones humanas que se dan en ella, y donde muchos temas, religión, machismo, dictadura, relaciones familiares y de pareja, están presentes de manera viva y natural. ¿O no tan natural? Porque, a medida que la historia avanza, quien ve la película va siendo ganado por la impresión de que mucho de lo que está viendo no es “real”, en el sentido de espontáneo, sino que puede obedecer a una cuidadosa puesta en escena.

            Mientras contemplo cómo el taxi se aleja por la avenida, recuerdo otra película de Panahi, la titulada, con aparente y paradójico humor, Esto no es una película (This is not a film, 2011, Irán). El director habla hacia la cámara de la angustia de su arresto domiciliario y la censura que pesa sobre toda su filmografía. Su mismo testimonio, en virtud de ese oscuro humor del que hablaba, supone ya infringir de manera clara la prohibición. Por medio de esta película que afirma no serlo su director nos ofrece un testimonio acerca de lo que una dictadura supone para el arte y quienes lo practican, así como también para aquellos que debido a la represión no podrán disfrutarlo. El autor quiso dedicarla a todos los directores y directoras de cine de su país, Irán, cuyas obran han sido también prohibidas. Si pienso en todas esas personas como trabajadores, y de un tipo muy aplicado y constante además, ya que su oficio es también lo que más les apasiona en el mundo, encuentro una faceta del propio trabajo en la que hasta ahora no había reparado: un medio de expresión y relación con el mundo que, si les es negado, supone poco menos que negar a la propia persona en uno de sus aspectos más esenciales. Quizá por eso me conmovió tanto la escena de la película en la que Panahi relata de viva voz una secuencia de la que tendría que haber sido su siguiente película y él teme que no le permitan rodar jamás.

            Es de suponer que los recorridos posibles de un taxista por su ciudad no han de ser infinitos, sino que más bien tenderán a repetirse de manera más o menos circular. Solo unos minutos después de haberlo perdido de vista, el taxi conducido por Jafar Panahi vuelve a cruzarse conmigo, esta vez en sentido contrario. Lo sigo con la mirada, pensando aún en su otra profesión, la de verdad, y eso me permite presenciar la escena siguiente: el coche se detiene junto a una figura menuda y algo encorvada que avanzaba con esfuerzo por la acera; es una mujer, ya muy anciana, que cubre su cabeza con un gorro de lana. El gorro le confiere un aire dulce, una belleza propia y que ocuparía muchas páginas describir. Oigo que Pahani pregunta a la mujer si quiere que la lleve a algún sitio.

            — No —contesta ella—, no hace falta. No tengo prisa por llegar y además no llevo dinero para pagarte.

            — Sube —insiste él—, no te preocupes por el dinero. Yo, en realidad, no soy taxista, sino director de cine. Mi verdadera intención es esquivar a la censura y, mientras lo hago, bien puedo llevarte a donde tengas que ir.

            Al final, después de cruzar algunas palabras más, la mujer parece convencerse de que las intenciones del conductor son honestas y deja que la lleve hasta su destino, a las afueras de la ciudad. Pero, al igual que el taxista no es realmente un taxista, o al menos no solo eso, la mujer tampoco es solo una anciana que se desplace con más o menos lentitud de un lugar a otro, hablando con tono educado y prudente a quienes se encuentre y siempre dispuesta a escuchar lo que los demás tengan que decir. Durante el trayecto muestra un vivo interés por la otra profesión del ocasional taxista, le hace muchas preguntas acerca de cómo empezó, qué le impulsó a querer dirigir su primera película, si le resultó muy difícil conseguir la financiación necesaria y así por un etcétera que nunca parece satisfacer lo suficiente la curiosidad de la mujer.

            Panahi, aunque algo vanidoso al igual que todos los artistas, intuye que detrás de aquel amigable interrogatorio hay un motivo que nada tiene que ver con una posible admiración por su obra. No, si la mujer quiere saber todos esos detalles es por una razón estrictamente personal y que, poco a poco, su oído para las preocupaciones ajenas le indica relacionado con el tema de la ocupación, del trabajo. A la mujer parece interesarle el hecho, para una mayoría tan cotidiano y prosaico, de que las personas desempeñen un oficio, tengan una ocupación productiva o incluso un simple trabajo alimenticio. Sí, trabajar es algo que ejerce sobre ella una fascinación que, según piensa el director de cine reciclado a taxista, solo resulta posible en el caso de alguien que jamás haya tenido, por alguna razón, la oportunidad de hacerlo.

            La conversación entre ambos se alarga sin apenas pausas hasta que, un rato después, llegan a un punto en las afueras donde la mujer pide al conductor que pare.

            — ¿Está segura? —pregunta él—. Aquí no hay nada.

            — Oh, sí, sí, claro que estoy segura. Por ahí está mi casa.

            Y señala a una hilera de árboles que componen una bella espesura de colores plata y verde claro. El aire agita las hojas y hace que parezcan pequeñas manos que se vuelven a uno y otro lado con rapidez en un continuo baile o un juego infantil. El taxista espera hasta que la mujer baja del coche, cruza la carretera y se adentra, con su paso calmo, entre los árboles, por donde ahora ve que arranca un estrecho camino de tierra apisonada y sin indicaciones de ningún tipo.

