(Publicado en la Revista Almiar el 20/02/2020)
Un niño o una niña es un ser en plena
formación. Crece con los ojos y los oídos bien abiertos; tanto, que casi
cualquier contestación o gesto que hagamos pueden quedar grabados en su memoria
y afectarles como lo harían una enseñanza o una pesadilla. Igual que si fueran
pizarras en blanco, escribimos en los niños con los trozos de tiza que nos vamos
encontrando, sin tener en cuenta que luego borrarlo será muy difícil. Esa
pizarra hemos sido todos en algún momento, para luego olvidarlo y usar la tiza
con el mismo descuido que se aplicó en nuestro caso.
Cada criatura fija en nosotros, los adultos,
casi toda su atención. Captará muchos matices presentes en las palabras que
decimos y aún en las que no llegamos a pronunciar en voz alta. No tiene,
mientras aprende, la capacidad de seleccionar experiencias y defenderse de
aquello que supone la materia de su aprendizaje, es decir, el propio mundo y
los adultos que lo llenamos. Por eso, no podemos decir que comentan nunca
auténticas maldades, sino solo que incurren en errores, a veces horribles, probablemente
dictados por la conducta de quienes los educan o deseducan. La maldad es una
categoría dudosa, quizá una cortina detrás de la cual se esconden muchas
desigualdades. Las criaturas son espejos de las personas adultas y lo que su
cristal puede reflejar se reduce, en una mayoría de ocasiones, a nuestras
muecas, prejuicios y violencias.
Como la sociedad de la que provienen, la
literatura y el cine han dedicado a la infancia una atención más bien
superficial, no muy empática y sin demasiado análisis ni denuncia. Claro está
que en algunos títulos los personajes infantiles han ocupado un papel más o
menos central, e incluso protagonista. Pero, aunque muchas de esas obras son
maravillosas en otros aspectos, lo cierto es que utilizan a la infancia como
una simple vía, el medio para hablar de algo no relacionado con sus necesidades
y problemas específicos. Se trata de una herramienta narrativa legítima y muy
útil cuando se trata de mostrar una realidad determinada desde ojos no contaminados
por la perspectiva adulta; sin embargo, el tema de nuestra pequeña reflexión
son las historias donde la infancia es un fin en sí misma y este matiz nos
obliga a centrar un poco el recorrido que pretendemos realizar.
Aunque quizá resulte demasiado recurrente,
no deja de ser también significativo comenzar con una referencia a la obra de
Charles Dickens. El autor de Portsmouth tuvo que padecer en sus propias carnes
la dureza de una infancia no demasiado feliz, carente de una educación formal y
los cuidados más básicos. A efectos prácticos, ese corto período de su vida terminó
cuando fue empleado en una fábrica de betún con doce años de edad. Los turnos
de diez horas, dedicados a pegar etiquetas en una infinita sucesión de latas,
marcaron su posterior actividad como reportero y, por fin, autor literario. En
todas sus obras encontraremos reiteradas denuncias a la dureza de las condiciones
de vida de la clase obrera. Algunas de las más conocidas se centran, en
concreto, en la explotación infantil, las carencias y manipulaciones de la
educación o “des-educación” impartida en la infancia y la alienación
generalizada que supone una vida cuyo único horizonte es la mera subsistencia a
base de un durísimo trabajo físico.
Dickens también sabía ser un buen autor
satírico. Encontramos, por ejemplo, que el arranque de su novela Tiempos difíciles (Hard Times, 1854) está dedicado a las doctrinas educativas basadas
en un enfoque ultramaterialista que servía para justificar los abusos del
industrialismo salvaje, hoy capitalismo puro y simple:.
“Pues bien, lo que quiero son hechos. No enseñe a estos chicos y chicas sino
hechos. En la vida solo se necesitan hechos. No plante otra cosa y arranque
todo lo demás”. Así comienza el primer capítulo de esta novela. El resto de sus
páginas estarán dedicadas a demostrar que las emociones, las ilusiones y el
sentido de la dignidad, tan alejados de los hechos materiales y secos, pueden
ser mucho más determinantes que los simples datos en la vida de los seres
humanos.
