(Artículo publicado en la revista "Sin ir más lejos" de la ONG Córdoba Acoge)
Todo es político. Con esta frase no pretendo
contagiar una ideología ni resultar sentencioso: es la simple enunciación de un
hecho. Todo es político para quienes hacen la –mala– política; todo forma parte de este empeño para esas
personas cuya obsesión las veinticuatro horas parece ser dirigirnos. Y para quienes no tenemos intención de dirigir nada
excepto nuestras propias vidas, la obsesión por mandar de esas otras personas
comienza a resultar importante desde el momento en el que pretendemos
comprender un aspecto cualquiera de nuestra realidad más inmediata. Sí: nuestra
realidad, aunque no nos consideremos parte de lo suele llamarse “la política”,
pasa por ella, forma parte de ella, está supeditada a ella. Nosotros y nosotras
lo estamos.
Tomemos, por ejemplo, el caso de las
personas solicitantes de asilo en nuestro país. La ley que regula este asunto
es del año 2009; un norma reciente, como vemos. Su articulado prevé una escueta
lista de derechos y una larga y pormenorizada relación de requisitos que cada
solicitante ha de cumplir para obtener una resolución favorable. Detengámonos
aquí un momento, volvamos atrás. Unos pocos derechos y muchos requisitos; este
sería un resumen de la primera impresión que causa el conocimiento de la norma.
Ante esto, cabrían sin duda valoraciones muy diversas, todas ellas más o menos
relacionadas con la idea de “seguridad”. Es necesario asegurarse de que quien pide asilo no lo hace con ninguna mala
intención, estar seguros de que no
miente para lograr su objetivo de ser acogido.
Bien, desde luego no me gustan las malas
intenciones ni las mentiras, y aún así no termino de verlo claro. Mi objeción a
este enfoque del asunto podría formularse como sigue: ¿por qué presuponer que
quien solicita asilo lo hace movido por una mala razón, una finalidad dañina
para la ciudadanía del país donde quiere residir?
Podría decírseme que la ley del 2009 no hace
nada semejante; que solo intenta asegurar la fiabilidad de las personas que pueden obtener la carta de residencia,
etc. etc. Pero lo cierto es que la proporción a la que antes me refería (pocos
derechos, muchos requisitos) no deja lugar a dudas: la actitud de los
legisladores hacia la concesión del asilo es negativa. No quieren que resulte
fácil obtener ese asilo; quizá desearían en el fondo que muy pocos, solo los
escogidos, pudieran conseguirlo.
Esta última afirmación puede, de nuevo,
parecer demasiado rotunda, una sentencia. Recuerdo la frase que la escritora
francesa Marguerite Duras menciona en su libro Outside: la objetividad, en periodismo, no existe. Creo que tenía
razón. Sin embargo, este justo pensamiento tampoco puede llevarnos a despreciar
nuestras propias impresiones, nuestras intuiciones. La ley del año 2009 no
quiere que se concedan peticiones de asilo, o al menos, desea asegurarse de que
esas resoluciones positivas serán las mínimas posibles: esta es mi impresión al
leer su articulado, al conocer las exigencias que impone a las personas
solicitantes.
Cada cual debe juzgar por sí mismo. Para
ello, veamos uno de los requisitos que deben cumplirse en la solicitud. Se pide
a cada solicitante que incluya, de manera motivada y con datos concretos, una
narración de las circunstancias políticas y sociales que le han llevado a tener
que huir de su país y que, por tanto, justifican su deseo de residir en el
nuestro.
De hecho, la idea es que la persona
solicitante debe probar que esas
circunstancias políticas y sociales existen y que le afectan de manera personal
y directa. Tiene que probarlo. ¿Cómo se prueba que la guerra le arrebató a uno
todo cuanto tenía? ¿O que nuestra familia ha muerto, víctima de una venganza
étnica, o sospechamos que ha muerto porque no dispusimos de tiempo para
comprobarlo mientras huíamos para salvar la vida? ¿Cómo se prueba que nuestra
casa y todas las de alrededor fueron destruidas por una bomba de la que no
sabemos qué bandera figuraba pintada en su lateral?
