(Artículo publicado en el número 98, correspondiente a los meses de mayo y junio, de la Revista Almiar)
Comienza la andadura de una nueva sección en la Revista Almiar, referente de comentario cultural en el panorama de publicaciones de nuestro país. Bajo el título de El proyector de palabras, esta colaboración bimensual con los amigos de Almiar quiere ser una introducción a las relaciones tormentosas y fascinantes entre literatura y cine, entre la palabra escrita y la imagen filmada con el objetivo común de expresar emociones y sensibilidades personales. Lejos de debates ya superados acerca de la superioridad entre una y otra forma, pretendo ofrecer una perspectiva abierta a celebrar los aciertos de cada cual y comprender sus errores como se comprenderían y perdonarían los de unas amigas muy queridas. Espero que os guste y que mi modesta aportación contribuya a que palabra e imagen sean, también, un poco más amigas entre ellas y las mejores amigas para quienes disfrutamos de su compañía.
Imaginación
y memoria, las dos compañeras de camino
La memoria resulta tan esencial para
contar historias como la imaginación cuando se quiere hablar de un hecho
realmente sucedido. La una sin la otra no lograrían llevar adelante la narración,
cualquiera que esta fuese, porque no son enemigas, ni siquiera portadoras de un
mismo relevo que deban pasarse según el momento en el que se encuentren de una
hipotética carrera. No, memoria y fantasía avanzan juntas como buenas compañeras
de camino, tomadas del brazo sortean los obstáculos y se indican una a la otra
los accidentes en los que podrían tropezar y aquellos rincones donde conviene
detenerse para disfrutar de la belleza de ciertos detalles.
El buen uso de los recuerdos para construir
un relato depende de la capacidad de quien lo va armando para permitir que la
memoria funcione como lo que es: un mecanismo de almacenaje caprichoso y
parcial, cuyos criterios de elección y funcionamiento vienen dados por eso tan
relativo a lo que llamamos “personalidad”. Fobias y preferencias determinan lo
que recordamos y cómo lo recordamos. Luego, cuando muchos de esos detalles e
impresiones intervengan en la creación de una historia, estarán ya dictados por
nuestra sensibilidad: agrandada la importancia de unos hechos, cambiado el
significado de otros e incluso, en muchos casos, completo producto de la
imaginación.
Pero ese camino del que antes
hablaba, y en el que memoria e imaginación avanzan necesariamente juntas,
resulta largo —su vocación sería la de no terminar jamás— y en su transcurso
alguna de las dos compañeras puede adelantarse, recorrer en soledad algún
trecho. ¿Cómo distinguir los momentos en que la historia se basa más en el
recuerdo o en la fantasía? La respuesta a esta pregunta supone un pequeño
misterio que la buena persona lectora, quizá, no debería empeñarse en desvelar,
pero que ha resultado objeto de mil comentarios e hipótesis. En busca del tiempo perdido (A la recherche du temps perdu,
1913-1927) la conocida novela de Marcel Proust, se impone en este punto como un
ejemplo evidente, tal vez el más significativo de la historia del arte. A lo
largo de sus siete volúmenes, el autor parece esforzarse página tras página por
transmitirnos una cantidad infinita de detalles acerca de vivencias propias y
de personas cercanas o con las que tuvo trato en algún momento. En las
innumerables escenas, que se extienden a lo largo de un sinfín de descripciones
y caracterizaciones, se despliegan ante nuestros ojos vastos mosaicos
compuestos de todas las piezas imaginables: vestimentas, paisajes, anécdotas,
comentarios acerca de ambientes, juicios y prejuicios. Pero ¿qué pretendía el
autor contarnos, en realidad, con su extenso relato? En la jugosa profusión de
palabras que sirven para describirnos hechos y opiniones ¿son los recuerdos el
objetivo de la narración? ¿Quería de verdad el autor inmortalizar los detalles
de un tocado de mujer, de un carruaje o de las costumbres sociales de no se
sabe qué caballero?
Es posible que en un primer acercamiento
a la obra se tenga esta impresión. Las páginas de la extensa novela de Proust
constituyen unas detalladas memorias que, como es lógico, nos interesarán más
en unas partes que en otras o que, incluso, pueden abrumarnos con la prolijidad
de su amor por los matices. Sin embargo, algo ocurrirá si persistimos en la
lectura: poco a poco nos irá ganando la impresión de que Proust, el personaje, no
tiene tanto empeño en descubrirnos lugares y caracteres como en mostrar quién
es Proust, la persona, extender ante nuestros ojos el panorama de su
sensibilidad y, con ello, desarrollarla. La palabra escrita es el pensamiento y
la emoción de quien la escribe: su mejor retrato.