            Se marcha el taxi, lleno ahora con todas las incógnitas que, de repente, la mujer ha generado en su conductor, mientras ella recorre el anónimo camino de tierra. Es algo misterioso, un bosque, aunque su formación resulte por completo natural, con árboles, arbustos y flores brotadas espontáneamente de la tierra a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con las ciudades, a cuya existencia estamos en cambio tan acostumbrados. Cuando andamos por un bosque todo a nuestro alrededor está vivo, el suelo que pisamos, las ramas que nos rodean, las que cubren en muchos puntos el cielo; tan vivo como podamos estarlo nosotros mismos. A ella, a la anciana, el bosque le gusta mucho; y, en cuanto a este bosque en particular, lo ama tanto como lo odia porque ha tenido que residir en él toda su vida adulta: muchos, muchos, muchos años.

            La suya es una de esas historias que muy pocos conocen y casi nadie podría imaginar. La mujer se llama Tokue y es japonesa. Cuando todavía era muy joven, su hermano contrajo la lepra y, poco después, también ella cayó enferma. Fue el comienzo de una larga vida de encierro: en Japón, una ley del año 1953 prohibía a las personas con lepra residir en proximidad con otras que no la tuvieran y también, como una medida adicional de supuesta protección de la salud pública, desempeñar cualquier tipo de trabajo.

            La historia de Tokue es la historia de las miles de personas así condenadas al ostracismo y que se nos cuenta en la bella película Una pastelería en Tokio ( An, Naomi Kawase, 2015). Una mañana muy temprano, una mujer ya anciana y de amables modales se acerca hasta una minúscula tienda de an, un dulce tradicional japonés realizado con pasta de judías. Su propósito es el que menos pudiera imaginarse, pedir un trabajo. El pastelero, un hombre taciturno del que solo sabremos que ha estado un tiempo en la cárcel y ahora trata de recuperar su ilusión y su dignidad, rechaza en un primer momento la propuesta de Tokue. Sin embargo, la insistencia de la mujer lo convence de que le permita hacer una prueba. Este será el inicio de una relación muy especial entre ambos y de nuestra oportunidad de conocer a Tokue, su particular y vitalista personalidad y su deseo más ferviente: trabajar. Para ella, tener un empleo significa estar incluida, ser parte de la comunidad de la que una ley contraria a la empatía y los derechos humanos la apartó en su momento. Nadie, parece decirnos Tokue, puede existir aislado por completo de sus iguales, aunque ellos mismos no se consideren como tales y la rechacen. El trabajo, como medio de vida, incluye a la persona que lo realiza en la dinámica de funcionamiento de su sociedad; pero supone, además, una forma de relacionarse, una serie de signos y de significados que permiten la comunicación con otras personas. El trabajo forma parte de nuestro lenguaje. No hablarlo puede equivaler, en algunos casos, a un aislamiento forzoso. Claro que los desajustes del sistema consumista, incapaz de dar respuesta a una mayoría de necesidades, han generado y generan una situación en la que hay multitud de personas en desempleo. Es cierto que, en teoría, esto no lleva a una represión como la que Tokue ha tenido que soportar, pero sí que nos permite intuir cuáles han debido ser sus impresiones, temores y soledades. Quizá por eso su historia nos resulte tan conmovedora y, hasta cierto punto, nos identifiquemos con ella y su profundo deseo de trabajar, de sentirse incluida en la comunidad humana que permanece, mal que bien, activa. La que produce, sí, pero no para repetir infinitamente el ciego acto de fabricar cosas, sino por sobrevivir y también, muy especialmente, para que el intercambio de objetos y servicios sea también un cruce de puntos de vista y experiencias; a fin de que las personas que componen esa comunidad interaccionen, se expresen, para que no dejen, nunca jamás, de hablar entre ellas.

miércoles, 4 de julio de 2018

AQUARIUS O LA NECESIDAD DE LA EMPATÍA


(Artículo publicado en la revista Sin ir más lejos de la ONG Córdoba Acoge)





            A estas alturas mucha gente sabe que el Aquarius es un barco de salvamento fletado por dos ONG’s (S.O.S. Mediterráneo y Médicos sin fronteras) que trasladaba a más de seiscientas personas migrantes, incluyendo a unos ciento veinte menores de edad, en busca de un puerto donde se aceptara su llegada. Mucha gente sabe, por medio de la televisión y los periódicos, que el Ministro del Interior ultraderechista italiano, llamado Salvini, rechazó que el barco atracara en su país y se ha dedicado, desde entonces, a celebrar su logro en contra de los derechos humanos por todos los medios que se le han ocurrido. La gente sabe que el nuevo Presidente del Gobierno español ofreció los puertos españoles para que el Aquarius pudiera arribar y sus tripulantes recibieran la adecuada atención médica y humanitaria. Pero no hay, jamás, que quedarse con el único dato de una noticia puntual. Parecemos vivir, en lo informativo, bajo una especie de “dictadura de la última hora”; y sin embargo ningún asunto puede ser comprendido solo con su novedad más reciente. Se hace necesario ampliar la perspectiva y acceder a un relato lo más completo posible de los hechos, de sus orígenes y sus posibles derivaciones y consecuencias.

            Así, para entender cómo se ha podido llegar a que una reacción fascista tan visceral como la del Ministro del Interior italiano represente la postura oficial de un país respecto a un tema tan básico y grave como el de la migración, habría que retroceder un poco en el tiempo y examinar el alza progresiva de los partidos ultraderechistas en Francia, España, Alemania y otros muchos estados de la Unión Europea. Habría que analizar cómo ha sido posible que un neonazi ególatra como Donald Trump se convirtiera en Presidente de los Estados Unidos. Un hilo tenso y afilado une las cuchillas que buscan graves heridas o la muerte a todo aquel que intente cruzar la frontera de Ceuta o Melilla con los gestos dictatoriales y megalómanos del Presidente americano. Este personaje habla de seguridad nacional mientras su familia se llena los bolsillos con especulaciones inmobiliarias gestionadas sobre los cadáveres de los palestinos sacrificados a mayor gloria del estado de Israel, flamante ganador del Festival de Eurovisión.

