jueves, 31 de marzo de 2016

DOS, POR FAVOR





Mientras espera en la cola de supermercado, el hombre piensa que es muy aburrido el interminable ciclo de obligadas visitas a lugares como ese para realizar tareas parecidas a la que él, incluso al hacer cola y preguntarse si será suficiente el dinero que lleva o tendrá que pagar con tarjeta, está cumpliendo. Hacer la compra, ir al banco a preguntar por la comisión indebida, llevar a los niños a que se aprovisionen de ropa, la espera ante el mostrador de la biblioteca para devolver los libros, la espera en la zapatería, en la oficina pública, la espera, durante las horas de trabajo, a que conteste al teléfono la persona autorizada o a que llegue la firma que permitirá seguir con la tramitación del informe. La espera, la espera. El hombre se siente descorazonado y piensa en una vaga actividad creativa que él podría desempeñar, en largos paseos, en atardeceres toscanos contra un fondo de viñedos, en la música que le gustaba escuchar cuando era más joven y que ya no tiene tiempo de escuchar. Luego cae en la cuenta de que su cansancio está tomando la forma de una serie de tópicos; que él no sabe, en realidad, dónde está la Toscana, nunca fue una persona creativa y que dar paseos, sobre todo si son largos, le cansa y aburre, aunque sigue haciéndolo por mantener algo la forma, como un compromiso más de los muchos que le ocupan. Además, la señora que estaba delante de él en la cola ha terminado de pagar y tiene que darse prisa si no quiere retrasar a los compradores que le siguen. Con un gesto de torpes aires atléticos, empieza a poner el contenido de su cesta en la cinta transportadora. La cajera le dirige apenas una mirada de reojo mientras pasa por el lector de códigos de barras la primera de sus compras.

— ¿Bolsa?

— Dos, por favor.

martes, 29 de marzo de 2016




   Cartel de la presentación en Bar Limbo de la novela "Batalla y campo de batalla" y del blog "Los pormenores de mi sueño".

jueves, 24 de marzo de 2016

  
   Una pequeña colaboración en el XII Maratón de lectura continuada de poesía escrita por mujeres "Voces de mujeres iberoamericanas". Se conmemoraba el Día internacional de la mujer con poemas de Gloria Fuertes, Alejandra Pizarnik y otras muchas autoras. Con Alicia Vara López y la poeta María Rosal.




jueves, 17 de marzo de 2016

EL VERANO Y EL MITO (continuación)