Son obvias las dificultades para llevar
al cine un mundo literario de cierta riqueza y complejidad. Se trata de
lenguajes distintos; no quiero hacer con esto una referencia a la clásica,
artificiosa y ya superada competición entre una y otra manera de contar; en el
verdadero arte no hay lugar para los planteamientos ramplones ni las respuestas
fáciles y únicas. No, cada una de estas expresiones artísticas tiene su propia
identidad, pero ¿qué ocurre cuando quieren trasladarse los hallazgos de una al
ámbito propio de la otra?
Adelantaré mi conclusión personal:
todo depende del modo en el que ese traslado pretenda realizarse. No será
posible en un sentido literal y directo: las opciones del cine quedarían
entonces reducidas a una tarea de simple imitación o repetición, a la habilidad
de proyectar unos cuantos detalles de la historia, de su anécdota. Este pequeño
milagro de la tecnología nada tiene que ver, sin embargo, con la esencia de la
obra literaria adaptada. En mi opinión, la única posibilidad de alcanzar logros
propios con un material literario de base consiste en reelaborarlo, llevarlo al
territorio que la persona cineasta sienta como suyo y donde, ayudada de su
sensibilidad y los instrumentos que ella de verdad domina, podrá intentar el
desarrollo de su versión de la historia. Una versión que, precisamente por
haber sido creada en y para el cine, quizá esté ya en mejores condiciones de
responder a su intención de adaptar la primera, la original, compuesta con la
vieja alquimia de las palabras.
Sin ánimo de menospreciar su valía y
calidad como obra cinematográfica, me permitiré el lujo de poner, al hilo de
los comentarios anteriores, un ejemplo negativo de adaptación al cine de una obra
literaria. Raoul Ruiz estrena en el año 1999 El tiempo recobrado, película basada en la novela del mismo título
en la que podemos ver a Proust como un personaje más, aquejado de los problemas
respiratorios que se lo llevarían tan joven, e implicado en las dificultades
sentimentales, económicas y de todo tipo que atraviesan algunos de sus
personajes. No se trata en absoluto de una mala película, ya que en ella los
detalles están cuidados y el reparto bien elegido; pero le falta algo. Carece
de chispa, de la vivacidad y el amor por las infinitas ramificaciones del
discurso que pueden encontrarse en los libros del autor. Es un intento notable,
desde luego, pero que tropieza con el inconveniente que antes comentaba y que
se debe al hecho de haber centrado la atención en las anécdotas y no en el
espíritu que las anima.
Algo parecido, aunque en otro
aspecto, sucede con la magnífica obra de la escritora Marguerite Duras. El amante, novela publicada en 1984 con
un inmediato revuelo mediático —y el correspondiente éxito de ventas— es
adaptada al cine en 1991 por J.J. Annaud en una película del mismo título. La
historia narra la relación de la propia autora, todavía una niña, con un hombre
aún joven pero, en cualquier caso, ya adulto, hijo de una familia acaudalada en
la Indochina de los años 30. Dejando a un lado las evidentes reservas que
puedan tenerse hacia su tema, lo cierto es que la obra supone un deslumbrante
ejercicio de selección de recuerdos, de elaboración lírica de sus detalles y
sus significados, cuyo resultado es una narración escueta, llena de sabiduría
creadora, tan rica en detalles sensoriales como otras novelas previas de la
autora, por ejemplo Moderato cantabile o Las
diez y media de una noche de verano.
La
adaptación al cine de El amante, aunque
no es una mala película y cuenta con aciertos en cuanto a fotografía,
ambientación, elección de los escenarios e incluso un cierto ritmo narrativo
—señales todas ellas del buen hacer del artesano— comete, en mi opinión, un
craso error: colocar en el centro del argumento las escenas de sexo. La
búsqueda del morbo, facilitado por el escándalo previo que había supuesto la
publicación de la novela, acaba con casi todo el interés humano y poético que
contiene la historia. Ni siquiera el comentario acerca de la sordidez presente
de manera obvia en la relación, alentada por la madre y los hermanos de la
protagonista como posible remedio a la pobreza de la familia, logra sobrevivir
a ese velo de carnalidad que tapa lo que debería ser el verdadero foco de
nuestra atención. La imposibilidad de un amor que no es, realmente, amor
debería poder llenar una hora y media de película. Hubiésemos querido que se
nos hablara de la búsqueda de los protagonistas, de sus contradictorios sentimientos
basados en la diferencia de edades y clase social. La falta de confianza en
estos contenidos, y quizá también la ausencia de una voluntad de mostrarlos, la
reducen en cambio a un simple y anodino drama salpicado de desnudos.