            La deriva del Aquarius lo ha llevado cruzar cientos de millas naúticas, impulsado por la necesidad de supervivencia y el rechazo de Italia y Malta a acoger a las personas que viajaban en él. El gesto del gobierno español de concederles refugio se ha visto contestado de inmediato por una campaña de desprestigio y tergiversación a través de ciertos medios de comunicación y por parte de algunos rostros conocidos de nuestra política, como el de Xavier Albiol. El dirigente del Partido Popular en Cataluña ha tenido para las personas migrantes unas palabras que han cobrado con rapidez forma de titular: “España no es una ONG”. Su sentencia, propia de la barra de cualquier bar donde se sirvan chiquitos de vino barato y pinchos de tortilla reseca, inquieta sobre todo por lo que no dice de manera explícita. Para él y todas las personas de su misma opinión, España debería ser lo contrario a una ONG, es decir, una mezcla de grandes almacenes e iglesia cargada de incienso, en cuyos últimos bancos se llevarían a cabo, entre susurros, opulentos negocios y se adoptarían terminantes decisiones acerca del destino de sus opositores políticos.        
            
            En este panorama, la perspectiva a la que me refería al principio es una de las pocas cosas que puede ayudarnos a comprender mejor y, con ello, concedernos una pequeña ventaja sobre los caracteres fanáticos o indiferentes. El Ministro del Interior italiano habla de “carne humana” para referirse a los pasajeros del Aquarius y ha ordenado que no se haga caso a llamada alguna de socorro proveniente del mar, donde cientos de personas se juegan la vida cada día. El gobierno norteamericano de Trump ha organizado campos de concentración para niños y niñas migrantes, la mayoría de muy corta edad, a quienes mantienen separados de sus familias y en condiciones propias de una cárcel: verjas, aislamiento, guardianes armados. Frente a la prensa quieren figurar que los menores están bien cuidados e incluso contentos, pero hay documentos gráficos y sonoros que demuestran su sufrimiento y el hecho de que algunos están confinados con grilletes en los tobillos. Es mi perspectiva la que me permite relacionar esta doble realidad, la ficcional para la prensa y la verdadera, con las películas en las que la Alemania nazi intentaba convencer al mundo de que las personas de ascendencia judía o gitana detenidas y encerradas en los campos de concentración vivían en paz y armonía a pesar de su próximo exterminio.

            Por su parte, la Unión Europea prepara reuniones, contrareuniones y comisiones varias con el objetivo de crear una “zona de nadie” fuera del territorio europeo a donde las personas migrantes serían llevadas después de su rescate o su detención para esperar el momento de ser deportadas. Por su parte, Hungría acaba de aprobar una ley que castiga con pena de prisión el hecho de prestarles ayuda de cualquier manera, incluso la mera información acerca de sus derechos o posibilidades legales. Todas estas iniciativas son recientes y están motivadas por el racismo, el fascismo, el temor a lo externo y diferente y el deseo de control sobre la población y sus posibles sentimientos humanitarios. Es la perspectiva la que nos permite ver en el conjunto de estos gestos dictatoriales y decisiones fulminantes una campaña internacional en contra de la empatía, el sentimiento que hace de nosotras, las personas, verdaderos seres humanos. La administración Trump, los organismos europeos, el nuevo gobierno italiano, el gobierno húngaro, los políticos españoles de derechas, todos quieren aislarnos pero no de las personas procedentes de otros países, sino de nuestras propias emociones. Una ciudadanía que tiene miedo de una amenaza exterior es fácil de manipular porque ese miedo permitirá a quienes lo administran mediatizarlo todo, ocultar una mayoría de realidades y ofrecer versiones sesgadas de lo que no pueda ocultarse. Una ciudadanía aislada, atomizada en individuos o pequeños grupos unidos por el elemento común de un puñadito de opiniones —temores y odios, en su mayoría— y consignas que ninguno de sus integrantes cuestiona, es una ciudadanía dispersa y, por tanto, lo contrario a una sociedad. Es una jungla humana, una sucesión interminable de esquinas en las que cada cual teme cruzarse con otra persona a la que no tendrá ganas de saludar, de la que temerá cualquier palabra, incluso una mirada. 


            La defensa contra este maremoto de odio y medidas de profilaxis racial solo puede ser de un tipo: una defensa desde las emociones. Si todos los esfuerzos de los Trump, Salvini y demás personajes del teatrillo de la ultraderecha se dirigen a impedir que consideremos a las personas migrantes como auténticas personas, nuestros esfuerzos deben ir orientados a poner en primer plano esa misma humanidad, que es lo mismo que decir: esa misma naturalidad, ese mismo existir en la vida cotidiana, esa misma alegría. En Madrid se ha celebrado, hace poco, el Día del Chef Refugiado; en Bilbao se organizaba estos días una carrera popular a favor de las personas refugiadas; son constantes las acciones llevadas a cabo por ONG’s como la Red Acoge y Médicos sin fronteras y se adoptan medidas en diversas ciudades (Madrid, Barcelona, Valencia…) para asistir a las personas recién llegadas en sus necesidades más básicas. El humanitarismo es el primer paso, los siguientes deben incidir en planteamientos de inclusión social y reflexiones políticas de nivel internacional. ¿O es que nadie se pregunta por qué para las personas migrantes permanecer en Europa es cuestión de vida o muerte?      

