miércoles, 9 de marzo de 2016

EL VERANO Y EL MITO




Era verano. Recuerdo el calor aplastante, la quietud, el silencio de primera hora de la tarde en el extrarradio cuando pega el mes de junio y en las aceras no se mueve ni el minúsculo bulto de un insecto, ni una de las polvorientas hojas de los naranjos pequeños y resignados. Yo pasaba el día en casa de una de mis abuelas. Algo después de la hora del café, ella dijo que debía salir un momento.
— Yo quiero ir.
— Solo voy a por una cosa y vuelvo.
— Yo quiero ir.
— Enseguida estoy aquí.
— ¡Yo quiero ir!
— Bueno.
Ella se encogió de hombros y me agarró de la mano. Salimos a la calle. La temperatura debía ser de unos cuarenta grados a la sombra. La luz me hacía guiñar los ojos. Bajo el imperio de esa misma luz, las calles estaban desiertas y la piel de mi frente, de mis brazos, rompió a sudar y a quejarse. Pero yo era un niño y estaba aburrido; aquel breve trayecto suponía, al menos, una manera de entretener parte de la larguísima tarde que debía pasar hasta que mis padres vinieran a recogerme. Además, para entonces ya refrescaría.
Cada árbol que dejábamos a un lado era la víctima callada de una seca tortura; pesaba el aire, cargado e inmóvil. Andábamos despacio, yo algo por delante de mi abuela. Recorrimos la calle, doblamos a la derecha, seguimos por otra calle parecida: casas de una o dos plantas, custodiadas por muros de ladrillo polvoriento. Por fin llegamos a nuestro destino. La entrada de la tienda apenas se distinguía del resto de las fachadas en quietud. Su puerta carecía de patio delantero; tenía los cristales tapados con trapos o cartones, ya no recuerdo. Junto a ella, un escaparate alargado exhibía botes de colonia con alguna mancha en el cartón del envase, medias que salían de su envoltorio como flojas pieles de serpiente, botes de champú de colores apagados, peines de plástico y muchas otras cosas. Mi abuela empujó la puerta y entramos.
El interior estaba en penumbra: una fresca ausencia de luz. Se notaba la discreta corriente de aire generada, desde algún sitio, por un ventilador pequeño. Yo nunca había estado en aquella tienda. Si el minúsculo escaparate me había parecido digno de atención porque acumulaba cosas muy diversas, aunque ninguna de ellas la quisiera yo para nada, al ver lo que ocultaba aquella puerta tan vieja y muda como el resto estuve a punto de soltar un grito: cientos, quizá miles de objetos se acumulaban en vitrinas y expositores, llenaban estanterías que se alzaban hasta el techo, se esparcían, incluso, por el suelo de losetas de color rojo oscuro. Hoy supongo que, en realidad, el espacio debía ser bastante estrecho, con más altura que profundidad, cada centímetro de pared aprovechado para apoyar alguna caja, servir de fondo a otra pila de artículos que alguien, en alguna ocasión, podía necesitar y no tendría ganas o tiempo de ir a buscar a un comercio más iluminado y lujoso. A mí, en cambio, no me atraían ya por aquel entonces los ámbitos acristalados, con orden y glamour, de los grandes almacenes. Prefería mucho antes la posibilidad de lo inesperado: hallar, donde otra mirada lo había pasado por alto, el brillo mate de algo que yo considerase un tesoro; coger ese objeto con mis manos y que fuesen mis manos, precisamente las mías de entre todas las posibles, las primeras en tocarlo, o en reconocer su auténtico valor después de mucho tiempo. Aquella, y no otra distinta, era el tipo de tienda que me gustaba, cuya confusión y probables secretos excitaban mi imaginación; era el lugar donde podría, luego, en la tranquilidad paralizada de la siesta o el aburrimiento de las clases de matemáticas, soñar que realizaba todos los hallazgos, suponer encajados en algún rincón todos los misterios.

El dueño era un hombre que vestía una camisa de manga corta y llevaba gafas de lectura. De él recuerdo estos detalles y que reaccionó a mi entusiasmo por su tienda con bromas algo secas, irónicas, el tipo de humor rasposo que ya me era familiar de las pocas visitas que había hecho a algunos bares en compañía de mis padres. Habló con mi abuela: ella necesitaba unas cuantas cosas. Mientras él las cogía y ambos intercambiaban comentarios acerca del calor, yo observaba con ansia el inmenso y apretado muestrario de artículos. Tenía poco tiempo si quería descubrir algo que respondiera a mis repentinas expectativas.
(Continuará)

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