El uso de la memoria como
herramienta narrativa supone un logro de la técnica literaria del que el cine
ha sabido tomar buena nota. En las páginas de Cumbres borrascosas (Wuthering Heights, 1847), de la autora Emily Brönte,
encontramos una presentación de la historia en forma de larguísimo y
apasionante “flashback” a dos voces, pertenecientes a dos personajes
secundarios en los que recae el papel de testigos. Resulta incalculable, a
estas alturas, el número de argumentos cinematográficos y televisivos, además
de literarios por supuesto, que han adoptado este mismo esquema para
desenvolver la madeja de su intriga.
Mención propia y aparte merece el
empeño maestro de ciertas voces por desaparecer, al menos en apariencia, tras
las historias que cuentan. En un cierto momento de su carrera, el autor
norteamericano Truman Capote, fino estilista literario y dueño de una rica
paleta de recursos, quiso adentrarse por el camino de la confusión voluntaria
entre realidad y ficción y trabajó durante años en ese abismo llamado A sangre fría (In cold blood, 1966). Se trata de una novela tan bien escrita como
terrible en el desarrollo de los pormenores de un absurdo y gratuito crimen. Su
tono resulta deliberadamente objetivo y donde antes el talento de su autor se
había caracterizado por la presencia de un “yo” de aguda mirada, ahora elige
retraerse para dejar los detalles de la historia en un primer plano. Capote,
con su instinto para lo mediático, acuñó un nombre para la dirección que había
tomado su inquieta creatividad: “nuevo periodismo”. El resultado fue un libro
perturbador e híbrido, donde el pulso del novelista sostiene el empeño del
periodista por mostrar una realidad, hacerla entendible. Algo que no es del
todo reportaje ni ficción aunque tiene elementos de ambos; y que se nutre de la
capacidad de su artífice para saber el espacio que debía conceder a cada género
a fin de que la combinación funcionase.
Solo un año después de su
publicación, A sangre fría obtiene
una adaptación al cine de la mano de Richard Brooks (In cold blood, 1967), artesano eficaz, adaptador frecuente de obras literarias y autor,
él mismo, de algunas novelas. Se trata de una película impresionante en muchos
aspectos —guión, reparto, fotografía—, y que por sus especiales características
estaría a medio camino entre los dos extremos que comentaba al comienzo de este
artículo. Aunque no es una obra estrictamente personal, ya que en ella resulta
muy importante la existencia de un público previo, lector del libro, que
esperaba una fiel adaptación, está muy lejos de tratarse de un simple producto:
Brooks hace suyo el mensaje y utiliza su amplia experiencia como narrador y
cineasta para construir una visión propia y llena de aciertos artísticos sobre
la alienación humana y el sinsentido de la violencia y de misma muerte, la
administre quien la administre.
Tanto Marguerite Duras como Truman
Capote usaron, según se ha visto, el material de sus propias vidas para
elaborar obras de ficción llenas de poesía y de verdad. En una faceta algo más
oscura y tremendista, Curzio Malaparte hará lo propio para fabricar el mito de
su personaje literario. Intelectual y periodista italiano que comenzó la II
Guerra Mundial en el bando fascista y la acabó —con ciertas reservas— en el
aliado o, al menos, en el contrario al dictador Mussolini, nos pinta en sus dos
principales novelas, Kaputt y La piel (1944 y 1949, respectivamente),
una Europa que es un cadáver en descomposición y cuyos habitantes hormiguean,
inquietos, sumidos en el miedo y los viejos afanes: supervivencia, avaricia,
lujuria, odio racial y político, etc. Pinta el autor a Italia y los italianos
como culpables e inocentes a la vez: un pueblo que, al igual que otros muchos
—no hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos— alza el saludo fascista
cuando toca y, cuando la vez pasa, reniega de él. Para hablar de los horrores
vividos y los novelados, Malaparte utiliza un estilo rico, cadencioso, cuajado
de ironía y referencias clásicas. Su mejor hallazgo quizá sea, como ya se
adelantaba, él mismo: un personaje capaz de cinismo y ternura, dotado de un ojo
de sagacidad casi imposible y una posición política ambigua, para quien el
autor inventó un nombre a la altura su cualidad de trágico observador. La
memoria, presentada como un enorme espejo deformante, juega en esta obra un papel esencial. En las
páginas de las novelas y relatos de Malaparte aparecen condesas, partisanos,
taberneras, soldados norteamericanos y fascistas, mujeres obligadas por su
pobreza y por la brutalidad de los hombres a prostituirse. Para todos y todas
ellas tiene el autor unas palabras, a todos sus rostros parece querer prestar
atención y entendimiento, aunque a veces el resultado sea, más bien, una
parodia.