jueves, 14 de junio de 2018

REVISTA ALMIAR: IMAGINACIÓN Y MEMORIA, LAS DOS COMPAÑERAS DE CAMINO

   (Artículo publicado en el número 98, correspondiente a los meses de mayo y junio, de la Revista Almiar)

 
 

   Comienza la andadura de una nueva sección en la Revista Almiar, referente de comentario cultural en el panorama de publicaciones de nuestro país. Bajo el título de El proyector de palabras, esta colaboración bimensual con los amigos de Almiar quiere ser una introducción a las relaciones tormentosas y fascinantes entre literatura y cine, entre la palabra escrita y la imagen filmada con el objetivo común de expresar emociones y sensibilidades personales. Lejos de debates ya superados acerca de la superioridad entre una y otra forma, pretendo ofrecer una perspectiva abierta a celebrar los aciertos de cada cual y comprender sus errores como se comprenderían y perdonarían los de unas amigas muy queridas. Espero que os guste y que mi modesta aportación contribuya a que palabra e imagen sean, también, un poco más amigas entre ellas y las mejores amigas para quienes disfrutamos de su compañía.


 
            Imaginación y memoria, las dos compañeras de camino
           

   La memoria resulta tan esencial para contar historias como la imaginación cuando se quiere hablar de un hecho realmente sucedido. La una sin la otra no lograrían llevar adelante la narración, cualquiera que esta fuese, porque no son enemigas, ni siquiera portadoras de un mismo relevo que deban pasarse según el momento en el que se encuentren de una hipotética carrera. No, memoria y fantasía avanzan juntas como buenas compañeras de camino, tomadas del brazo sortean los obstáculos y se indican una a la otra los accidentes en los que podrían tropezar y aquellos rincones donde conviene detenerse para disfrutar de la belleza de ciertos detalles.

   El buen uso de los recuerdos para construir un relato depende de la capacidad de quien lo va armando para permitir que la memoria funcione como lo que es: un mecanismo de almacenaje caprichoso y parcial, cuyos criterios de elección y funcionamiento vienen dados por eso tan relativo a lo que llamamos “personalidad”. Fobias y preferencias determinan lo que recordamos y cómo lo recordamos. Luego, cuando muchos de esos detalles e impresiones intervengan en la creación de una historia, estarán ya dictados por nuestra sensibilidad: agrandada la importancia de unos hechos, cambiado el significado de otros e incluso, en muchos casos, completo producto de la imaginación.
     
   Pero ese camino del que antes hablaba, y en el que memoria e imaginación avanzan necesariamente juntas, resulta largo —su vocación sería la de no terminar jamás— y en su transcurso alguna de las dos compañeras puede adelantarse, recorrer en soledad algún trecho. ¿Cómo distinguir los momentos en que la historia se basa más en el recuerdo o en la fantasía? La respuesta a esta pregunta supone un pequeño misterio que la buena persona lectora, quizá, no debería empeñarse en desvelar, pero que ha resultado objeto de mil comentarios e hipótesis. En busca del tiempo perdido (A la recherche du temps perdu, 1913-1927) la conocida novela de Marcel Proust, se impone en este punto como un ejemplo evidente, tal vez el más significativo de la historia del arte. A lo largo de sus siete volúmenes, el autor parece esforzarse página tras página por transmitirnos una cantidad infinita de detalles acerca de vivencias propias y de personas cercanas o con las que tuvo trato en algún momento. En las innumerables escenas, que se extienden a lo largo de un sinfín de descripciones y caracterizaciones, se despliegan ante nuestros ojos vastos mosaicos compuestos de todas las piezas imaginables: vestimentas, paisajes, anécdotas, comentarios acerca de ambientes, juicios y prejuicios. Pero ¿qué pretendía el autor contarnos, en realidad, con su extenso relato? En la jugosa profusión de palabras que sirven para describirnos hechos y opiniones ¿son los recuerdos el objetivo de la narración? ¿Quería de verdad el autor inmortalizar los detalles de un tocado de mujer, de un carruaje o de las costumbres sociales de no se sabe qué caballero?
            
   Es posible que en un primer acercamiento a la obra se tenga esta impresión. Las páginas de la extensa novela de Proust constituyen unas detalladas memorias que, como es lógico, nos interesarán más en unas partes que en otras o que, incluso, pueden abrumarnos con la prolijidad de su amor por los matices. Sin embargo, algo ocurrirá si persistimos en la lectura: poco a poco nos irá ganando la impresión de que Proust, el personaje, no tiene tanto empeño en descubrirnos lugares y caracteres como en mostrar quién es Proust, la persona, extender ante nuestros ojos el panorama de su sensibilidad y, con ello, desarrollarla. La palabra escrita es el pensamiento y la emoción de quien la escribe: su mejor retrato.
            
   Son obvias las dificultades para llevar al cine un mundo literario de cierta riqueza y complejidad. Se trata de lenguajes distintos; no quiero hacer con esto una referencia a la clásica, artificiosa y ya superada competición entre una y otra manera de contar; en el verdadero arte no hay lugar para los planteamientos ramplones ni las respuestas fáciles y únicas. No, cada una de estas expresiones artísticas tiene su propia identidad, pero ¿qué ocurre cuando quieren trasladarse los hallazgos de una al ámbito propio de la otra?
            