No sé por qué mi acelerada cabeza dio lugar a aquel planteamiento; de dónde saqué yo que podía elegir algo de la tienda y que mi abuela, en lógica correspondencia a mi decisión, tendría que comprármelo. Mi fantasía generó esa urgencia. No era yo un niño al que concedieran, habitualmente, todos sus caprichos. Lo contrario me hubiese convertido en un dictador insoportable y a mí podía calificárseme, como mucho, de cacique local en el reducido territorio de mi casa. De cualquier manera, yo creía tener que decidirme y decidirme ya. Miré a mi alrededor: había, sobre todo, productos de higiene y belleza, también material escolar, lápices y rotuladores, reglas de formas diversas, un compás en una caja azul con la tapa transparente. Me gustaba dibujar pero ya tenía en casa algunos lápices y la caja de rotuladores que mi madre había comprado, por indicación de la maestra, para los deberes de plástica. El compás no sabía para qué podía servir; algo relacionado también con los deberes, sin duda.
En la bolsa de plástico se amontonaba todo lo que mi abuela había ido a buscar: mi plazo terminaba. El dueño de la tienda ajustaba la cuenta, enunciando en voz alta cada artículo y su precio —allí no había trampa ni cartón—. Precisamente junto a su codo vi que asomaba la cara mofletuda y carente de expresión de una muñeca con el pelo rizado que yacía, inmóvil, en su caja. ¡Luego allí también había juguetes! Me alcé sobre las puntas de mis zapatillas; aquel gesto me dolió un poco porque en verano, excepto para vestir zapatos, no solían llevarse calcetines. En la pared detrás del mostrador colgaban de unas gomas, sujetos con pequeñas pinzas negras, una multitud de figuritas de indios y vaqueros en su envase de cartón y plástico transparente. Los envases formaban una especie de cascada que llegaba hasta el suelo. Arriba destacaba, por su forma y tamaño, una figura distinta: un motorista con un casco minúsculo y, lo que era importante, incluso con una moto.
Yo no daba crédito. ¡Eso, eso era lo que yo quería! Iba a señalar en dirección al motorista cuando, alzando la vista sobre su lugar de honor, vi algo más. La cascada de juguetes no comenzaba con él; había otro juguete que estaba situado todavía más alto.
Muy alto, en realidad; incluso por encima de la cabeza del dueño de la tienda, ya casi donde la pared se juntaba con el techo. Era el sitio donde debía estar, allí, en la altura, porque se trataba de un avión. Incluso visto de lejos me pareció enorme: sus alas llenaban el ancho de la caja, también su cola se alargaba de una manera casi inverosímil, poderosa y gris. En cada ala brillaban los colores de un emblema redondo, el mismo que adornaba el alerón trasero; la cabina se abría junto al morro y en ella pude ver, sentada, la figura del piloto. Mantenía una posición erguida y alerta, firme el rumbo del gigantesco vehículo que le había sido confiado.
Era como para pensar que una cosa así me dejaría sin habla, pero no: a los pocos segundos de haberlo visto ya daba saltos, agarrado al vestido de mi abuela, y pedía aquel avión. ¡Yo quería aquel avión!
— ¡Abuela, abuela! ¡Mira! ¡Yo quiero eso!
Mi abuela bajó la vista. El dueño de la tienda me miraba, enarcando las cejas.
— ¿Qué dices que quieres?
No fue muy difícil que lo entendiera: yo señalaba el avión, con insistencia repetía, una y otra vez, que lo quería. ¡Sí, mira, aquel! ¡Aquel tan grande! ¡Si hasta tenía piloto y todo! ¿Cómo no iba yo a quererlo?
Supongo que mi abuela y el dueño de la tienda debieron cambiar una mirada de inteligencia: yo estaba armando un buen jaleo. Quizá mi abuela tuvo que pasar, por culpa de aquel capricho mío, un momento de apuro. Sí, es lo más probable; buena como era, le hubiera gustado satisfacer no solo ese, sino los caprichos de todos sus nietos. Por otro lado, a esos impulsos y ventoleras había que ponerles un freno. Ninguna buena educación podía construirse diciendo que sí a todas las ocurrencias de un niño. Estaba, además, el asunto de que aquel juguete debía ser muy caro. Así lo confirmó el dueño: era el más caro que tenía en la tienda. Por todas esas buenas razones mi abuela, con expresión ya un poco hosca —yo, entretanto, no dejaba de insistir en que quería aquel avión, lo quería y lo quería—, puso fin al tema con una frase corta y rotunda:
— Pero niño, ¿tú que te has creído? ¿Que yo soy millonaria?

Y tiró de mí fuera de la tienda, de aquel ámbito fresco gracias a la penumbra, seguidos los dos por las risas socarronas del dueño. Protesté durante todo el camino de vuelta, mientras mi abuela me reñía por el pequeño espectáculo que había montado e intentaba, al mismo tiempo, consolarme. No pudo comprar el avión y es probable que pasara un mal rato; a cambio, yo obtuve una muestra más de la distancia que existe entre lo que crees desear en un momento impulsivo y aquello que realmente puedes tener. Había conseguido, además, otra cosa, aunque en ese momento no lo supe ni habría podido comprenderlo: un lugar, el comercio atestado y en desorden, como territorio mítico donde cualquier fantasía, todo producto de la imaginación, puede encontrar algún objeto en que materializarse y adquirir algo de realidad. Aún en la calle, mi abuela intentó que pensara en otras cosas. Mis padres vendrían pronto a recogerme; yo debía merendar y darme un baño. De la merienda, dije, tenía ganas pero del baño no. Había empezado, punzante y continuo desde los arbustos y las copas de los árboles sedientos, el canto de las chicharras; no tardaría mucho en iniciarse la caída de la tarde y, con ella, un mínimo alivio del calor. Entramos en casa.

