(Artículo publicado en la Revista Almiar, del colectivo Margen Cero, en su número correspondiente a septiembre-octubre)
Veo al pequeño operario del pantalón
de peto ante la lengua interminable de la cadena de montaje, que pone delante
de sus manos una sucesión de piezas metálicas iguales. Tiene que apretar una
tuerca tras otra con idéntico, veloz y repetido giro de muñeca. Si se distrae
un momento perderá el ritmo; y también si no realiza la maniobra tal y como le
han enseñado que debe hacerse. En ambos casos las consecuencias pueden ser
terribles. ¿Cuándo se ha visto que una simple pieza del engranaje se permita el
lujo de interrumpir el funcionamiento del enorme y complejo mecanismo al que
pertenece? No, no, de ninguna manera: si es necesario, puede cambiarse la pieza
misma en un instante y asegurar la continuidad del trabajo.
Consciente de su naturaleza
prescindible, el operario se esfuerza por no cometer errores; pero, a fin de
que el beneficio no deje de crecer, la velocidad del trabajo debe además
intensificarse sin cesar y, en esa prisa obligatoria, los errores resultan casi
inevitables. En un momento dado el operario tiene que desplazarse
peligrosamente a lo largo de la cadena de montaje para que su ritmo no se rompa
y, aprovechando un tropiezo, las fauces del gigantesco monstruo al que la
cadena alimenta, hecho de metal y humo, lo engullen con un indiferente gesto de
sus mandíbulas.
Ahora el pequeño operario está en
las entrañas de la fábrica, y su cuerpo es machacado por la forma dentada de
enormes engranajes; pero, ya sea porque el hombre es muy delgado y pequeño, o
ya porque el estómago del mecanismo no tiene interés alguno en digerirlo, el
caso es que después de un rato lo expulsa por uno de sus orificios, algo
maltrecho pero vivo.
Recuerdo haber visto por primera vez
esta larga escena en la televisión cuando era niño, y que ya entonces la
expresividad de las imágenes llamó mucho mi atención aunque solo años después
llegaría a saber que pertenecían a la película Tiempos modernos (Modern
times, 1936), de Charles Chaplin. Lo cierto es que ni siquiera aquella
primera vez sentí ganas de reírme al verla: siempre ha tenido el poder de
transmitirme una profunda y viva angustia, la del protagonista atrapado al que
las ruedas dentadas llevan por donde quieren y amenazan, además, de muerte por
asfixia. Tengo una idea de que, justo después de esta escena que de forma tan
indeleble se ha grabado en mi memoria, el pequeño operario se marchaba o quizá
era despedido de la fábrica y emprendía un fatigado camino de regreso hacia su
casa, una minúscula choza en las afueras. Y yo veo que al final de ese
trayecto, cuando casi tiene la manija de su destartalada puerta en la mano, el
pequeño operario se cruza con otra figura que recorre el mismo sendero y hace
en su dirección un gesto de saludo breve pero significativo, como si se
conocieran desde hace tiempo. Es un hombre que también viste ropas de trabajo y
que, igual que él, tiene aspecto de estar muy cansado —hay pasos en los que,
sin darse cuenta, arrastra los pies—. De este hombre sé, además, cómo se llama:
es Stephen Blackpool, su oficio es el de tejedor y está empleado en una enorme
fábrica a las afueras de una ciudad inglesa. De él resulta importante conocer
dos datos. Uno es el nombre de la mujer a la que aprecia, respeta y ama,
Rachael, que también trabaja en la fábrica durante larguísimos turnos; otro,
una noción que ambos comparten y de la que, a través de diversas circunstancias
adversas, resulta depender el sentido de su propia humanidad. Este segundo dato
es que Stephen y Rachael son dos personas con un hondo sentido de la dignidad.
Sus vidas son difíciles, muy pobres y esforzadas, sí, pero no por ello
descienden al nivel de un servilismo exagerado o caen en el error de dejarse
menospreciar, ni por los obreros como ellos ni por quienes toman las decisiones
desde los despachos y salones de enormes y distantes casas de dos o más
plantas.