  Adelantaré mi conclusión personal: todo depende del modo en el que ese traslado pretenda realizarse. No será posible en un sentido literal y directo: las opciones del cine quedarían entonces reducidas a una tarea de simple imitación o repetición, a la habilidad de proyectar unos cuantos detalles de la historia, de su anécdota. Este pequeño milagro de la tecnología nada tiene que ver, sin embargo, con la esencia de la obra literaria adaptada. En mi opinión, la única posibilidad de alcanzar logros propios con un material literario de base consiste en reelaborarlo, llevarlo al territorio que la persona cineasta sienta como suyo y donde, ayudada de su sensibilidad y los instrumentos que ella de verdad domina, podrá intentar el desarrollo de su versión de la historia. Una versión que, precisamente por haber sido creada en y para el cine, quizá esté ya en mejores condiciones de responder a su intención de adaptar la primera, la original, compuesta con la vieja alquimia de las palabras.
            
   Sin ánimo de menospreciar su valía y calidad como obra cinematográfica, me permitiré el lujo de poner, al hilo de los comentarios anteriores, un ejemplo negativo de adaptación al cine de una obra literaria. Raoul Ruiz estrena en el año 1999 El tiempo recobrado, película basada en la novela del mismo título en la que podemos ver a Proust como un personaje más, aquejado de los problemas respiratorios que se lo llevarían tan joven, e implicado en las dificultades sentimentales, económicas y de todo tipo que atraviesan algunos de sus personajes. No se trata en absoluto de una mala película, ya que en ella los detalles están cuidados y el reparto bien elegido; pero le falta algo. Carece de chispa, de la vivacidad y el amor por las infinitas ramificaciones del discurso que pueden encontrarse en los libros del autor. Es un intento notable, desde luego, pero que tropieza con el inconveniente que antes comentaba y que se debe al hecho de haber centrado la atención en las anécdotas y no en el espíritu que las anima.
            
   Algo parecido, aunque en otro aspecto, sucede con la magnífica obra de la escritora Marguerite Duras. El amante, novela publicada en 1984 con un inmediato revuelo mediático —y el correspondiente éxito de ventas— es adaptada al cine en 1991 por J.J. Annaud en una película del mismo título. La historia narra la relación de la propia autora, todavía una niña, con un hombre aún joven pero, en cualquier caso, ya adulto, hijo de una familia acaudalada en la Indochina de los años 30. Dejando a un lado las evidentes reservas que puedan tenerse hacia su tema, lo cierto es que la obra supone un deslumbrante ejercicio de selección de recuerdos, de elaboración lírica de sus detalles y sus significados, cuyo resultado es una narración escueta, llena de sabiduría creadora, tan rica en detalles sensoriales como otras novelas previas de la autora, por ejemplo Moderato cantabile  o Las diez y media de una noche de verano.
            
   La adaptación al cine de El amante, aunque no es una mala película y cuenta con aciertos en cuanto a fotografía, ambientación, elección de los escenarios e incluso un cierto ritmo narrativo —señales todas ellas del buen hacer del artesano— comete, en mi opinión, un craso error: colocar en el centro del argumento las escenas de sexo. La búsqueda del morbo, facilitado por el escándalo previo que había supuesto la publicación de la novela, acaba con casi todo el interés humano y poético que contiene la historia. Ni siquiera el comentario acerca de la sordidez presente de manera obvia en la relación, alentada por la madre y los hermanos de la protagonista como posible remedio a la pobreza de la familia, logra sobrevivir a ese velo de carnalidad que tapa lo que debería ser el verdadero foco de nuestra atención. La imposibilidad de un amor que no es, realmente, amor debería poder llenar una hora y media de película. Hubiésemos querido que se nos hablara de la búsqueda de los protagonistas, de sus contradictorios sentimientos basados en la diferencia de edades y clase social. La falta de confianza en estos contenidos, y quizá también la ausencia de una voluntad de mostrarlos, la reducen en cambio a un simple y anodino drama salpicado de desnudos.
            
    El uso de la memoria como herramienta narrativa supone un logro de la técnica literaria del que el cine ha sabido tomar buena nota. En las páginas de Cumbres borrascosas (Wuthering Heights, 1847), de la autora Emily Brönte, encontramos una presentación de la historia en forma de larguísimo y apasionante “flashback” a dos voces, pertenecientes a dos personajes secundarios en los que recae el papel de testigos. Resulta incalculable, a estas alturas, el número de argumentos cinematográficos y televisivos, además de literarios por supuesto, que han adoptado este mismo esquema para desenvolver la madeja de su intriga.
            
   Mención propia y aparte merece el empeño maestro de ciertas voces por desaparecer, al menos en apariencia, tras las historias que cuentan. En un cierto momento de su carrera, el autor norteamericano Truman Capote, fino estilista literario y dueño de una rica paleta de recursos, quiso adentrarse por el camino de la confusión voluntaria entre realidad y ficción y trabajó durante años en ese abismo llamado A sangre fría (In cold blood, 1966). Se trata de una novela tan bien escrita como terrible en el desarrollo de los pormenores de un absurdo y gratuito crimen. Su tono resulta deliberadamente objetivo y donde antes el talento de su autor se había caracterizado por la presencia de un “yo” de aguda mirada, ahora elige retraerse para dejar los detalles de la historia en un primer plano. Capote, con su instinto para lo mediático, acuñó un nombre para la dirección que había tomado su inquieta creatividad: “nuevo periodismo”. El resultado fue un libro perturbador e híbrido, donde el pulso del novelista sostiene el empeño del periodista por mostrar una realidad, hacerla entendible. Algo que no es del todo reportaje ni ficción aunque tiene elementos de ambos; y que se nutre de la capacidad de su artífice para saber el espacio que debía conceder a cada género a fin de que la combinación funcionase.
            