De Inglaterra viajamos a España, y del siglo
XIX retrocedemos al siglo XVI. Lázaro de Tormes es el hijo de una mujer sin
recursos, viuda de un hombre condenado por robo. Siendo todavía muy pequeño, el
niño es encomendado por su madre a un ciego vagabundo para que le sirva como
guía y criado, a cambio de su sustento. Los caminos que esperan a ambos resultarán
largos, tortuosos, crueles, y ese sustento será más bien escaso. La peor parte
se la llevará siempre Lázaro: sufrirá hambre, padecerá frío y una profunda
extrañeza. Las anécdotas por cuya sucesión se construye la novela parecen
sugerir la idea de que su protagonista aprende a ser cínico y vengativo porque
estas son las cualidades que el entorno le exige, o las que corresponden a
alguien de su baja clase social y con todas las circunstancias en contra. Lo
cierto es que estos supuestos defectos, que parecen hablar de un carácter que
se corrompe con toda rapidez, son el resultado de una enseñanza despiadada, una
sucesión de ataques de los que Lázaro, abandonado a su suerte, no tendrá otro
remedio que defenderse para sobrevivir.
Otro tanto ocurrirá con sus amos sucesivos:
el cura lo matará de hambre a cambio de hipócritas lecciones morales; el
hidalgo, presumido y pobre como una rata, le pedirá compartir los tristes
mendrugos resecos que el niño ha obtenido pidiendo la caridad. Lázaro seguirá
en sus interminables carreras a un fraile de actitudes poco monásticas y
ejercerá como asistente de un vendedor de falsas bulas papales. Al cabo, el
niño no habrá aprendido de sus mayores sino a protegerse del hambre por
cualquier medio, aunque pase por la indignidad o el delito. En su pensamiento
se instalará con firmeza la idea de que la infancia no es más que una etapa
indefensa y horrible de la vida, y que lo mejor es que transcurra cuanto antes.
Una supuesta enseñanza muy amarga: la niñez
es algo que dura muy poco y, en todo caso, a veces conviene que acabe lo antes
posible. Así es como sin duda lo perciben millones de criaturas sometidas a
abusos y explotaciones de todo tipo, obligadas a combatir en guerras o a
prostituirse. En estas realidades no hay lección alguna, solo opresión; incluso
en el uso de esa palabra en plural, “realidades”, se esconde una profunda
hipocresía. Porque la realidad no es plural, sino única; habitamos un único
mundo en el que se dan al mismo tiempo condiciones de existencia muy distintas,
algunas de ellas precarias y grises, otras revestidas de un supuesto brillo de
prosperidad que, si nos descuidamos, puede cegarnos.
En ocasiones, precariedad y brillo conviven
en espacios muy cercanos, tanto que casi parece artificiosa la línea que los
separa. Así ocurre en las grandes ciudades, cuyos barrios están a veces
separados por desigualdades tan profundas como abismos. Muchas son las obras en
las que se retrata este aspecto de la vida urbana. Encontramos un brillante
ejemplo en la novela Un árbol crece en
Brooklyn (A Tree Grows in Brooklyn, 1943), de la autora norteamericana Betty Smith. En ella se nos cuenta
la historia de Francie Nolan, una niña imaginativa y vivaz, llena de ilusiones
pero también sometida a unas duras condiciones de vida. Su voz conduce la
narración con agilidad, rapidez y un agudo sentido de lo relevante. Sus
descripciones son siempre astutas y pueden resultar ácidas; en ocasiones están
tocadas por un austero y sabio lirismo. La imagen que da título al libro es un
buen ejemplo de ello: una niña que crece en un barrio pobre es como un árbol
que por puro azar germina y debe desarrollarse en el estrecho y asfixiante
patio entre dos edificios. Carente de luz y casi también de agua, a pesar de
todo,
el tronco del árbol cobrará grosor y altura; sus ramas se llenarán de hojas.
