lunes, 2 de mayo de 2016

BOSQUE DE CARETAS



Tú quizá no te das cuenta, pero hay muchas ocasiones en las que, para hacer o decir algo, tapas tu cara con una máscara. Se trata de un objeto o pieza de vestuario que algunos y algunas se colocan para festejar ciertas fechas o dar cumplimiento a determinados instintos en los que un precario anonimato juega, por lo visto, su papel. Pero también constituye una actitud, la manifestación externa y más visible de la sordera y la ceguera que nos asisten cuando las cosas, a nuestro alrededor, se ponen feas o no son, en todo caso, de nuestro agrado.
Dentro de esa colocación metafórica y emocional de una careta encontramos que, con frecuencia, la dureza de rasgos de una cierta conformidad esconde nuestros verdaderos sentires y opiniones. Tememos enseñarlos por si generan un rechazo que nunca resulta agradable. Formar parte de un grupo supone, por fuerza, colocar una máscara de cierto espesor que disimule nuestras reacciones. Todo lo que hacemos por contentar a los demás que no está motivado por el cariño o la generosidad, que hay quien todavía practica con sus semejantes, equivale a un cierto grado de enmascaramiento. Existe quien se cubre para que no vean la fealdad de su auténtica forma de ser; para otros ese gesto es una manera de evitar enfrentamientos: temen —y quizá temen bien—  que llevar la contraria a los demás equivalga a quedarse solos, una amenaza que cada cual esquiva como puede.
Por supuesto que, en el escaparate continuo de lo público, la máscara es un elemento imprescindible del attrezzo. Condición tradicional para dedicarse a la política, por ejemplo, es tener una determinada rigidez en los rasgos que haga imposible distinguir cuándo se miente y en qué casos se dice la verdad o cuándo, supuesto más frecuente, se tergiversan los hechos para favorecer el discurso que convenga sostener ese día.
Pero también en lo privado se desarrolla este mecanismo de ocultación. Las familias, sobre todo en su sentido extenso, son auténticos bosques de caretas; sus integrantes deben ponérselas en reuniones y fechas señaladas para bordear eternamente el momento de la confrontación definitiva en el que se tirarán los trastos a la cabeza. Hay quien mantiene convivencias enmascaradas, e incluso esconde el rostro para hacer el amor. Claro está que se acude al lugar de trabajo con la mejor cara de póquer de la que se disponga, según el ánimo de la jornada. Nos ponemos una careta para saludar en el descansillo al vecino que nos cae mal porque no nos deja dormir la siesta; en la tienda, al decir “hasta luego” con una sonrisa a la señora cuyo monólogo ha hecho que el momento necesario para comprar una barra de pan se alargue hasta adquirir las proporciones de uno de esos ratos contemplativos que recomendaban los filósofos griegos. Pueden verse narices postizas, gafas que disimulan la mirada, sonrisas falsas; un verdadero carnaval. Con los materiales que tenemos a la vista sería factible recopilar una muy efectiva “Historia de la impostura y el fingimiento”. En esta obra podrían tener una entrada propia los “mutuos entendidos”, instrumento gracias al cual dos personas construyen juntas una mentira sin que ninguna de ambas tenga que llegar a mencionarla jamás. Encontraríamos por fin la definición unitaria de la mala costumbre, tan extendida, de propagar el uso mendaz de ciertas palabras hasta lograr que, en ciertos foros, tales vocablos adquieran visos de realidad. En un apartado de honor podría incluirse un  breve currículo de aquellas personas que, ya por conformación natural o desarrollo posterior de su carácter, han alcanzado la perfección en su extraño arte al no decir, a partir de un cierto momento de sus vidas, ni una sola palabra que fuese verdad.
Las reuniones sociales llenarían, por sí solas, un abultado capítulo de tal obra. Estás hablando con “X” y te das cuenta de que su expresión se ha vuelto rígida, opaca la mirada de sus ojos y la sonrisa un puro rictus. Algo ya sospechabas porque aquello de lo que estabas hablándole, inquietud, temor o incluso franca crisis, no era como para que “X” sonriera de esa forma. Estás ya ante una máscara, no te quepa la menor duda; los pensamientos que, a pesar de todas las apariencias, siguen circulando detrás de su hieratismo de escultura repentina es probable que muy poco, o de hecho nada, tengan que ver con lo que decías. Pero no es cuestión de dejar a la otra persona —o su máscara— en evidencia: finges una o dos tosecillas, bebes algo, enciendes un cigarrillo si es que aún fumas. Disimulas, a tu vez, para dar tiempo a que el rostro vivo con el que creías estar comunicándote aflore de nuevo o decida, en el peor de los casos, endurecerse todavía más en su estado de careta, lo que llevará al fin inevitable de la conversación.
La máscara termina, en suma, por invadirnos y ejercer un cierto dominio. Se conocen casos, algunos de ellos de público y general conocimiento —no mencionaremos nombres— en que la careta ha terminado por suplantar a la persona que la usaba. Se trata de supuestos en que la máscara ha tomado el control de quien le daba hospedaje: la personalidad original pasa, merced a un enfermizo cambio de roles de naturaleza casi biológica, a cumplir el papel de individuo secundario, ya siempre oculto igual que en algunas casas de pretendida dignidad o abolengo se obligaba a permanecer escondido al miembro de la familia que sufría alguna demencia o deformación.

En definitivas cuentas y así descrito el panorama, se trataría de distinguir cuándo somos quienes somos y cuándo, en cambio, la máscara que usamos para protegernos o parecer menos disconformes, no tan presas del horror, por todo lo que vemos y nos pasa. De momento no se ha creado ningún mecanismo a este fin; para apreciar la falsedad dependes por completo del ojo clínico que hayas podido desarrollar. Aunque, sobre este ojo, nunca sabrás con certeza si de verdad te pertenece o forma parte de la careta que tú, como todos los demás, pones de vez en cuando sobre el rostro.

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