De vuelta al género cinematográfico,
pero dejando a un lado por un momento los aciertos y desaciertos de las
adaptaciones, dos títulos destacan de entre los producidos en las últimas
décadas en los que el tema de la memoria resulta central. Memento (Christopher Nolan, 2000) utiliza una estructura narrativa
inversa para hablar de los mecanismos del recuerdo y de la manera en que el
autoengaño puede formar parte de nuestra necesidad continua de buscar una
finalidad a la existencia. Sin escapar a los tópicos del cine negro, se trata
de una historia de intenciones metafísicas y llena de pistas falsas, equívocos
y sombras chinescas, como la propia memoria.
Con un lenguaje visual mucho más
atrevido y un uso también algo más consciente y paródico de los roles clásicos
del cine noir, la impactante Carretera perdida (Lost highway, David Lynch, 1997)
vuelve a contarnos la historia de una huida desde el recuerdo a la fantasía, en
este caso motivada por un horrendo crimen machista. Todos los resortes del
género policíaco e incluso algunos del cine de terror son utilizados por el
autor junto a su especial talento para crear atmósferas tan originales como
inquietantes, que logran rozar nuestros peores miedos y más arraigados tabúes.
La memoria juega en esta película el papel de un enorme y variado escenario, un
pantano erizado de peligros: el perseguido corre a su través, sintiendo en la
nuca el aliento de sus perseguidores; huye, y no se sabe bien si huye para
eludir el castigo o en busca de una excusa, la narración de los hechos que le
permita no enfrentarse a su culpabilidad.
También en el esquema detectivesco
clásico juega la memoria un papel protagonista. En la superficie de este tipo
de historias destacan sobre todo los detalles morbosos acerca de los crímenes
que ocupan el lugar central de su argumento, y el enigma acerca de la identidad
de su autor o autores. Sin embargo, en algunas de ellas también podemos
encontrar algo un poco más valioso para este análisis. Cuando una trama se
repite de manera siempre igual, o muy parecida, sus rasgos adquieren una cierta
ligereza, se vuelven intercambiables; y esto nos permite apreciar mejor lo que
pueda haber debajo, si es que hay algo.
La investigación detectivesca se
desarrolla siempre a través de la reconstrucción de unos hechos: esta obligada
a confiar en la memoria de los implicados en el crimen, que en muchos casos
estará alterada, será parcial o incluso falsa. Con ello la misma identidad de
los personajes resultará ser algo relativo, variable, sujeto a intereses,
culpas o temores. Cada protagonista intentará presentarse del modo que interese
más a su aparente inocencia. En las historias de Agatha Christie, Conan Doyle,
Gaston Leroux o Wilkie Collins, por poner solo algunos ejemplos ilustres, la
investigación no es únicamente un intento de descubrir a los criminales, sino
también un regreso a lo ya sucedido para el que resultará imprescindible ir
apartando, uno tras otro, los velos colocados alrededor de la verdad por las
falsedades o los errores.
Aquella identidad de la que se
hablaba, la que caracterizaba a los distintos personajes tal y como nos fueron
dados a conocer al principio de la narración, irá cambiando ante nuestros ojos
cuando se vean sucesivamente obligados a reconocer sus mentiras. La memoria
inicialmente propuesta es luego minuciosamente cuestionada, destruida, y con
ello se nos transmite un claro mensaje: las cosas no son lo que parecen.
Este género cuenta con numerosísimas
adaptaciones al cine y la televisión, en su mayoría concebidas como simple entretenimiento.
A pesar de todo, algunos de esos títulos logran tener un cierto interés, ya sea
por contener una velada crítica social o debido a ese cuestionamiento del que
hablaba antes respecto a la identidad y sus aristas. Asesinato por decreto (Bob Clark, 1979) o Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet, 1974) son películas amenas,
llenas de entrañables clichés; pero también dejan espacio para la reflexión
acerca de la parte más cruel y oscura de la naturaleza humana y la contingencia
de muchas de las ideas que damos por sentadas. Bajo la superficie de algunos
argumentos que parecen consagrados a la única y relativa gracia de despejar una
incógnita sencilla, quizá encontremos razones para cuestionarnos lo relativo de
toda narración de los hechos, sea propia o ajena. Puesta en duda la inocencia
de nuestra percepción y de los recuerdos en los que se basa, será fácil
desconfiar también de la que suele presentarse como su cómplice: esa que tenemos
la costumbre de llamar nuestra identidad.