jueves, 23 de febrero de 2017

El juez y su verdugo (1952) y La promesa. Réquiem por la novela policíaca (1957) Friedrich Dürrenmatt.




      
      La pasión por la lectura tiene innumerables ventajas y un único inconveniente: al cabo de los años se recorren multitud de títulos y, en muchos de ellos, se encuentran razones para disfrutar; aún en bastantes para emocionarse; pero solo en algunos, muy pocos en realidad, la combinación de factores necesaria para crear un fuerte impacto. Esto es lo que me ha ocurrido con el reciente hallazgo de la novela La promesa, de Friedrich Dürrenmatt, cuyo subtítulo, Réquiem por la novela policíaca, contiene la clave de su mensaje esencial, ese que su autor lanza al estómago y la inteligencia de sus lectores.
            
      Hay libros ya de sobra comentados y otros de los que nunca se hablará lo bastante. Dürrenmatt compone, a partir de la década de los cincuenta del siglo pasado, dos textos que toman como punto de partida los prototipos de la “novela negra” americana para subvertirlos, parodizarlos y separar sus partes a fin de construir, con las piezas resultantes, un panorama humano y literario completamente distinto. Si estuviéramos hablando de obras teatrales, podríamos decir que estas historias no solo cambian el decorado habitual en tragedias o comedias anteriores, sino que también ahondan en sus temas. La perspectiva, más profunda y de una mayor ambición, autoriza a sus personajes a cuestionar y cuestionarse de manera explícita y desesperada, como el protagonista de El juez y su verdugo cuando se pregunta: “¿Qué es el hombre?” (no tanto entre interrogantes como entre signos de exclamación).
            
      Ambos argumentos parten de un planteamiento inicial que podríamos denominar “corriente” —el hallazgo de la víctima de un crimen— que resultará luego tener implicaciones humanas e intelectuales mucho más extensas que la simple resolución del enigma. En La promesa, la captura de un sórdido asesino de niñas lleva a un policía obsesionado con el orden al borde de la locura; El juez y su verdugo empieza con el episodio, narrado con comicidad, en el que un agente de pueblo encuentra un cadáver apoyado en el volante de su propio coche, y decide conducirlo hasta la comisaría en el mismo vehículo escena del crimen para no alterar el orden y la paz vecinal. Las dos historias resultan una expresión de la humana miseria y, al mismo tiempo, complicados juegos de espejos en los que el autor nos introduce de lleno. En su transcurso, como suele ocurrir cuando la literatura es arte y no simple entretenimiento, se plantearán más preguntas que respuestas. Las conclusiones fáciles no caben: el misterio se refiere, sobre todo, a qué somos y a nuestra forma de disponer, o permitir que nos dispongan, la existencia.

            
      El autor suizo elige para exponer sus dudas y perplejidades acerca del ser humano, en estas dos obras, el género policíaco; pero no se abandona a él, a sus tópicos, ni a las aparentes necesidades que impone. El lector —la lectora—, como decía Carlos Edmundo de Ory, puede leer sin temor. También con la seguridad de que no abandonará el universo escuetamente propuesto por Dürrenmatt siendo la misma persona que entró en él.  

miércoles, 1 de febrero de 2017

EL RESGUARDO DE LAS CUATRO PAREDES



   (Publicado en la revista "Sin ir más lejos" de la ONG Córdoba Acoge)


      La realidad es una enorme estancia en una de cuyas paredes hay una enorme ventana, de grandes cristales más o menos limpios aunque carente de persiana o cortinas. La pared opuesta, en cambio, está cubierta precisamente de un largo cortinaje que en su parte inferior roza el suelo. A través de la ventana podemos ver paisajes de cuya veracidad y auténtica naturaleza cabe dudar porque, a lo largo de los años, hemos ido comprobando que su carácter cambia de una manera que sospechamos controlada. El objetivo de este control no sería otro que modular nuestro estado de ánimo, dar una forma determinada a nuestras opiniones.

      En el interior de la habitación nos esforzamos por llevar una vida lo más digna y entretenida posible, muchas veces influenciada por lo que vemos a través de la ventana. Sí, realmente esa ventana cobra para nosotros una importancia cada vez mayor: es nuestro contacto más directo, nos decimos, con lo que está ocurriendo fuera. Hay un mundo exterior al que podemos salir cuando queramos. Si son pocas las ocasiones en las que decidimos dar ese paso es porque, a fin de cuentas, en el interior de la habitación se está bastante bien y no parece necesario ni del todo conveniente andar dando vueltas al frío del invierno, o bajo el calor extremo del verano.
            