Es un regreso a lo que en derecho se conoce
con el nombre de probatio diabolica. Una
exigencia medieval de que el acusado por un delito probara su inocencia, frente
a la presunción de culpabilidad que pesaba sobre él. Digo medieval porque en la
asignatura de Historia del Derecho suele explicarse que su vigencia desapareció
después de terminada la Edad Media, allá por el siglo XV. Sin embargo, lo
cierto es que desde entonces han sido muchos los casos de probatio diabolica aparecidos en la normativa de todos los países,
incluido el nuestro, claro está. Me atrevería a afirmar que la presencia de
este tipo de norma que impone malignamente a un acusado la necesidad de probar su
no culpabilidad es evidente en el Derecho Administrativo. Y que resulta aún más
cruel y chocante que la lógica inversa de la probatio diabolica se aplique a personas que ni siquiera están en
la situación de acusadas, sino que son, directamente, víctimas. Esta paradoja
no solo autoriza la exageración para ilustrarla, sino que casi parece pedirla a
gritos. No
resulta difícil imaginar, en una escena fantástica y teatral, a un tribunal con
aires de Inquisición juzgando cada caso de asilo: ocupan el estrado tres
figuras graves, de labios apretados, que pasan las hojas de misteriosos
informes de ignorado contenido y cuchichean entre ellos. La persona que
compadece ante este tribunal, y que aunque acude ante él como víctima de abusos
y persecuciones es llamado, una y otra vez, “el acusado”, suda a causa del
nerviosismo y espera con inquietud las preguntas de los miembros del tribunal.
Por fin llega el interrogatorio. Cada vez
que el miembro del tribunal formula una pregunta, con unas pocas palabras de
duro acento, una voz distante las repite desde algún otro rincón de la sala,
como un eco de tono aflautado. Quizá sea el secretario encargado de recoger
todo lo que se dice en un acta.
— ¿Nombre?
— …
— ¿Edad?
— …
— ¿Estado civil?
Estas primeras cuestiones de fórmula se
alargan un rato, angustiosas,
innecesarias incluso puesto que todos esos datos ya figuran en los
papeles de los que dispone el tribunal. Por fin, la primera parte de la declaración
termina:
— Ahora se procederá a interrogar al acusado
de los motivos de su comparecencia —Anuncia el magistrado; y, dirigiéndose de
manera repentina hacia la persona solicitante, le interroga con brusquedad—
¿Por qué pide asilo?
La persona, el acusado en palabras
del miembro del tribunal, expone su situación con tono vacilante. Ha pensado
muchas veces en este momento, en cuál debía ser exactamente su respuesta a esta
pregunta que, según le habían advertido, le sería formulada. En cambio ahora,
presa del nerviosismo, es incapaz de recordar lo que se había propuesto decir,
aunque solo era la verdad. La verdad tendría que bastar, debería siempre ser
suficiente para defenderse por sí sola; pero no es así. En muchos lugares y
momentos, la verdad puede obtener muy diferentes resultados dependiendo de cómo
se formule.
Y la que ahora consigue expresar la persona
solicitante no basta. Es la verdad, sí, pero carece de un buen relato, no está
adornada con la narración de profundos y gratuitos sufrimientos, al gusto, por
ejemplo, de una mayoría de programas de televisión. En ella no hay héroes ni
heroínas; no tienen lugar huídas a la luz de la luna ni angustiadas búsquedas
de un familiar cercano entre los fuertes vientos de una tormenta o las potentes
corrientes de un maremoto. ¿Qué hacer con una verdad a la que faltan momentos de
emoción, tensiones, aventuras y la promesa de un final feliz?
El miembro del tribunal lo tiene muy claro:
— Petición rechazada. El solicitante de
asilo no ha logrado justificar de manera suficiente a juicio de este tribunal
la necesidad de la concesión de esta gracia. Ni siquiera ha hecho llorar a mi
compañero, y eso que es un auténtico sentimental de lágrima fácil.
Y señala a su lado, donde otro de los
miembros del tribunal asiente con expresión decepcionada: con lo que a él le
gusta echar un llantito antes de la comida y le vienen con esta historia
insulsa. Hace un gesto con la mano: no, no, imposible conceder la solicitud.
Nada, que se vaya y deje sitio al siguiente, a ver si este tiene algo más
interesante que contar.
Aquí termina la escena, por supuesto del
todo imaginaria, de lo que podría ser emocionalmente un proceso de solicitud de
asilo para quienes tienen que pasar por él. Y de nuevo volvemos a mi intuición,
mi personal impresión acerca de la ley del 2009: muchos requisitos y pocos
derechos, que equivalen a un deseo de que se concedan el menor número posible de solicitudes de asilo. ¿Hay quien puede
encontrar que esta última afirmación tiene un carácter político? Puede ser,
puede ser. Todo, si bien se piensa, es político.