Era verano. Recuerdo el calor aplastante, la
quietud, el silencio de primera hora de la tarde en el extrarradio cuando pega
el mes de junio y en las aceras no se mueve ni el minúsculo bulto de un
insecto, ni una de las polvorientas hojas de los naranjos pequeños y
resignados. Yo pasaba el día en casa de una de mis abuelas. Algo después de la
hora del café, ella dijo que debía salir un momento.
— Yo quiero ir.
— Solo voy a por una cosa y vuelvo.
— Yo quiero ir.
— Enseguida estoy aquí.
— ¡Yo quiero ir!
— Bueno.
Ella se encogió de hombros y me agarró de la mano.
Salimos a la calle. La temperatura debía ser de unos cuarenta grados a la
sombra. La luz me hacía guiñar los ojos. Bajo el imperio de esa misma luz, las
calles estaban desiertas y la piel de mi frente, de mis brazos, rompió a sudar
y a quejarse. Pero yo era un niño y estaba aburrido; aquel breve trayecto
suponía, al menos, una manera de entretener parte de la larguísima tarde que
debía pasar hasta que mis padres vinieran a recogerme. Además, para entonces ya
refrescaría.
Cada árbol que dejábamos a un lado era la víctima
callada de una seca tortura; pesaba el aire, cargado e inmóvil. Andábamos
despacio, yo algo por delante de mi abuela. Recorrimos la calle, doblamos a la
derecha, seguimos por otra calle parecida: casas de una o dos plantas, custodiadas
por muros de ladrillo polvoriento. Por fin llegamos a nuestro destino. La
entrada de la tienda apenas se distinguía del resto de las fachadas en quietud.
Su puerta carecía de patio delantero; tenía los cristales tapados con trapos o
cartones, ya no recuerdo. Junto a ella, un escaparate alargado exhibía botes de
colonia con alguna mancha en el cartón del envase, medias que salían de su
envoltorio como flojas pieles de serpiente, botes de champú de colores
apagados, peines de plástico y muchas otras cosas. Mi abuela empujó la puerta y
entramos.
El interior estaba en penumbra: una fresca ausencia
de luz. Se notaba la discreta corriente de aire generada, desde algún sitio,
por un ventilador pequeño. Yo nunca había estado en aquella tienda. Si el
minúsculo escaparate me había parecido digno de atención porque acumulaba cosas
muy diversas, aunque ninguna de ellas la quisiera yo para nada, al ver lo que
ocultaba aquella puerta tan vieja y muda como el resto estuve a punto de soltar
un grito: cientos, quizá miles de objetos se acumulaban en vitrinas y
expositores, llenaban estanterías que se alzaban hasta el techo, se esparcían,
incluso, por el suelo de losetas de color rojo oscuro. Hoy supongo que, en
realidad, el espacio debía ser bastante estrecho, con más altura que
profundidad, cada centímetro de pared aprovechado para apoyar alguna caja,
servir de fondo a otra pila de artículos que alguien, en alguna ocasión, podía
necesitar y no tendría ganas o tiempo de ir a buscar a un comercio más
iluminado y lujoso. A mí, en cambio, no me atraían ya por aquel entonces los
ámbitos acristalados, con orden y glamour,
de los grandes almacenes. Prefería mucho antes la posibilidad de lo inesperado:
hallar, donde otra mirada lo había pasado por alto, el brillo mate de algo que
yo considerase un tesoro; coger ese objeto con mis manos y que fuesen mis manos,
precisamente las mías de entre todas las posibles, las primeras en tocarlo, o
en reconocer su auténtico valor después de mucho tiempo. Aquella, y no otra
distinta, era el tipo de tienda que me gustaba, cuya confusión y probables
secretos excitaban mi imaginación; era el lugar donde podría, luego, en la
tranquilidad paralizada de la siesta o el aburrimiento de las clases de
matemáticas, soñar que realizaba todos los hallazgos, suponer encajados en
algún rincón todos los misterios.
El dueño era un hombre que vestía una camisa de
manga corta y llevaba gafas de lectura. De él recuerdo estos detalles y que
reaccionó a mi entusiasmo por su tienda con bromas algo secas, irónicas, el
tipo de humor rasposo que ya me era familiar de las pocas visitas que había
hecho a algunos bares en compañía de mis padres. Habló con mi abuela: ella
necesitaba unas cuantas cosas. Mientras él las cogía y ambos intercambiaban
comentarios acerca del calor, yo observaba con ansia el inmenso y apretado
muestrario de artículos. Tenía poco tiempo si quería descubrir algo que
respondiera a mis repentinas expectativas.
(Continuará)
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