(Artículo publicado en la revista de la ONG Córdoba Acoge Sin ir más lejos)
Digamos
que en el descansillo de un modesto edificio hay dos puertas. El edificio es
parecido a tantos otros que hay en nuestra ciudad, algo viejo, con algunos
desconchones y macetas en las ventanas. Las personas que viven al otro lado de
esas puertas responden a las iniciales “H” y “L”, respectivamente.
Digamos que el padre y la madre de
H. nacieron en Marruecos, Egipto, Argelia o el Magreb, solo por mencionar
algunas posibilidades; que emigraron a España cuando aún eran muy jóvenes y, con
grandes esfuerzos y muchos sacrificios, lograron establecerse y hacer de su nuevo
país de residencia un hogar, aunque siempre hubo gente que no les aceptó. El
padre y la madre de H. no tenían experiencia previa en el ámbito del comercio
pero pensaron en abrir un negocio propio y, después de algunos años, lograron
su propósito. En esa tienda trabaja hoy H. durante las horas que le dejan
libres sus estudios de comercio y contabilidad. En un principio H. se opuso a
la idea de iniciar esos estudios: su vocación es la música, en concreto tocar
la guitarra eléctrica, y su sueño formar parte de un grupo de pop como The
Beatles o Radio Futura. Sin embargo, después de muchas discusiones, H. comenzó
a asistir a las clases y ahora procura compatibilizar ambas ocupaciones, además
de ayudar en la tienda. El comercio y la contabilidad no le encantan pero se le
dan bastante bien y saca buenas notas. Su vida transcurre por cauces
tranquilos, muy semejantes a los de cualquier persona de su edad que tiene la
suerte de poder estudiar gracias a su padre y su madre.
H. ha nacido en España y siempre ha
vivido en el mismo barrio, ni cerca ni lejos del centro de la ciudad, rodeado
de otras familias modestas y trabajadoras como la suya, algunos de cuyos hijos
e hijas son sus mejores amigos.
Al otro lado del minúsculo
descansillo, carente de luz y alegrado solo por una planta de grandes hojas
verdes cuyas puntas rozan el suelo, vive L. en régimen de alquiler y, de
momento, solo. Es la segunda o tercera vivienda que ocupa desde que decidió
independizarse de su familia, con la que a veces se lleva bien y otras mal
porque los tres son personas con un carácter fuerte. L. es español e hijo de
españoles, que a su vez lo eran de padres y madres también españoles. De hecho,
ninguno de los antecesores de L. ha vivido nunca, excepto por períodos breves y
casi anecdóticos, fuera de la provincia. Quizá por eso L. se empeña por residir
también aquí, aunque para ello tenga que trabajar de dependiente en una tienda
de telefonía donde no puede poner en práctica sus estudios de diseño gráfico. Puede
que también intervengan en ello otros factores que ahora no vienen al caso;
solo comentamos su vida y circunstancias por lo que revela de ellas un examen
superficial.
La vida de L., dentro de los términos
de ese examen, es bastante normal. Va al trabajo y vuelve del trabajo. De vez
en cuando queda con algunas amigas y amigos y ha tenido dos parejas. Al menos
una vez por semana hace una visita a sus padres y pasa un rato en su compañía,
normalmente frente al televisor. Durante esos ratos no es infrecuente que
hablen acerca de alguna noticia de actualidad de las que pueblan los
informativos y otros programas.
El diecisiete de agosto L. no estaba
viendo la televisión con sus padres cuando tuvo lugar el atentado de Las
Ramblas de Barcelona. Se enteró al llegar al trabajo; durante toda esa tarde
circularon por las instalaciones noticias acerca del número de muertos y
heridos, sobre las averiguaciones realizadas para identificar a los
responsables, conocidas a través de la radio y de internet. Al llegar a casa
esa tarde, L. llamó a casa de sus padres y comprobó que también ellos habían
estado durante las últimas horas pendientes de cualquier novedad.