   Solo un año después de su publicación, A sangre fría obtiene una adaptación al cine de la mano de Richard Brooks (In cold blood, 1967), artesano eficaz, adaptador frecuente de obras literarias y autor, él mismo, de algunas novelas. Se trata de una película impresionante en muchos aspectos —guión, reparto, fotografía—, y que por sus especiales características estaría a medio camino entre los dos extremos que comentaba al comienzo de este artículo. Aunque no es una obra estrictamente personal, ya que en ella resulta muy importante la existencia de un público previo, lector del libro, que esperaba una fiel adaptación, está muy lejos de tratarse de un simple producto: Brooks hace suyo el mensaje y utiliza su amplia experiencia como narrador y cineasta para construir una visión propia y llena de aciertos artísticos sobre la alienación humana y el sinsentido de la violencia y de misma muerte, la administre quien la administre.
            
   Tanto Marguerite Duras como Truman Capote usaron, según se ha visto, el material de sus propias vidas para elaborar obras de ficción llenas de poesía y de verdad. En una faceta algo más oscura y tremendista, Curzio Malaparte hará lo propio para fabricar el mito de su personaje literario. Intelectual y periodista italiano que comenzó la II Guerra Mundial en el bando fascista y la acabó —con ciertas reservas— en el aliado o, al menos, en el contrario al dictador Mussolini, nos pinta en sus dos principales novelas, Kaputt y La piel (1944 y 1949, respectivamente), una Europa que es un cadáver en descomposición y cuyos habitantes hormiguean, inquietos, sumidos en el miedo y los viejos afanes: supervivencia, avaricia, lujuria, odio racial y político, etc. Pinta el autor a Italia y los italianos como culpables e inocentes a la vez: un pueblo que, al igual que otros muchos —no hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos— alza el saludo fascista cuando toca y, cuando la vez pasa, reniega de él. Para hablar de los horrores vividos y los novelados, Malaparte utiliza un estilo rico, cadencioso, cuajado de ironía y referencias clásicas. Su mejor hallazgo quizá sea, como ya se adelantaba, él mismo: un personaje capaz de cinismo y ternura, dotado de un ojo de sagacidad casi imposible y una posición política ambigua, para quien el autor inventó un nombre a la altura su cualidad de trágico observador. La memoria, presentada como un enorme espejo deformante,  juega en esta obra un papel esencial. En las páginas de las novelas y relatos de Malaparte aparecen condesas, partisanos, taberneras, soldados norteamericanos y fascistas, mujeres obligadas por su pobreza y por la brutalidad de los hombres a prostituirse. Para todos y todas ellas tiene el autor unas palabras, a todos sus rostros parece querer prestar atención y entendimiento, aunque a veces el resultado sea, más bien, una parodia.
            
   De vuelta al género cinematográfico, pero dejando a un lado por un momento los aciertos y desaciertos de las adaptaciones, dos títulos destacan de entre los producidos en las últimas décadas en los que el tema de la memoria resulta central. Memento (Christopher Nolan, 2000) utiliza una estructura narrativa inversa para hablar de los mecanismos del recuerdo y de la manera en que el autoengaño puede formar parte de nuestra necesidad continua de buscar una finalidad a la existencia. Sin escapar a los tópicos del cine negro, se trata de una historia de intenciones metafísicas y llena de pistas falsas, equívocos y sombras chinescas, como la propia memoria.     
            
   Con un lenguaje visual mucho más atrevido y un uso también algo más consciente y paródico de los roles clásicos del cine noir, la impactante Carretera perdida (Lost highway, David Lynch, 1997) vuelve a contarnos la historia de una huida desde el recuerdo a la fantasía, en este caso motivada por un horrendo crimen machista. Todos los resortes del género policíaco e incluso algunos del cine de terror son utilizados por el autor junto a su especial talento para crear atmósferas tan originales como inquietantes, que logran rozar nuestros peores miedos y más arraigados tabúes. La memoria juega en esta película el papel de un enorme y variado escenario, un pantano erizado de peligros: el perseguido corre a su través, sintiendo en la nuca el aliento de sus perseguidores; huye, y no se sabe bien si huye para eludir el castigo o en busca de una excusa, la narración de los hechos que le permita no enfrentarse a su culpabilidad.
            
  También en el esquema detectivesco clásico juega la memoria un papel protagonista. En la superficie de este tipo de historias destacan sobre todo los detalles morbosos acerca de los crímenes que ocupan el lugar central de su argumento, y el enigma acerca de la identidad de su autor o autores. Sin embargo, en algunas de ellas también podemos encontrar algo un poco más valioso para este análisis. Cuando una trama se repite de manera siempre igual, o muy parecida, sus rasgos adquieren una cierta ligereza, se vuelven intercambiables; y esto nos permite apreciar mejor lo que pueda haber debajo, si es que hay algo.
            