miércoles, 9 de marzo de 2016

EL VERANO Y EL MITO




Era verano. Recuerdo el calor aplastante, la quietud, el silencio de primera hora de la tarde en el extrarradio cuando pega el mes de junio y en las aceras no se mueve ni el minúsculo bulto de un insecto, ni una de las polvorientas hojas de los naranjos pequeños y resignados. Yo pasaba el día en casa de una de mis abuelas. Algo después de la hora del café, ella dijo que debía salir un momento.
— Yo quiero ir.
— Solo voy a por una cosa y vuelvo.
— Yo quiero ir.
— Enseguida estoy aquí.
— ¡Yo quiero ir!
— Bueno.
Ella se encogió de hombros y me agarró de la mano. Salimos a la calle. La temperatura debía ser de unos cuarenta grados a la sombra. La luz me hacía guiñar los ojos. Bajo el imperio de esa misma luz, las calles estaban desiertas y la piel de mi frente, de mis brazos, rompió a sudar y a quejarse. Pero yo era un niño y estaba aburrido; aquel breve trayecto suponía, al menos, una manera de entretener parte de la larguísima tarde que debía pasar hasta que mis padres vinieran a recogerme. Además, para entonces ya refrescaría.
Cada árbol que dejábamos a un lado era la víctima callada de una seca tortura; pesaba el aire, cargado e inmóvil. Andábamos despacio, yo algo por delante de mi abuela. Recorrimos la calle, doblamos a la derecha, seguimos por otra calle parecida: casas de una o dos plantas, custodiadas por muros de ladrillo polvoriento. Por fin llegamos a nuestro destino. La entrada de la tienda apenas se distinguía del resto de las fachadas en quietud. Su puerta carecía de patio delantero; tenía los cristales tapados con trapos o cartones, ya no recuerdo. Junto a ella, un escaparate alargado exhibía botes de colonia con alguna mancha en el cartón del envase, medias que salían de su envoltorio como flojas pieles de serpiente, botes de champú de colores apagados, peines de plástico y muchas otras cosas. Mi abuela empujó la puerta y entramos.
El interior estaba en penumbra: una fresca ausencia de luz. Se notaba la discreta corriente de aire generada, desde algún sitio, por un ventilador pequeño. Yo nunca había estado en aquella tienda. Si el minúsculo escaparate me había parecido digno de atención porque acumulaba cosas muy diversas, aunque ninguna de ellas la quisiera yo para nada, al ver lo que ocultaba aquella puerta tan vieja y muda como el resto estuve a punto de soltar un grito: cientos, quizá miles de objetos se acumulaban en vitrinas y expositores, llenaban estanterías que se alzaban hasta el techo, se esparcían, incluso, por el suelo de losetas de color rojo oscuro. Hoy supongo que, en realidad, el espacio debía ser bastante estrecho, con más altura que profundidad, cada centímetro de pared aprovechado para apoyar alguna caja, servir de fondo a otra pila de artículos que alguien, en alguna ocasión, podía necesitar y no tendría ganas o tiempo de ir a buscar a un comercio más iluminado y lujoso. A mí, en cambio, no me atraían ya por aquel entonces los ámbitos acristalados, con orden y glamour, de los grandes almacenes. Prefería mucho antes la posibilidad de lo inesperado: hallar, donde otra mirada lo había pasado por alto, el brillo mate de algo que yo considerase un tesoro; coger ese objeto con mis manos y que fuesen mis manos, precisamente las mías de entre todas las posibles, las primeras en tocarlo, o en reconocer su auténtico valor después de mucho tiempo. Aquella, y no otra distinta, era el tipo de tienda que me gustaba, cuya confusión y probables secretos excitaban mi imaginación; era el lugar donde podría, luego, en la tranquilidad paralizada de la siesta o el aburrimiento de las clases de matemáticas, soñar que realizaba todos los hallazgos, suponer encajados en algún rincón todos los misterios.

El dueño era un hombre que vestía una camisa de manga corta y llevaba gafas de lectura. De él recuerdo estos detalles y que reaccionó a mi entusiasmo por su tienda con bromas algo secas, irónicas, el tipo de humor rasposo que ya me era familiar de las pocas visitas que había hecho a algunos bares en compañía de mis padres. Habló con mi abuela: ella necesitaba unas cuantas cosas. Mientras él las cogía y ambos intercambiaban comentarios acerca del calor, yo observaba con ansia el inmenso y apretado muestrario de artículos. Tenía poco tiempo si quería descubrir algo que respondiera a mis repentinas expectativas.
(Continuará)