La trama en la que Stephen y Rachael
se ven implicados es ahora lo de menos. Ambos son personajes de la novela Tiempos difíciles (Hard Times, 1854), de Charles Dickens, cuyos personajes podrán a menudo
engañarse a sí mismos pero nunca engañar a la persona lectora: su papel es el
de retratar las duras condiciones en las que subsistían los millones de obreros y
obreras que nutrían a la floreciente industria de mano de obra, al bajo precio
de concederles lo mínimo para su supervivencia. Pero también encarnan esa
dignidad de la que antes se hablaba, no hay que olvidarlo. No hay fortuna ni
condición social, parece decirnos Dickens, que puedan proporcionar el orgullo y
la dignidad que no se posean por elección, por una decisión propia tomada a
pesar de todas las adversidades.
Rachael y Stephen son personas
afables, conocidas y apreciadas, si no por mucha gente, sí al menos por alguna
que merece la pena. En mi imaginación, ya que no en la intangible realidad de
la historia, una de esas personas que siente cariño por ellos es Maud, empleada
en una enorme lavandería donde pasa la jornada entre grandes barricas de madera
donde las sábanas, los manteles y las prendas de ropa blanca se cuecen en agua
caliente. También, a veces, ocupa uno o varios turnos frente a la mesa de
planchado y su hierro al rojo vivo. Maud trabaja para sobrevivir, claro, y para
dar de comer a su hijo. Está casada, parece que felizmente, con otro trabajador
de la lavandería. Aún es joven y está llena de energía e ilusiones. Tal vez por
eso le cuesta asumir que su vida vaya a consistir en el mero cumplimiento de
sus papeles de esposa, madre y obrera. En su interior late un profundo deseo de
participación: Maud quiere implicarse en lo que la rodea.
Esta implicación no resulta, en su
caso, nada fácil. Maud pertenece a un tiempo en el que las mujeres no tenían
reconocido el derecho al voto, ni a ser titulares de bienes o a firmar sus
propios contratos de trabajo; de hecho, apenas eran consideradas otra cosa que
criadas útiles. El movimiento denominado “sufragismo”, y que surgió en esa
misma época, a principios del pasado siglo XX, supuso el inicio del cambio en
la situación que acaba de describirse. Las mujeres empezaron, sencillamente, a
exigir lo que era suyo: derecho a ser consideradas como sujetos independientes
y con relevancia y personalidad jurídica y social. Esta lucha y sus numerosos
obstáculos han sido retratados con fidelidad y talento en la reciente película Sufragistas (Suffragette, Sarah Gavron, 2015). Por ella conocemos la historia de
Maud, su esforzada reivindicación para ser considerada no solo trabajadora,
sino también ciudadana; cómo se ve obligada a alzar el puño, incluso en contra
de quien ella creía que la amaba, por su derecho a un voto en las elecciones
que le otorgará la posibilidad de presionar para que sus condiciones de vida
mejoren. Pero no por un simple deseo de prosperidad, sino para abandonar el
estatus de esclava y acceder al de persona que ejerce una prestación laboral
remunerada; una mujer que podrá ser madre y esposa o no serlo, pero a quien
siempre debe considerarse y valorarse por sí misma. Como predice y advierte el
lema ya conocido a quienes siguen padeciendo de ceguera y sordera selectivas, “lo personal es político”.