     Sin embargo, ni siquiera permanecer al amparo de esas cuatro paredes nos asegura una tranquilidad completa, el sosiego que continuamente luchamos por preservar limitando nuestras incursiones a las mínimas imprescindibles. Aunque vivamos pendientes de lo que muestra la ventana, de vez en cuando no podemos evitar un rápido vistazo en dirección a la pared opuesta, donde la cortina luce oscura y en silencio. Los enormes trozos de tela que la componen no cumplen la función estética y decorativa que nos gustaría atribuirles. Por la firmeza de su caída y la extensión de su forma parecen, en realidad, tener la intención de tapar algo, protegernos quizá de la visión de alguna otra parte de la casa que tendría el efecto de intranquilizarnos o crispar nuestros nervios. La tentación de echar un vistazo a su otro lado, como se comprenderá, es grande; pero hay quien disciplina su curiosidad hasta el punto de haber logrado un equilibrio entre el impulso de mirar y el temor de lo que podría descubrirse. De esta manera, ambas emociones se neutralizan mutuamente y la cortina, un día más, se queda donde estaba.
            
      Por lo demás, todo ese miedo acumulado a lo largo de los años se justifica el día en que decidimos apartar uno de los pesados faldones y, con cierta sensación de vértigo, miramos de frente lo que su grueso y opaco material nos evitaba conocer. Por las informaciones que nos llegaban a través de la ventana sabíamos que llovía, que incluso diluviaba: auténticos aguaceros bíblicos que caían en forma de pesadas trombas de agua, causando accidentes, molestias y pequeños desperfectos aquí y allá. Vemos ahora que hay lugares, como los campamentos saharauis donde los supervivientes de ese pueblo viven confinados y no reconocidos como tal pueblo, en los que unas inundaciones causan la inmediata y completa pérdida de todo cuanto tenían.
            
       La ventana habla de las preocupaciones laborales y políticas de nuestros vecinos que, con toda seguridad, son reales —las preocupaciones, entiéndase bien— pero eluden incluir a una parte muy nutrida de la población activa e inactiva, según los casos, y que está compuesta por personas inmigrantes a menudo ignoradas por quienes nos dirigen. Su situación jurídica, laboral e incluso sanitaria es mantenida en un interesado limbo donde los procedimientos administrativos son eternos y los servicios primarios sufren recortes continuos, eso sí, con la ya típica coartada de la crisis.
            
        Por fin, las informaciones más recientes que nos llegan a través de la ventana hablan de que en un país poderoso han erigido como dirigente a un déspota. No es el primero de la historia, ni será el último. Cunde un gran escándalo a raíz de sus proyectos de reforma, entre otras en materia de inmigración. Mientras, desde el otro lado de la cortina se nos revela que hace mucho que nuestro propio gobierno, elegido por la ignorancia de unos y la inactividad de otros, lleva a cabo medidas muy por el estilo de las que anuncia el nuevo y rubicundo líder extranjero. Los responsables de gestionar el paisaje que puede contemplarse a través de la ventana parecen predispuestos a ver con rapidez la paja en el ojo ajeno, pero solo de manera que sigamos ignorando que el molesto escozor que sentimos en nuestro propio ojo no es otra cosa que una viga.
            
        En la estancia de nuestra percepción de las cosas está la ventana, por donde la realidad nos dice cómo quiere que la veamos. Pero también, en la pared opuesta, las cortinas nos ofrecen la posibilidad de atisbar, aunque sea por un momento, la cara verdadera de esa misma realidad; es decir, su rostro completo, sin luces ni maquillaje que disimulen esas zonas suyas que no interesa mostrar. La elección entre una y otra no siempre está en nuestra mano. Si, a pesar de todo, alguna vez tenéis la oportunidad y reunís el valor, dejad por un momento la ventana y acercaos, sin hacer ruido, a la pesada tela detrás de la cual aguardan los aspectos menos agradables, pero también más auténticos, del mundo que hacemos entre todos.