“¡Habría que echar a todos esos de
España!” le grita su padre a través del auricular. L. trata de tranquilizarlo
y, finalmente, cuelgan. Después enciende el televisor y se entera de algunos
detalles más por los diversos programas especiales de las distintas cadenas de
televisión. El problema es que, al mismo tiempo, esas mismas cadenas organizan
debates de urgencia en los que esos datos, aún no comprobados y hasta
contradictorios, se mezclan con opiniones de signo muy diverso y, salvo en el
caso de alguna voz que pretende ofrecer al público una perspectiva más amplia
de los hechos, cada cual se refiere a ellos desde su particular foco de
interés. L. escucha a personas que ostentan cargos públicos, a periodistas,
militares y expertos en sociología. Por fin, pasada la una, se va a dormir con
una confusión de informaciones, referencias nuevas para él y exclamaciones
indignadas o llenas de alarma, como la de su padre a través del teléfono, que
él oye repetida en su cabeza una y otra vez sin poder evitarlo: “¡Habría que
echar a todos esos de España!”
Llega la mañana siguiente. Una luz
mortecina aclara poco a poco el estrecho espacio del descansillo que, al filo
de las ocho, parece desolado y sucio aunque no es ninguna de las dos cosas.
Cuando están a punto de dar las ocho y cuarto, las dos puertas se abren al
mismo tiempo. Por una sale H., que llega a clase con el tiempo justo y, por la otra,
su vecino L. todavía absorto en comprobar si no ha olvidado apagar el
calentador del gas o cerrar la llave de algún grifo. En ese momento las miradas
de ambos se cruzan, una de tantas casualidades que ocurren todos los días. Pero
ese no es un día cualquiera, es el día posterior a un atentado horrible en la
ciudad de Barcelona. Han sido varias las ocasiones en las que L. se ha
encontrado con alguna de las personas que viven en el piso frente al suyo, pero
jamás había pasado por su mente pensamiento alguno más allá de la vaga
apreciación de que “tenían aspecto de árabes”. Esa vez, esa mañana concreta, acuden
a su mente las salvajes imágenes del atentado, junto con opiniones sesgadas,
temores multiplicados y vivos y la exclamación de su padre. Sin ser muy
consciente de su propio impulso, se oye decir entre dientes:
— ¿Has visto lo que hizo tu gente
ayer?
Y H., que jamás hizo daño a nadie,
que nació en el mismo lugar que L. y para quien “su gente” son las personas de
su círculo más íntimo, siente que le recorre un escalofrío de desagrado.
También él y su familia, como tantas otras en el país, han pasado la tarde de
ayer delante del televisor. Su padre y su madre le advirtieron de que podía recibir
insultos y amenazas, aunque nadie habría podido prever que tendrían lugar tan
pronto y además allí mismo, en la puerta de su casa. Tal vez por eso, o quizá
debido a la vulgaridad y la ignorancia que el comentario demuestra H. siente
pudor, agacha la cabeza y no responde.
Sabe que si vuelve a entrar en casa
y cuenta lo ocurrido su familia sufrirá, se enfadará y puede incluso montar un
escándalo, de manera que se adelanta a su vecino L. y baja hasta el portal casi
a la carrera. Luego sale a la calle y, por costumbre, se dirige al instituto
aunque de pronto le invade un sentimiento que, hasta ahora, nunca había
relacionado con el lugar a donde acude cada mañana laborable: el miedo, miedo a
ser visto y a que le dirijan nuevos insultos; un miedo absurdo, pero real, a
ser él mismo.
Como H., cientos de miles de
personas que profesan la religión musulmana o que proceden, por nacimiento o
ascendencia, de un país árabe tienen que sufrir cada día, desde que comenzaron
los atentados en territorio europeo, las sospechas, las acusaciones directas y
los insultos. Igual que L., muchas personas de nuestro país o de cualquier otro
donde parte de la ciudadanía no asume la inmigración como un fenómeno natural y
beneficioso dirigen sus odios, desconfianzas y recelos contra quienes nada les
han hecho, los vuelcan sobre quienes no desean otra cosa que vivir su vida en
paz. Y nuestra realidad es como ese descansillo de un bloque de pisos
cualquiera donde, en un momento determinado, se producirá un encuentro y
nuestros prejuicios y miedos se verán confrontados a la vida, el carácter y el
rostro de una persona de verdad, con emociones auténticas. Son esas emociones y
no la falsedad acartonada y carente de base de tantos estereotipos lo que
debería importarnos. Las emociones y no nuestra inseguridad y nuestro temor,
que se parecen demasiado a una profunda ignorancia.