Mientras Maud se dirige al punto de
reunión con otras compañeras de causa sus pasos se cruzan con los de un hombre
que camina despreocupado, con las manos en los bolsillos del pantalón y una
expresión soñadora en la cara. Su aparente distracción en temas quién sabe si
elevados, artísticos o domésticos no le impide, cuando Maud pasa por su lado,
mirarla de arriba debajo con una actitud más bien grosera y, a continuación,
emitir un veredicto no solicitado en forma de silbido. No es el escritor Henry Miller,
que una vez la mujer dobla la siguiente esquina vuelve a sus cavilaciones, un
hombre del todo carente de sensibilidad o empatía hacia las posibles
inquietudes de las mujeres, pero es cierto que una anticuada y muy conveniente idea
sobre su propia importancia y acerca de la importancia y centralidad de los
hombres en general le impide, normalmente, ver más allá de sus narices en este
asunto. La cosa cambiará cuando la mujer en cuestión sea sujeto de sus
atenciones, pero no es esta ignorancia y debilidad suya, que el público lector
conoce de sobra a través de sus libros, lo que ahora nos importa, sino hacia
dónde se dirige. Esta es precisamente la época en la que el autor
norteamericano aún no se ha desarrollado plenamente como tal y mantiene un
precario empleo en las oficinas de la que él bautizará luego como “Compañía
Cosmoccócica de Telégrafos” (New York, U.S.A.) No se trata, ni mucho menos, de
un trabajo que H. Miller haya buscado, sino que más bien podría decirse que el
trabajo lo ha encontrado a él. Allí, en las oficinas de la Compañía, desempeña
la ardua tarea de coordinar a los carteros encargados de llevar los telegramas
a su destino. Es una misión casi imposible, porque esos carteros cambian de
forma continua, son despedidos casi todos los días, abandonan o se los
sustituye por otros; H. Miller nos pinta un retrato del funcionamiento diario
de este medio de comunicación muy parecido al que podría haber llevado a cabo
el Bosco si, en lugar de pintar el tríptico de El jardín de las Delicias, hubiera preferido escribir prosa.
Identidades, orígenes étnicos, culturas y formas de entender el mundo se
suceden en un carrusel incansable, un variopinto caos del que su gestor y
corresponsal nuestro encuentra la manera de sacar aprendizajes y argumentos
para tener una imagen del mundo y de quienes lo habitamos positiva por su
riqueza y variedad. Brutal muchas veces y siempre sometida al azar, pero
empapada de humanidad y de los matices casi infinitos y casi geniales de lo
sensible.
El trabajo, para un H. Miller que
sueña con convertirse en escritor, empieza ya entonces a convertirse en lo que
serán todas las actividades que emprenda, artísticas o no, a lo largo de su
vida y de manera independiente a su voluntad: fuente de impresiones e ideas
para sus escritos. En las páginas de sus novelas falsamente autobiográficas,
como Trópico de Capricornio (Tropic of Capricorne, 1938), anécdotas e
imaginación se mezclan de forma casi indistinta para ilustrar el ímpetu que el
H. Miller persona sentía por convertirse en el Miller artista. Se nos
presentará a multitud de hombres y mujeres, pasaremos por sitios desconocidos y
se nos volverán a mostrar otros conocidos pero en cuyos detalles no habremos
reparado. Nuestra manera de percibir el tiempo tendrá que adaptarse a un ritmo distinto,
el de las historias y razonamientos del autor, cuya aspiración parecía
consistir en plasmarse a toda velocidad con sus prejuicios, deseos, recuerdos y
quejas antes de que las fuerzas necesarias lo abandonaran para siempre. Para
Miller, el verdadero trabajo consistía en ver, escuchar, sentir; en
experimentar para luego poder escribirlo.
No tengo muy claro en qué
circunstancias podrían encontrarse H. Miller y el siguiente personaje de este
recorrido o ensoñación. Tal vez por pura casualidad, en el banco de un parque al
que los dos hubieran ido a sentarse para descansar en el curso de uno de sus
largos paseos, aunque no sé si llegarían a cruzar una sola palabra porque
Robert Walser parecía ser, a diferencia de alguno de los personajes de sus
relatos y novelas, bastante tímido. Como en este texto Robert aparece, él
mismo, a modo de personaje, resulta un poco más fácil concebir que ese diálogo
pudiera llegar a producirse. De todas formas, en una mayoría de los gestos y
razonamientos que atribuye a sus creaciones me parece reconocer algo de su
personalidad, sensible e inconstante.