Las precarias condiciones en las que vive su familia no impiden a la niña tener
esperanzas, divertirse con fantasías y observar con mirada curiosa todo cuanto
sucede a su alrededor. Una mirada como esta rara vez se limita a registrar
detalles o evitar tropiezos: su vocación es la de recoger lo que observa como
algo vivo, material activo en la memoria y que servirá para construir su
personalidad. Un árbol crece en Brooklyn es un ejemplo de ese tipo de
mirada, y de cómo en ella cabe todo, o casi todo: los sueños y el hambre, el
amor y el rencor, la esperanza y la desesperación. El mundo está en continua
ruptura, pero las niñas y los niños no lo saben y se lanzan, antes de haber
tenido tiempo de plantearse objeción alguna, a mirar todo de cerca y a querer tocarlo
con sus manos.
De un
libro realista a otro fantástico; de las calles del Brooklyn de principios de
siglo XX al tranquilo e imaginario pueblo de Green Town, en el medio oeste
americano. Douglas Spaulding, el protagonista de la novela El vino del estío
(Dandelion Wine, 1957) del autor norteamericano Ray Bradbury, es un
niño vivaz, curioso y activo. Sus aventuras parecerían limitadas a primera
vista, sobre todo teniendo en cuenta que rara vez traspasan los límites de su
bonita y pequeña localidad; pero es que muchas de ellas tienen lugar en el
territorio de la imaginación. Douglas entra en contacto con aquello que todavía
desconoce por medio de la fantasía. Sus vecinos y vecinas son personajes de una
larga e intrincada historia, llena de giros e intrigas que pueden estar
ocurriendo o ser, tal vez, solo una posibilidad entre muchas. Es precisamente
en el terreno fronterizo entre la invención y el entendimiento donde Bradbury
sitúa el final de la niñez y el comienzo de la adolescencia, antesala de la edad
adulta. Si el niño fantaseaba, el adulto en potencia se esfuerza ya por
comprender el entorno. Aún así, las historias pueden —y deben, matizaría de
seguro el escritor— formar parte del proceso. No importa si pertenecen a
tradiciones ancestrales o surgen de la sospecha de que el vecino puede ser un
antiguo pirata; si tienen por protagonista al reloj del ayuntamiento o forman
parte de los juegos infantiles transmitidos de generación en generación. En la
invención hay poder; las alegorías y las leyendas han formado siempre parte de
la formación de los individuos y las sociedades que componen. Una historia,
aunque sus términos resulten arcaicos y sus enseñanzas trasnochadas, nos
conecta con el mundo ya pasado del que procede; y por simple que nos parezca su
moraleja, gracias a ella podemos medir el grado de evolución o involución de
nuestros principios, de nuestras prioridades como comunidad.
Douglas
Spaulding es un niño afortunado y vive en la tranquilidad que le permite la
protección de su familia. Solo el tiempo lo amenaza; únicamente la obligación
de comprender lo acecha. Así debería ser en el caso de todos los niños y niñas;
ninguno debería tener miedo de sus propios padres, ni vivir la angustia del
hambre y de la sed, la quiebra sin remedio de los abusos o el embrutecimiento
de una educación en la sumisión y la violencia. Ninguna criatura debería tener
que existir en el interior de las jaulas que los adultos construimos para
encerrarnos los unos a los otros. Sin embargo, aquí están,
junto a nosotros; lo único que sabemos decirles es que se agarren con fuerza a
los barrotes.
En este
caso se encuentra Stella, la protagonista de la película que lleva su mismo
nombre (Stella, Sylvie Verheyde, 2008). Estamos a
finales de la década de los setenta y esta niña de once años vive en el piso superior
de un ruidoso bar de barrio, regentado por sus padres, y donde día tras días se
suceden las borracheras y los enfrentamientos entre los clientes. Su padre y su
madre se quieren, pero no se respetan entre sí, igual que quieren a Stella pero
no dedican ni cinco minutos a reflexionar acerca de lo que su hija puede necesitar
de verdad. Ellos llevan una existencia a bandazos, y nada de raro tiene que la
vida de su hija discurra de la misma forma inestable. Stella acaba de empezar
en el instituto, donde su rendimiento es malo y su comportamiento huraño.
Incluso las vacaciones en un pueblo, en casa
de la abuela, serán una extensión de la dejadez de sus padres, que la envían
allí solo para liberarse durante unos días de la responsabilidad de cuidarla.