   La investigación detectivesca se desarrolla siempre a través de la reconstrucción de unos hechos: esta obligada a confiar en la memoria de los implicados en el crimen, que en muchos casos estará alterada, será parcial o incluso falsa. Con ello la misma identidad de los personajes resultará ser algo relativo, variable, sujeto a intereses, culpas o temores. Cada protagonista intentará presentarse del modo que interese más a su aparente inocencia. En las historias de Agatha Christie, Conan Doyle, Gaston Leroux o Wilkie Collins, por poner solo algunos ejemplos ilustres, la investigación no es únicamente un intento de descubrir a los criminales, sino también un regreso a lo ya sucedido para el que resultará imprescindible ir apartando, uno tras otro, los velos colocados alrededor de la verdad por las falsedades o los errores.
            
   Aquella identidad de la que se hablaba, la que caracterizaba a los distintos personajes tal y como nos fueron dados a conocer al principio de la narración, irá cambiando ante nuestros ojos cuando se vean sucesivamente obligados a reconocer sus mentiras. La memoria inicialmente propuesta es luego minuciosamente cuestionada, destruida, y con ello se nos transmite un claro mensaje: las cosas no son lo que parecen.
            
   Este género cuenta con numerosísimas adaptaciones al cine y la televisión, en su mayoría concebidas como simple entretenimiento. A pesar de todo, algunos de esos títulos logran tener un cierto interés, ya sea por contener una velada crítica social o debido a ese cuestionamiento del que hablaba antes respecto a la identidad y sus aristas. Asesinato por decreto (Bob Clark, 1979) o Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet, 1974) son películas amenas, llenas de entrañables clichés; pero también dejan espacio para la reflexión acerca de la parte más cruel y oscura de la naturaleza humana y la contingencia de muchas de las ideas que damos por sentadas. Bajo la superficie de algunos argumentos que parecen consagrados a la única y relativa gracia de despejar una incógnita sencilla, quizá encontremos razones para cuestionarnos lo relativo de toda narración de los hechos, sea propia o ajena. Puesta en duda la inocencia de nuestra percepción y de los recuerdos en los que se basa, será fácil desconfiar también de la que suele presentarse como su cómplice: esa que tenemos la costumbre de llamar nuestra identidad.

   (http://margencero.es/margencero/imaginacion-y-memoria/)

miércoles, 9 de mayo de 2018

PROBATIO DIABÓLICA



   (Artículo publicado en la revista "Sin ir más lejos" de la ONG Córdoba Acoge)

   
   Todo es político. Con esta frase no pretendo contagiar una ideología ni resultar sentencioso: es la simple enunciación de un hecho. Todo es político para quienes hacen la –mala– política; todo forma parte de este empeño para esas personas cuya obsesión las veinticuatro horas parece ser dirigirnos. Y para quienes no tenemos intención de dirigir nada excepto nuestras propias vidas, la obsesión por mandar de esas otras personas comienza a resultar importante desde el momento en el que pretendemos comprender un aspecto cualquiera de nuestra realidad más inmediata. Sí: nuestra realidad, aunque no nos consideremos parte de lo suele llamarse “la política”, pasa por ella, forma parte de ella, está supeditada a ella. Nosotros y nosotras lo estamos.


   Tomemos, por ejemplo, el caso de las personas solicitantes de asilo en nuestro país. La ley que regula este asunto es del año 2009; un norma reciente, como vemos. Su articulado prevé una escueta lista de derechos y una larga y pormenorizada relación de requisitos que cada solicitante ha de cumplir para obtener una resolución favorable. Detengámonos aquí un momento, volvamos atrás. Unos pocos derechos y muchos requisitos; este sería un resumen de la primera impresión que causa el conocimiento de la norma. Ante esto, cabrían sin duda valoraciones muy diversas, todas ellas más o menos relacionadas con la idea de “seguridad”. Es necesario asegurarse de que quien pide asilo no lo hace con ninguna mala intención, estar seguros de que no miente para lograr su objetivo de ser acogido.

   Bien, desde luego no me gustan las malas intenciones ni las mentiras, y aún así no termino de verlo claro. Mi objeción a este enfoque del asunto podría formularse como sigue: ¿por qué presuponer que quien solicita asilo lo hace movido por una mala razón, una finalidad dañina para la ciudadanía del país donde quiere residir?

   Podría decírseme que la ley del 2009 no hace nada semejante; que solo intenta asegurar la fiabilidad de las personas que pueden obtener la carta de residencia, etc. etc. Pero lo cierto es que la proporción a la que antes me refería (pocos derechos, muchos requisitos) no deja lugar a dudas: la actitud de los legisladores hacia la concesión del asilo es negativa. No quieren que resulte fácil obtener ese asilo; quizá desearían en el fondo que muy pocos, solo los escogidos, pudieran conseguirlo.

   Esta última afirmación puede, de nuevo, parecer demasiado rotunda, una sentencia. Recuerdo la frase que la escritora francesa Marguerite Duras menciona en su libro Outside: la objetividad, en periodismo, no existe. Creo que tenía razón. Sin embargo, este justo pensamiento tampoco puede llevarnos a despreciar nuestras propias impresiones, nuestras intuiciones. La ley del año 2009 no quiere que se concedan peticiones de asilo, o al menos, desea asegurarse de que esas resoluciones positivas serán las mínimas posibles: esta es mi impresión al leer su articulado, al conocer las exigencias que impone a las personas solicitantes.

   Cada cual debe juzgar por sí mismo. Para ello, veamos uno de los requisitos que deben cumplirse en la solicitud. Se pide a cada solicitante que incluya, de manera motivada y con datos concretos, una narración de las circunstancias políticas y sociales que le han llevado a tener que huir de su país y que, por tanto, justifican su deseo de residir en el nuestro.