En la obra de Walser vida y trabajo
se confunden en una misma experiencia que ocupa todas las horas del día y
acapara energía y reflexiones porque, con cada empleo, Robert Walser se ve
convertido en la nueva persona que lo realiza, distinta con respecto a las
anteriores, y que intenta amoldarse a ese gran cambio durante el tiempo que
dura. Quizá esta mímesis tenga lugar, precisamente, porque para él no existe la
noción del trabajo definitivo, del oficio de por vida, y permitir que cada uno
de los empleos sucesivos lo invada y requiera su atención por completo es como
vivir muchas vidas dentro de su existencia única y errante.
El trabajo abandona, en sus libros,
el terreno de lo simplemente práctico para convertirse en un problema
filosófico. Sus personajes trabajan como viven, es decir, llevados de un
impulso que primero puede ser muy fuerte y aparecer cargado de ilusión, pero
que después cambiará inevitablemente de dirección y los llevará por lugares y
actividades muy distintos. No se les puede pedir el esfuerzo permanente y
estático que otros y otras realizarían gustosos para echar raíces, porque
ellos, como el mismo Walser, no soportarían esa atadura mucho tiempo. Y, como
en uno de sus relatos, el protagonista agonizaría entre continuos vistazos al
reloj de pared de la oficina para asegurarse de que, aunque con mucha lentitud,
los minutos y las horas pasan y se está un poco más cerca del momento de diaria
liberación del yugo, la gloriosa ocasión de salir a las calles y recorrerlas,
cruzarse con sus gentes, abandonarlas luego y alejarse hasta el campo para, a
través de la belleza de sus parajes, soledades y accidentes, completar los
incontables tramos de un eterno paseo.
Mucho más fácil me resulta imaginar
una conversación casual, iniciada con cualquier excusa, entre Robert Walser y
Antoine Doinel, personaje y alter-ego del director de cine François Truffaut.
Ambos son caracteres amigables, los dos acostumbrados a un ejercicio de adaptación
casi continuo, el que impone su misma necesidad de novedades. A lo largo de las
películas protagonizadas por Doinel le vemos primero como un niño sin familia
ni arraigo, aunque lleno de ganas de experimentar y descubrir (Les quatre cents coups, 1959) y luego
como un adulto que vive muy diversos avatares, unas veces azarosos y otras
buscados por él mismo. Porque, en primer lugar y ante todo, Doinel será Doinel
y hará las cosas por motivos propios, un poco a la manera de su nuevo amigo R.
Walser, con el que ahora charla de forma animada en un banco cualquiera de un
parque umbrío pero alegre. Gracias a Besos robados (Baisers volés, 1968) por ejemplo, sabemos que en una cierta época
de su vida ejerció como detective privado, aunque se demostró como un investigador
muy poco profesional al enamorarse de la misma mujer cuyos pasos, según el
encargo, debía seguir. Como puede verse, en su forma casi vertiginosa de
cambiar de un empleo al siguiente —Doinel también se habrá desempeñado como
operario de una fábrica de vinilos y a su afán detectivesco le seguirá un
período como técnico de reparación de televisores— hay mucho de
superficialidad, de falta de voluntad o imaginación. Pero él las suple con
inocente egoísmo, con simpatía: una actitud que lleva al espectador a encogerse
de hombros como diciendo “qué le vamos a hacer, este chico es así”.
A medida que avanza, este artículo
parece basarse, entre otras cosas, en mi personal impresión acerca de si
determinados personajes, que pueden ser o no además personas reales, se
llevarían bien entre sí. Claro que, por un lado, esta insistencia mía no es
otra cosa que un pequeño instrumento narrativo que me permite hilar las partes
de mi discurso. Pero también guarda una cierta relación con el tema del que en
esta ocasión me he propuesto tratar: y es que el trabajo, el trabajo humano, no
es una noción abstracta, no es un concepto. Las ideas por las que se rige son
tan fundamentales como su misma realidad, pero no la fabrican día por día. No,
lo que da forma al trabajo tal y como lo
conocemos es la relación entre las personas que supone y que provoca. A pesar
de las formulaciones más modernas y neoliberales acerca del tema, y que tienen
como uno de sus objetivos lograr que nos aislemos unos de otros, nadie, ni una
sola persona, desempeña su trabajo en una soledad absoluta; nadie lo realiza
por completo de espaldas a los demás.