En el pueblo Stella tiene una amiga, pero sus circunstancias son muy parecidas:
vagabundean sin la limitación de unas reglas, sin el refugio de unos cuidados. Juntas
recorren caminos y solares, comparten un silencio que proyecta su tristeza
hacia el espectador y son víctimas de un primer acoso sexual que no será, por
desgracia, el último.
La situación de Stella solo empezará a
cambiar cuando conozca a una nueva amiga en el instituto. Hija de unos intelectuales
argentinos exiliados, la compañera no
hará por ella, en realidad, nada extraordinario, salvo enseñarle el ejemplo de
una vida por completo distinta a la suya. En su casa hay paz, y cariño; esta
otra niña le presta libros, le habla de música y de sus impresiones y experiencias
todavía infantiles. Gracias a este tiempo dotado de calidez, Stella
comprenderá que no todas las niñas se acuestan tarde ni ven condicionado su
descanso a los ruidos de borrachos y apostadores deportivos. Algunas, incluso,
reciben atención, se les pregunta por sus estudios, por sus preferencias; se
escuchan sus pequeñas historias. Aunque ver cambiadas sus circunstancias sea
imposible, la niña adquiere con esta nueva perspectiva su primer impulso de
auténtica rebeldía. No ese tipo de rebeldía inocente y sin efectos que la lleva
a saltarse clases, eludir el estudio o pelearse con sus compañeras; estos
abandonos suponen, más bien, una imitación de lo conocido. Su nueva actitud es
la que nace de la disconformidad con el entorno, de la conciencia de que ha
sufrido y sufre de manera injusta. La soledad, el desarraigo y el temor no eran
inevitables, sino simple cuestión de mala suerte y el producto de la
irresponsabilidad de algunos adultos. De esta noción sacará Stella las fuerzas
necesarias para desear cosas distintas a las que hasta ahora se le ofrecían, y
que suponían, a la fuerza, todo su horizonte.
Sin marcharnos de Francia, hacemos parada
casi obligatoria en la filmografía del director François Truffaut. Si hubo un
tema recurrente en su trabajo, aparte del cine dentro del cine y los cambiantes
registros del amor, ese fue el de la infancia. Y no una infancia feliz, sino
ignorada; víctima de la falta de responsabilidad y, sobre todo, de la falta de
consciencia de los adultos acerca de las necesidades reales de las criaturas a
su cargo. Dos títulos de este director tienen como protagonistas a los niños y
niñas, aunque en dos sentidos muy distintos. En Los cuatrocientos golpes (Les
Quatre Cents Coups, 1959) asistimos a escenas de la vida de un niño descuidado
emocionalmente por unos padres egoístas, y que responde a esa situación con
ocurrencias propias de su edad y de un carácter aventurero. Antoine Doinel se
ve implicado en una fuga hacia delante que pretende alejarse de la falta de
empatía y de la severidad de una educación pensada para reprimir, no para cuidar.
Toda su vida, según Truffaut nos la muestra después en diversas películas, será
ya en cierto modo una continuación de ese primer impulso de huida e
independencia forzosa. Bastantes años después, en La piel dura (L'argent
de poche, 1976) el relato ya no se centra en un único personaje sino en un
variado grupo de niños. A partir de la historia de sus protagonistas, el
argumento se vuelve caleidoscópico y nos muestra las diferentes circunstancias
que conviven en el espacio reducido de una ciudad de provincias. Aquí el
director se sitúa, por tanto, un poco más lejos que en su anterior título: a la
distancia necesaria para retratar a una sociedad completa que se esfuerza por
alcanzar logros y mantener avances pero cuyos integrantes, ya sea por
incapacidad o ceguera, olvidan que lo más importante siguen siendo las personas
que tienen junto a ellos. Niños y niñas son las primeras víctimas de la
alienación en la que viven sumidas las personas adultas; abandonados muchas
veces a la difícil suerte de tener la piel lo bastante dura como para aguantar
las contradicciones de la educación, la desilusión de crecer, la de querer
hacerlo a veces antes de tiempo, todo.
