martes, 3 de diciembre de 2019

LA CIUDAD REFLEJO




   El visitante que llega a Lisboa tiene, de inmediato, una tenue pero persistente impresión que no sabe, en un primer momento, a qué atribuir. Se trata de una sensación agradable, aunque tiene una nota de melancolía. Al mismo tiempo, es común que la mirada curiosa note los tirones de un impulso, el de captar la imagen, el detalle que se le escapa por el rabillo del ojo mientras admira otra cosa. Las calles del Lisboa viejo están compuestas por cientos de hermosísimas fachadas. ¿Tendrá que ver esa sensación de la que se hablaba con la decoración de coloridos azulejos cuyos diseños se han vuelto tan célebres? Puede ser; pero no, no se debe a eso únicamente. En muchas de esas fachadas hay huecos y pintadas, proliferan los desperfectos e incluso, en algunas zonas, se dan malos olores. Todo a nuestro alrededor tiene un aire de decadencia que resulta estimulante, profundamente alegre. Tal vez lo que hemos notado al empezar a recorrer las calles sea esa alegría, esa aparente despreocupación del entorno. Es agosto y también hace calor, un calor húmedo que dura lo que la luz del sol y que moja nuestras frentes de sudor mientras recorremos la Rua Boa Vista, el Chiado; a lo largo de las extensas avenidas de aire colonial que llevan hasta Alfama, el viejo y famoso barrio lleno de tascas, compuesto de casas amontonadas de cuyas ventanas cuelgan prendas puestas a secar sobre las terrazas de los mejores restaurantes. Las calles suben, con pronunciadas pendientes, y bajan como breves precipicios adornados con flores de tonos vivaces.

                                  

   El visitante se ve rodeado de un esplendor secreto, que aguarda a su alrededor en miles de detalles a cuya suma pusieron, en su momento, el nombre de Lisboa. Pero solo al cabo de varias horas o incluso días de recorrer sus callejuelas habitadas por antiguas tiendas y graffitis con la efigie de Pessoa, creerá haber entendido, por fin, a qué se debía su impresión inicial. Necesitará cruzar sus plazas y padecer sus escaleras para fijar el origen de esa impresión, que le invadió nada más bajar del coche o el tren y poner el primer pie en una de sus aceras. Lisboa, la Lisboa vieja que recorren los turistas y otros que pretendemos no serlo, es la ciudad que nos dice cómo serían todas las ciudades de haber podido permanecer libres al ansia de usurpación de lo nuevo. Nos recuerda qué aspecto tendrían si, en lugar de sustituir de manera obsesiva y codiciosa cada fachada que se deteriora o a la que se pretende dar un aire “moderno”, los edificios de esas ciudades hubieran sido tratados como algo valioso, dotado de una historia y capaces, con su presencia, de transmitirla a quienes fueran llegando después. Por desgracia, existen la especulación y la desmemoria. Una mayoría de ciudades conservan solo pequeños restos concentrados de lo que fueron; y luego está Lisboa, que muchas miradas con el hábito de lo pulcro, de lo aséptico, encuentran sucia o estropeada pero que, sencillamente, es una ciudad que se niega a cambiar de rostro. Podría decirse que sus facciones son también, en cierto modo, las nuestras. Lisboa es un espejo, y la imagen que nos ofrecen sus fachadas, llenas de accidentes y desperfectos causados por el uso y el tiempo, devuelve a sus habitantes ocasionales o estables un retrato libre de artificios, de complicadas e inútiles operaciones estéticas. Los minutos dejan en nuestra piel la huella insidiosa y constante de sus pies menudos. Negarlo sería absurdo, y por eso Lisboa se empeña en conservar las huellas de su propia y equivalente decadencia, las marcas que el tiempo le ha dejado en la cara y que le confieren, como también a las nuestras, toda su belleza.