Quizá por eso este recorrido por
diferentes historias nació no solo como una asociación debida a sus respectivos
argumentos, sino también y sobre todo como una relación entre sus autores y
autoras, sus protagonistas. Debía ser posible, saltando por encima del espacio,
cruzando a través del tiempo, que ellos y ellas hubieran podido encontrarse,
entablar algún tipo de relación aunque fuese casual.
Por supuesto, también en mi caso
rige esta condición ficticia, aunque suavizada: como autor del texto mi
privilegio es el de limitarme a observar, con tal de estar en el lugar y en el
momento adecuados. Ahora, por ejemplo, dejo a Walser y Doinel en su banco del
parque y sigo mi camino a lo largo de las extensas y populosas calles de la ciudad,
que es bastante grande y vive en una actividad continua. Me detengo, en un
momento determinado, frente a un paso de cebra, a la espera de que el semáforo
cambie de color y me permita el paso. Un taxi se despega de la corriente de
vehículos y se acerca a la acera con suavidad, hasta detenerse. La puerta
trasera se abre y del taxi baja una mujer ya de cierta edad, mientras otra, más
joven, paga la carrera al conductor. Las dos parecen estar de buen humor,
sonríen mientras se alejan del taxi y comentan entre sí los detalles de algún
jugoso episodio. No imagino de qué se puede tratar hasta que, movido por la
curiosidad, me fijo con más atención en el conductor, un hombre un poco
rechoncho, de cabello negro, rasgos muy morenos y franca expresión. Entonces lo
reconozco y entiendo el porqué de la escena. El taxista es Jafar Panahi, el
director iraní de cine condenado por el gobierno represor de su país a no poder
filmar ni estrenar películas; sus últimas pasajeras deben haberlo reconocido
también y por eso sonreían, cruzando con él bromas acerca de su situación y de
los procedimientos por los que ha conseguido, en varias ocasiones, burlar las
estúpidas prohibiciones de la censura. Así ocurría en la película que lleva
precisamente el título de Taxi Teherán (2015). Jafar instaló una cámara en el salpicadero de un taxi y, en
un supuesto ejercicio de improvisación y entrega al azar, se lanzó a las calles
de la capital iraní para captar un fresco de las relaciones humanas que se dan
en ella, y donde muchos temas, religión, machismo, dictadura, relaciones
familiares y de pareja, están presentes de manera viva y natural. ¿O no tan
natural? Porque, a medida que la historia avanza, quien ve la película va
siendo ganado por la impresión de que mucho de lo que está viendo no es “real”,
en el sentido de espontáneo, sino que puede obedecer a una cuidadosa puesta en
escena.
Mientras contemplo cómo el taxi se
aleja por la avenida, recuerdo otra película de Panahi, la titulada, con
aparente y paradójico humor, Esto no es
una película (This is not a film, 2011,
Irán). El director habla hacia la cámara de la angustia de su arresto
domiciliario y la censura que pesa sobre toda su filmografía. Su mismo testimonio,
en virtud de ese oscuro humor del que hablaba, supone ya infringir de manera
clara la prohibición. Por medio de esta película que afirma no serlo su
director nos ofrece un testimonio acerca de lo que una dictadura supone para el
arte y quienes lo practican, así como también para aquellos que debido a la
represión no podrán disfrutarlo. El autor quiso dedicarla a todos los
directores y directoras de cine de su país, Irán, cuyas obran han sido también
prohibidas. Si pienso en todas esas personas como trabajadores, y de un tipo
muy aplicado y constante además, ya que su oficio es también lo que más les
apasiona en el mundo, encuentro una faceta del propio trabajo en la que hasta
ahora no había reparado: un medio de expresión y relación con el mundo que, si
les es negado, supone poco menos que negar a la propia persona en uno de sus
aspectos más esenciales. Quizá por eso me conmovió tanto la escena de la
película en la que Panahi relata de viva voz una secuencia de la que tendría
que haber sido su siguiente película y él teme que no le permitan rodar jamás.