El abandono de la infancia existe en todos
los países, en las más diversas culturas, religiones y situaciones políticas. El
cine, si es buen cine, tiene que reflejar esta faceta de la realidad. Para
ilustrar esta idea haremos un rápido repaso por algunos títulos que servirán
para completar nuestro recorrido.
La película senegalesa La pequeña
vendedora de sol (La petite vendeuse de soleil, (Djibril
Diop Mambéty, 1999) nos cuenta la historia de Sili, una niña sin techo. Con
escenas rápidas, que en un principio pueden incluso dar la impresión de una cierta
ligereza en el tratamiento de la historia, se nos ofrece un retrato de Dakar,
que es un retrato del mundo al completo: un lugar donde incluso entre las
personas sin recursos hay jerarquías y opresiones. Sili no solo es una niña y
vive en la calle, sino que además usa muletas para andar. Los demás niños sin
techo no quieren permitirle que se dedique a vender periódicos, una actividad
un poco mejor remunerada que la simple petición de limosna. Con sencillez,
fijándose en pequeños detalles y con diálogos sin aparente profundidad, el
director nos ofrece un retrato de la dignidad y de la lucha necesaria para
alcanzarla y mantenerla; porque para la niña, convertirse en vendedora de
periódicos no es solo un asunto de dinero, sino también de límites, de lo que su
entorno le dicta que puede o no hacer, hasta dónde puede llegar. Al cruzar esos
límites, la protagonista cobra una nueva conciencia de sí misma, toma un mínimo
pero significativo control sobre sus circunstancias, por una vez se mueve y no
se limita, como siempre, a ser movida.
Wadjda, la protagonista de La bicicleta
verde (Wadjda, Haifaa Al-Mansour, 2012), no carece de lo más básico,
como Sili, pero vive en Arabia Saudí y esto implica unas importantes
limitaciones a su vida y sus perspectivas de futuro. Su educación está
orientada a prepararla para un momento, el de la llegada de la pubertad, en el
que deberá cubrir su cabello y pensar en su próxima unión con un hombre, el
marido que será su dueño a partir de entonces. No está bien visto que una niña
juegue con niños varones de su edad ni, en general, que su vida sea muy activa.
El sueño de Wadjda, sin embargo, es tener una bicicleta, una preciosa bicicleta
verde con la que correr de un lado a otro. De momento, la bicicleta sigue en la
tienda, pero no será así por mucho tiempo si ella puede reunir el dinero
necesario para comprarla. Mientras, va a verla de vez en cuando, pregunta al
vendedor por su precio y condiciones de venta, fantasea con lo que hará una vez
la tenga, ajena en todo momento al hecho de que ningún adulto ve como natural
que ella pueda llegar a poseer un objeto normalmente reservado a los niños
varones. ¿Para qué puede una niña querer algo que ni siquiera va a poder usar
en público? Esta lógica de los adultos, con sus fanatismos y costumbres, va en
contra del impulso natural de la infancia de explorar, establecer vínculos; le
impone unos roles y juegos de poder que nada tienen que ver con su desarrollo.
Más allá del cuestionamiento acerca de la validez u obligado respeto hacia
determinadas creencias y obligaciones sociales, queda claro que esta película
quiere transmitirnos el mensaje de que las limitaciones y los estrictos papeles
que las personas adultas asumimos no tienen nada de voluntarios ni de
meditados. Son el resultado de una socialización que restringe nuestro punto de
vista y que decide lo que podemos o no hacer, incluso aquello que no podemos
desear. El deseo de Wadjda es lógico para su edad; la prohibición de ponerlo en
práctica convierte sus ganas de jugar en un símbolo modesto y perfecto de lo
absurdo de todas las imposiciones por razón de género, de las opresiones y los
rígidos mandatos.
Fanny y Alexander, los hermanos
protagonistas de la película dirigida por Ingmar Bergman (Fanny och
Alexander, 1982) pertenecen a una familia acomodada de Uppsala, Suecia.