   De hecho, la idea es que la persona solicitante debe probar que esas circunstancias políticas y sociales existen y que le afectan de manera personal y directa. Tiene que probarlo. ¿Cómo se prueba que la guerra le arrebató a uno todo cuanto tenía? ¿O que nuestra familia ha muerto, víctima de una venganza étnica, o sospechamos que ha muerto porque no dispusimos de tiempo para comprobarlo mientras huíamos para salvar la vida? ¿Cómo se prueba que nuestra casa y todas las de alrededor fueron destruidas por una bomba de la que no sabemos qué bandera figuraba pintada en su lateral?

   Es un regreso a lo que en derecho se conoce con el nombre de probatio diabolica. Una exigencia medieval de que el acusado por un delito probara su inocencia, frente a la presunción de culpabilidad que pesaba sobre él. Digo medieval porque en la asignatura de Historia del Derecho suele explicarse que su vigencia desapareció después de terminada la Edad Media, allá por el siglo XV. Sin embargo, lo cierto es que desde entonces han sido muchos los casos de probatio diabolica aparecidos en la normativa de todos los países, incluido el nuestro, claro está. Me atrevería a afirmar que la presencia de este tipo de norma que impone malignamente a un acusado la necesidad de probar su no culpabilidad es evidente en el Derecho Administrativo. Y que resulta aún más cruel y chocante que la lógica inversa de la probatio diabolica se aplique a personas que ni siquiera están en la situación de acusadas, sino que son, directamente, víctimas. Esta paradoja no solo autoriza la exageración para ilustrarla, sino que casi parece pedirla a gritos. No resulta difícil imaginar, en una escena fantástica y teatral, a un tribunal con aires de Inquisición juzgando cada caso de asilo: ocupan el estrado tres figuras graves, de labios apretados, que pasan las hojas de misteriosos informes de ignorado contenido y cuchichean entre ellos. La persona que compadece ante este tribunal, y que aunque acude ante él como víctima de abusos y persecuciones es llamado, una y otra vez, “el acusado”, suda a causa del nerviosismo y espera con inquietud las preguntas de los miembros del tribunal.

   Por fin llega el interrogatorio. Cada vez que el miembro del tribunal formula una pregunta, con unas pocas palabras de duro acento, una voz distante las repite desde algún otro rincón de la sala, como un eco de tono aflautado. Quizá sea el secretario encargado de recoger todo lo que se dice en un acta.

   — ¿Nombre?

   — …

   — ¿Edad?

   — …

   — ¿Estado civil?

   Estas primeras cuestiones de fórmula se alargan un rato, angustiosas,  innecesarias incluso puesto que todos esos datos ya figuran en los papeles de los que dispone el tribunal. Por fin, la primera parte de la declaración termina:

   — Ahora se procederá a interrogar al acusado de los motivos de su comparecencia —Anuncia el magistrado; y, dirigiéndose de manera repentina hacia la persona solicitante, le interroga con brusquedad— ¿Por qué pide asilo?

   La persona, el acusado en palabras del miembro del tribunal, expone su situación con tono vacilante. Ha pensado muchas veces en este momento, en cuál debía ser exactamente su respuesta a esta pregunta que, según le habían advertido, le sería formulada. En cambio ahora, presa del nerviosismo, es incapaz de recordar lo que se había propuesto decir, aunque solo era la verdad. La verdad tendría que bastar, debería siempre ser suficiente para defenderse por sí sola; pero no es así. En muchos lugares y momentos, la verdad puede obtener muy diferentes resultados dependiendo de cómo se formule.

   Y la que ahora consigue expresar la persona solicitante no basta. Es la verdad, sí, pero carece de un buen relato, no está adornada con la narración de profundos y gratuitos sufrimientos, al gusto, por ejemplo, de una mayoría de programas de televisión. En ella no hay héroes ni heroínas; no tienen lugar huídas a la luz de la luna ni angustiadas búsquedas de un familiar cercano entre los fuertes vientos de una tormenta o las potentes corrientes de un maremoto. ¿Qué hacer  con una verdad a la que faltan momentos de emoción, tensiones, aventuras y la promesa de un final feliz?

   El miembro del tribunal lo tiene muy claro:

   — Petición rechazada. El solicitante de asilo no ha logrado justificar de manera suficiente a juicio de este tribunal la necesidad de la concesión de esta gracia. Ni siquiera ha hecho llorar a mi compañero, y eso que es un auténtico sentimental de lágrima fácil.

   Y señala a su lado, donde otro de los miembros del tribunal asiente con expresión decepcionada: con lo que a él le gusta echar un llantito antes de la comida y le vienen con esta historia insulsa. Hace un gesto con la mano: no, no, imposible conceder la solicitud. Nada, que se vaya y deje sitio al siguiente, a ver si este tiene algo más interesante que contar.

   Aquí termina la escena, por supuesto del todo imaginaria, de lo que podría ser emocionalmente un proceso de solicitud de asilo para quienes tienen que pasar por él. Y de nuevo volvemos a mi intuición, mi personal impresión acerca de la ley del 2009: muchos requisitos y pocos derechos, que equivalen a un deseo de que se concedan el menor número posible de solicitudes de asilo. ¿Hay quien puede encontrar que esta última afirmación tiene un carácter político? Puede ser, puede ser. Todo, si bien se piensa, es político.