Es de suponer que los recorridos
posibles de un taxista por su ciudad no han de ser infinitos, sino que más bien
tenderán a repetirse de manera más o menos circular. Solo unos minutos después
de haberlo perdido de vista, el taxi conducido por Jafar Panahi vuelve a
cruzarse conmigo, esta vez en sentido contrario. Lo sigo con la mirada,
pensando aún en su otra profesión, la de verdad, y eso me permite presenciar la
escena siguiente: el coche se detiene junto a una figura menuda y algo
encorvada que avanzaba con esfuerzo por la acera; es una mujer, ya muy anciana,
que cubre su cabeza con un gorro de lana. El gorro le confiere un aire dulce,
una belleza propia y que ocuparía muchas páginas describir. Oigo que Pahani
pregunta a la mujer si quiere que la lleve a algún sitio.
— No —contesta ella—, no hace falta.
No tengo prisa por llegar y además no llevo dinero para pagarte.
— Sube —insiste él—, no te preocupes
por el dinero. Yo, en realidad, no soy taxista, sino director de cine. Mi
verdadera intención es esquivar a la censura y, mientras lo hago, bien puedo
llevarte a donde tengas que ir.
Al final, después de cruzar algunas
palabras más, la mujer parece convencerse de que las intenciones del conductor
son honestas y deja que la lleve hasta su destino, a las afueras de la ciudad.
Pero, al igual que el taxista no es realmente un taxista, o al menos no solo
eso, la mujer tampoco es solo una anciana que se desplace con más o menos
lentitud de un lugar a otro, hablando con tono educado y prudente a quienes se
encuentre y siempre dispuesta a escuchar lo que los demás tengan que decir.
Durante el trayecto muestra un vivo interés por la otra profesión del ocasional
taxista, le hace muchas preguntas acerca de cómo empezó, qué le impulsó a
querer dirigir su primera película, si le resultó muy difícil conseguir la
financiación necesaria y así por un etcétera que nunca parece satisfacer lo
suficiente la curiosidad de la mujer.
Panahi, aunque algo vanidoso al
igual que todos los artistas, intuye que detrás de aquel amigable
interrogatorio hay un motivo que nada tiene que ver con una posible admiración
por su obra. No, si la mujer quiere saber todos esos detalles es por una razón
estrictamente personal y que, poco a poco, su oído para las preocupaciones
ajenas le indica relacionado con el tema de la ocupación, del trabajo. A la
mujer parece interesarle el hecho, para una mayoría tan cotidiano y prosaico,
de que las personas desempeñen un oficio, tengan una ocupación productiva o
incluso un simple trabajo alimenticio. Sí, trabajar es algo que ejerce sobre
ella una fascinación que, según piensa el director de cine reciclado a taxista,
solo resulta posible en el caso de alguien que jamás haya tenido, por alguna
razón, la oportunidad de hacerlo.
La conversación entre ambos se
alarga sin apenas pausas hasta que, un rato después, llegan a un punto en las
afueras donde la mujer pide al conductor que pare.
— ¿Está segura? —pregunta él—. Aquí
no hay nada.
— Oh, sí, sí, claro que estoy
segura. Por ahí está mi casa.
Y señala a una hilera de árboles que
componen una bella espesura de colores plata y verde claro. El aire agita las
hojas y hace que parezcan pequeñas manos que se vuelven a uno y otro lado con
rapidez en un continuo baile o un juego infantil. El taxista espera hasta que
la mujer baja del coche, cruza la carretera y se adentra, con su paso calmo,
entre los árboles, por donde ahora ve que arranca un estrecho camino de tierra
apisonada y sin indicaciones de ningún tipo.