Comienza el siglo XX y esta afortunada pareja de hermanos no parece tener otras
preocupaciones que las de recibir la conservadora educación propia de su clase
social y disfrutar de lujos y alegría. Sus padres se dedican al teatro y en su
casa reina un clima alegre y próspero. Un día, sin embargo, la desgracia los
visita y fallece su padre. A este terremoto en sus vidas le sucede, poco
después, un segundo igual de fuerte: su madre decide volver a casarse, y no con
un hombre de intereses o carácter parecidos a los de su difunto marido, sino
con un líder fundamentalista religioso. Se trata de una persona rígida y fría,
sin otro deseo que el de someter y ser temido. La pareja de hermanos soportará
castigos y humillaciones. Desconcertados, tendrán que ver cómo su propia madre
se pliega, cegada por su enamoramiento, a los deseos más irracionales y crueles
de su nuevo esposo. Aunque la historia de Bergman cobra, a partir de cierto
momento, aires de cuento gótico, bajo los elementos fantásticos o simplemente
fascinadores presentes en su argumento y atmósfera hay un sustrato de crítica,
incluso de denuncia. Las personas adultas imponemos los virajes de nuestra
cambiante vida, regidas por emociones y deseos. Los niños y las niñas, parece
decirnos el director sueco, necesitan felicidad; la calma de verse bien atendidos
y rodeados de buen humor, de cariño. La historia de Fanny y Alexander es la de
un cruel despertar a la realidad en parte fabricada y en parte soportada por
los adultos. El sueño de la ingenuidad, una vez agitado y roto, resulta muy
difícil o imposible de volver a componer.
Verano 1993 (Estiu 1993, Carla
Simón, 2017) nos cuenta los detalles de un recorrido involuntario y algo
tortuoso: desde un piso en el centro de Barcelona, Frida se verá obligada a
trasladarse al campo, a la casa de sus tíos. Cambio de domicilio, de compañía y
cuidadores, cambio de rutinas y responsabilidades. Su madre ha muerto. De ella
se espera que, poco a poco, se acostumbre a una vida completamente nueva. No
hay prisa, o al menos no demasiada; los adultos que rodean a Frida cuidan de
ella y quieren procurar su calma y su alegría. Solo hay un problema, y es que
no saben cómo. La niña plantea problemas, se resiste, no se pliega a los
intentos de acercamiento, bien intencionados aunque algo toscos (¿quién sabría
hacerlo mejor?) de la pareja que la ha tomado a su cargo. Su nueva familia es
próxima y lejana a la vez. Mediante escenas que pretenden mostrarnos cómo
respiran ciertos momentos, y que dejan que cada silencio se alargue con bella
naturalidad, esta película nos habla de un lento abandono. Es ya un lugar común
recordar que tras cualquier puerta de nuestro mismo descansillo puede estar
desarrollándose una situación de soledad extrema, carencia de los bienes más
básicos, de violencia emocional o incluso física. Pero una utilidad tienen
estos recordatorios: la de despertar nuestra conciencia. Antes de marcharse
para siempre, la madre de Frida la había acostumbrado a una situación
asfixiante, a unas circunstancias opresivas. Ahora, con su nueva familia,
tendrá una oportunidad de vivir de otra manera; aunque no siempre se saben o se
pueden aprovechar las oportunidades. Sin necesidad de grandes gestos ni
momentos culminantes ocupados por una música de sones espectaculares, Estiu
1993 agarra nuestros hombros y los agita un poco. No, quizá, con demasiada
violencia, pero sí con un efecto duradero.
Tal vez sea esta la única meta que una
película o un libro pueda pretender respecto a un tema como el de la infancia:
mostrar sin rodeos ni justificaciones; permitir luego que lo enseñado llegue a
nuestra mente y nuestro corazón, para informarles. Solo así podremos tomar las
decisiones correctas. Cualquier buena historia que tenga a los niños y niñas
como protagonistas, como Estiu 1993 o Un árbol crece en Brooklyn, llama
a nuestro instinto a que se ponga de su parte y luego ofrece a nuestra razón
argumentos para que haga lo mismo. Quiere enseñarnos, documentando al
sentimiento, a que con respecto a la infancia tomemos siempre, en la medida de
lo posible, las mejores decisiones.