Tú quizá no te das cuenta, pero hay
muchas ocasiones en las que, para hacer o decir algo, tapas tu cara con una
máscara. Se trata de un objeto o pieza de vestuario que algunos y algunas se
colocan para festejar ciertas fechas o dar cumplimiento a determinados
instintos en los que un precario anonimato juega, por lo visto, su papel. Pero
también constituye una actitud, la manifestación externa y más visible de la
sordera y la ceguera que nos asisten cuando las cosas, a nuestro alrededor, se
ponen feas o no son, en todo caso, de nuestro agrado.
Dentro de esa colocación metafórica y
emocional de una careta encontramos que, con frecuencia, la dureza de rasgos de
una cierta conformidad esconde nuestros verdaderos sentires y opiniones.
Tememos enseñarlos por si generan un rechazo que nunca resulta agradable. Formar
parte de un grupo supone, por fuerza, colocar una máscara de cierto espesor que
disimule nuestras reacciones. Todo lo que hacemos por contentar a los demás que
no está motivado por el cariño o la generosidad, que hay quien todavía practica
con sus semejantes, equivale a un cierto grado de enmascaramiento. Existe quien
se cubre para que no vean la fealdad de su auténtica forma de ser; para otros ese
gesto es una manera de evitar enfrentamientos: temen —y quizá temen bien— que llevar la contraria a los demás equivalga
a quedarse solos, una amenaza que cada cual esquiva como puede.
Por supuesto que, en el escaparate
continuo de lo público, la máscara es un elemento imprescindible del attrezzo. Condición tradicional para
dedicarse a la política, por ejemplo, es tener una determinada rigidez en los
rasgos que haga imposible distinguir cuándo se miente y en qué casos se dice la
verdad o cuándo, supuesto más frecuente, se tergiversan los hechos para
favorecer el discurso que convenga sostener ese día.
Pero también en lo privado se desarrolla
este mecanismo de ocultación. Las familias, sobre todo en su sentido extenso,
son auténticos bosques de caretas; sus integrantes deben ponérselas en
reuniones y fechas señaladas para bordear eternamente el momento de la
confrontación definitiva en el que se tirarán los trastos a la cabeza. Hay
quien mantiene convivencias enmascaradas, e incluso esconde el rostro para
hacer el amor. Claro está que se acude al lugar de trabajo con la mejor cara de
póquer de la que se disponga, según el ánimo de la jornada. Nos ponemos una
careta para saludar en el descansillo al vecino que nos cae mal porque no nos
deja dormir la siesta; en la tienda, al decir “hasta luego” con una sonrisa a
la señora cuyo monólogo ha hecho que el momento necesario para comprar una
barra de pan se alargue hasta adquirir las proporciones de uno de esos ratos
contemplativos que recomendaban los filósofos griegos. Pueden verse narices
postizas, gafas que disimulan la mirada, sonrisas falsas; un verdadero
carnaval. Con los materiales que tenemos a la vista sería factible recopilar
una muy efectiva “Historia de la impostura y el fingimiento”. En esta obra podrían
tener una entrada propia los “mutuos entendidos”, instrumento gracias al cual
dos personas construyen juntas una mentira sin que ninguna de ambas tenga que
llegar a mencionarla jamás. Encontraríamos por fin la definición unitaria de la
mala costumbre, tan extendida, de propagar el uso mendaz de ciertas palabras
hasta lograr que, en ciertos foros, tales vocablos adquieran visos de realidad.
En un apartado de honor podría incluirse un
breve currículo de aquellas personas que, ya por conformación natural o
desarrollo posterior de su carácter, han alcanzado la perfección en su extraño arte
al no decir, a partir de un cierto momento de sus vidas, ni una sola palabra
que fuese verdad.
Las reuniones sociales llenarían, por sí
solas, un abultado capítulo de tal obra. Estás hablando con “X” y te das cuenta
de que su expresión se ha vuelto rígida, opaca la mirada de sus ojos y la
sonrisa un puro rictus. Algo ya sospechabas porque aquello de lo que estabas
hablándole, inquietud, temor o incluso franca crisis, no era como para que “X”
sonriera de esa forma. Estás ya ante una máscara, no te quepa la menor duda;
los pensamientos que, a pesar de todas las apariencias, siguen circulando
detrás de su hieratismo de escultura repentina es probable que muy poco, o de hecho
nada, tengan que ver con lo que decías. Pero no es cuestión de dejar a la otra
persona —o su máscara— en evidencia: finges una o dos tosecillas, bebes algo,
enciendes un cigarrillo si es que aún fumas. Disimulas, a tu vez, para dar
tiempo a que el rostro vivo con el que creías estar comunicándote aflore de
nuevo o decida, en el peor de los casos, endurecerse todavía más en su estado
de careta, lo que llevará al fin inevitable de la conversación.
La máscara termina, en suma, por
invadirnos y ejercer un cierto dominio. Se conocen casos, algunos de ellos de
público y general conocimiento —no mencionaremos nombres— en que la careta ha
terminado por suplantar a la persona que la usaba. Se trata de supuestos en que
la máscara ha tomado el control de quien le daba hospedaje: la personalidad
original pasa, merced a un enfermizo cambio de roles de naturaleza casi
biológica, a cumplir el papel de individuo secundario, ya siempre oculto igual
que en algunas casas de pretendida dignidad o abolengo se obligaba a permanecer
escondido al miembro de la familia que sufría alguna demencia o deformación.
En definitivas cuentas y así descrito el
panorama, se trataría de distinguir cuándo somos quienes somos y cuándo, en
cambio, la máscara que usamos para protegernos o parecer menos disconformes, no
tan presas del horror, por todo lo que vemos y nos pasa. De momento no se ha creado
ningún mecanismo a este fin; para apreciar la falsedad dependes por completo del
ojo clínico que hayas podido desarrollar. Aunque, sobre este ojo, nunca sabrás con
certeza si de verdad te pertenece o forma parte de la careta que tú, como todos
los demás, pones de vez en cuando sobre el rostro.
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