Se marcha el taxi, lleno ahora con
todas las incógnitas que, de repente, la mujer ha generado en su conductor,
mientras ella recorre el anónimo camino de tierra. Es algo misterioso, un
bosque, aunque su formación resulte por completo natural, con árboles, arbustos
y flores brotadas espontáneamente de la tierra a diferencia de lo que ocurre,
por ejemplo, con las ciudades, a cuya existencia estamos en cambio tan
acostumbrados. Cuando andamos por un bosque todo a nuestro alrededor está vivo,
el suelo que pisamos, las ramas que nos rodean, las que cubren en muchos puntos
el cielo; tan vivo como podamos estarlo nosotros mismos. A ella, a la anciana,
el bosque le gusta mucho; y, en cuanto a este bosque en particular, lo ama
tanto como lo odia porque ha tenido que residir en él toda su vida adulta:
muchos, muchos, muchos años.
La suya es una de esas historias que
muy pocos conocen y casi nadie podría imaginar. La mujer se llama Tokue y es
japonesa. Cuando todavía era muy joven, su hermano contrajo la lepra y, poco
después, también ella cayó enferma. Fue el comienzo de una larga vida de
encierro: en Japón, una ley del año 1953 prohibía a las personas con lepra
residir en proximidad con otras que no la tuvieran y también, como una medida
adicional de supuesta protección de la salud pública, desempeñar cualquier tipo
de trabajo.
La historia de Tokue es la historia
de las miles de personas así condenadas al ostracismo y que se nos cuenta en la
bella película Una pastelería en Tokio
( An, Naomi Kawase, 2015). Una mañana
muy temprano, una mujer ya anciana y de amables modales se acerca hasta una
minúscula tienda de an, un dulce tradicional japonés realizado con pasta de
judías. Su propósito es el que menos pudiera imaginarse, pedir un trabajo. El
pastelero, un hombre taciturno del que solo sabremos que ha estado un tiempo en
la cárcel y ahora trata de recuperar su ilusión y su dignidad, rechaza en un
primer momento la propuesta de Tokue. Sin embargo, la insistencia de la mujer
lo convence de que le permita hacer una prueba. Este será el inicio de una
relación muy especial entre ambos y de nuestra oportunidad de conocer a Tokue,
su particular y vitalista personalidad y su deseo más ferviente: trabajar. Para
ella, tener un empleo significa estar incluida, ser parte de la comunidad de la
que una ley contraria a la empatía y los derechos humanos la apartó en su
momento. Nadie, parece decirnos Tokue, puede existir aislado por completo de
sus iguales, aunque ellos mismos no se consideren como tales y la rechacen. El
trabajo, como medio de vida, incluye a la persona que lo realiza en la dinámica
de funcionamiento de su sociedad; pero supone, además, una forma de
relacionarse, una serie de signos y de significados que permiten la
comunicación con otras personas. El trabajo forma parte de nuestro lenguaje. No
hablarlo puede equivaler, en algunos casos, a un aislamiento forzoso. Claro que
los desajustes del sistema consumista, incapaz de dar respuesta a una mayoría
de necesidades, han generado y generan una situación en la que hay multitud de
personas en desempleo. Es cierto que, en teoría, esto no lleva a una represión
como la que Tokue ha tenido que soportar, pero sí que nos permite intuir cuáles
han debido ser sus impresiones, temores y soledades. Quizá por eso su historia
nos resulte tan conmovedora y, hasta cierto punto, nos identifiquemos con ella
y su profundo deseo de trabajar, de sentirse incluida en la comunidad humana
que permanece, mal que bien, activa. La que produce, sí, pero no para repetir
infinitamente el ciego acto de fabricar cosas, sino por sobrevivir y también,
muy especialmente, para que el intercambio de objetos y servicios sea también
un cruce de puntos de vista y experiencias; a fin de que las personas que
componen esa comunidad interaccionen, se expresen, para que no dejen, nunca
jamás, de hablar entre ellas.