(Una reflexión acerca de la postura de la Unión Europea respecto a la situación de las personas migrantes detenidas en las cárceles libias. Publicado en la revista Sin ir más lejos de Córdoba Acoge)
Reconozco que a veces pongo la
televisión y que incluso, en alguna de esas ocasiones, busco en la maraña de las
distintas cadenas un programa de esos que aún tenemos la costumbre de llamar
“informativos”, aunque la última de sus finalidades sea informarnos. Un programa reciente dedicó algo de su tiempo —digamos unos
cincuenta o sesenta segundos—, de manera no sé si ejemplar o expiatoria de
culpas anteriores, a la situación de las personas migrantes que proceden de las
zonas del África Subsahariana en su doloroso trayecto hacia Europa.
Al parecer, la vía de paso actual en
esa peregrinación que huye de la guerra y el hambre se centra en Libia. Algo
ocurre en este país africano. Según los datos aportados por diversas ONG’s que
trabajan en la zona, de las casi doscientas mil personas que han cruzado su
territorio camino de la costa, más de veinte mil están actualmente
encarceladas. Las condiciones de ese encarcelamiento, siempre según los
informes de las ONG’s, son inhumanas: hacinamiento más allá de lo soportable,
desnutrición, carencia de agua para el consumo mínimo, violencia física.
Hasta aquí un dato más para el
escándalo y la indignación. Los que llamaré, haciendo uso de un eufemismo,
“problemas de lenguaje y percepción” con referencia a este durísimo asunto
comienzan en el momento en que se exigen explicaciones. El gobierno libio,
preguntado al respecto, acude a vagos razonamientos penales: las personas
migrantes serían culpables, o copartícipes, de los delitos de tráfico de
personas que cometen sus explotadores al comerciar con sus vidas después de
cobrarles un altísimo precio. Encontramos así que veinte mil víctimas llenan
las cárceles libias, pagando las condenas que, según el Derecho Penal
comparado, deberían corresponder a quienes cometieron verdaderamente los hechos
delictivos.
Esto por un lado. Por el otro hacen
acto de presencia las autoridades europeas para desmentir una acusación que se
ha elevado contra ellas. ¿Acusación? ¿Cuál ha podido ser?, me pregunté al mismo
tiempo que, según el ya arraigado hábito del televidente, subía el volumen del
aparato con el mando a distancia. Pues, al parecer, ciertas voces han señalado
la existencia de un acuerdo por el que agentes enviados por la Unión Europea
habrían entrenado a agentes de la policía libia sobre los métodos más efectivos
para impedir que las pateras crucen desde las aguas territoriales del país
africano hasta las aguas vecinas, es decir, las nuestras.
La negación de la veracidad de esta
gravísima acusación se produjo, según este televidente pudo comprobar, con la
adecuada seriedad y habiendo convocado a todos los medios de comunicación
existentes y disponibles en ese momento. Es curioso que ciertos despliegues
informativos solo se produzcan a convocatoria de una autoridad pública y no, en
caso alguno, sencillamente cuando tiene lugar una noticia; esto, a pesar del
sempiterno criterio vigente para la prensa de perseguir la novedad allí donde
surja. Pero sigamos: si algo pude notar desde mi posición de espectador, en
principio cómoda y pasiva, fue que la persona delegada por las autoridades de
la Unión para realizar este comunicado no lo hacía con mucho convencimiento. De
hecho, con ninguno en absoluto. Sí, algo fallaba en su manera de expresarse: el
tono, la postura, incluso la expresión de la cara no eran las de alguien que
dice una verdad que tiene por incuestionable. Acaso este televidente ocasional
pueda incluso atreverse a decir que la propia persona delegada tenía serias
dudas de que aquello que decía, que leía de un papel colocado frente a ella en
un atril, fuese del todo cierto.
Este pensamiento fue mi primera
reacción. Sin embargo, con el paso del tiempo y la experiencia se hace uno más
prudente, incluso cabe decir que más empático. Los juicios de valor se vuelven
comprensivos o, al menos, quieren serlo. Quizá, me digo a continuación, el
motivo de esa falta de convencimiento en la persona representante de la Unión
no pueda achacarse al cinismo propio de quien miente a propósito, sino a la
incomodidad del que necesita creer que lo que dice es cierto aunque, en el
fondo, no esté muy seguro. Se me podrá decir que esa incomodidad deviene, con
frecuencia, en una complicidad con el mal y que el auténtico sufrimiento es el
padecido por las miles y cientos de miles de personas migrantes que padecen lo
indecible, en el mar, en tierra, en las cárceles libias. Quien me dijera eso
tendría razón. No se trata aquí de empatizar con una institución probablemente
mentirosa, sino de entender por qué y pará podría querer mentirnos, a fin de
detectar mejor sus futuras y previsibles falsedades. Por mucho que ciertas
personalidades políticas europeas se hayan querido pronunciar públicamente a
favor del acogimiento de las personas refugiadas procedentes de Siria, por
poner un ejemplo reciente, lo cierto es que sus actos no han sido luego
coherentes con esas declaraciones. El acogimiento no ha tenido lugar según lo
comprometido. Es decir, en ese aspecto se ha producido un falseamiento: la
Unión Europea y sus países integrantes dijeron que iban a hacer una cosa y
luego hicieron justo la contraria. ¿Qué no habrá de ocurrir, entonces, en un
asunto como el de Libia en el que los focos no estaban ni están puestos sobre
los actos de la Unión, excepto por el minuto escaso que una cadena de
televisión ha decidido dedicarle?
Porque lo cierto es que, si sumamos
dos y dos, la cuenta sigue dando, como lo ha dado siempre, el número cuatro: no
es ningún secreto que los gobiernos europeos no quieren la llegada de personas
migrantes a sus fronteras; el gobierno libio está favoreciendo la detención de
esas mismas personas; todo apunta a un acuerdo entre ambas partes o, al menos,
a la pasividad de las instituciones europeas ante la actuación de Libia,
convertida en un país-cárcel para quienes solo han cometido el delito de querer
trasladarse de un territorio soberano a otro, y eso para evitar su propia
muerte.
Dada esta pequeña suma y su
resultado, fácil de hallar incluso para alguien tan poco dotado para las
matemáticas como quien les habla, la incomodidad de la persona representante de
la Unión se comprende ya un poco mejor. Y es que no a cualquiera se le da bien
ser cínico y negar frente a las cámaras algo que sabe cierto, o que intuye como
tal. En realidad, lo único bueno que cabe sacar de todo este asunto es,
precisamente, esa incomodidad. Quizá el pudor que esta persona representante
mostró en su pública aparición se convierta, algún día, en oposición franca y
haya una persona menos dispuesta a mentir en nombre de un interés o de un
rechazo. Las mayores victorias son éticas y se logran poco a poco, persona a
persona, a medida que cala en las mentes la necesidad de una mayor humanidad,
empatía y honradez. Es, al menos, una esperanza. Feliz entrada de año.