Mientras espera en la cola de
supermercado, el hombre piensa que es muy aburrido el interminable ciclo de
obligadas visitas a lugares como ese para realizar tareas parecidas a la que
él, incluso al hacer cola y preguntarse si será suficiente el dinero que lleva
o tendrá que pagar con tarjeta, está cumpliendo. Hacer la compra, ir al banco a
preguntar por la comisión indebida, llevar a los niños a que se aprovisionen de
ropa, la espera ante el mostrador de la biblioteca para devolver los libros, la
espera en la zapatería, en la oficina pública, la espera, durante las horas de
trabajo, a que conteste al teléfono la persona autorizada o a que llegue la
firma que permitirá seguir con la tramitación del informe. La espera, la
espera. El hombre se siente descorazonado y piensa en una vaga actividad
creativa que él podría desempeñar, en largos paseos, en atardeceres toscanos
contra un fondo de viñedos, en la música que le gustaba escuchar cuando era más
joven y que ya no tiene tiempo de escuchar. Luego cae en la cuenta de que su
cansancio está tomando la forma de una serie de tópicos; que él no sabe, en
realidad, dónde está la Toscana, nunca fue una persona creativa y que dar
paseos, sobre todo si son largos, le cansa y aburre, aunque sigue haciéndolo
por mantener algo la forma, como un compromiso más de los muchos que le ocupan.
Además, la señora que estaba delante de él en la cola ha terminado de pagar y
tiene que darse prisa si no quiere retrasar a los compradores que le siguen.
Con un gesto de torpes aires atléticos, empieza a poner el contenido de su
cesta en la cinta transportadora. La cajera le dirige apenas una mirada de
reojo mientras pasa por el lector de códigos de barras la primera de sus
compras.
— ¿Bolsa?
— Dos, por favor.
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