El momento justo para hacer una
denuncia o una reivindicación siempre es ahora. A pesar del glamour atribuido a ciertas épocas
pasadas y de las campañas que prometen mañanas de prosperidad, los tiempos
nunca han sido buenos. La locura de la especie humana adopta rasgos mesiánicos
cuando se propone organizar la vida comunitaria. En lo particular, las ansias
de control de unos pocos siempre buscan la uniformidad del pensamiento. Nunca
dejan de darse los líderes deseosos de poder y llenos de avaricia. Para ellos
la persona individual, capaz de reflexión y distancia crítica, es un estorbo y
un incómodo enemigo. Todas las medidas de represión y control tienen como
objetivo neutralizar ese peligro para el totalitarismo, que suele sentirse
amenazado con mucha facilidad, con su simple cuestionamiento, y busca
neutralizar pronto lo que más adelante podría llegar a convertirse en un riesgo
para su duración.
El arte tiene el dudoso honor de ser
uno de los primeros objetivos de destrucción de cualquier dictadura. Un régimen
totalitario no puede soportar la libre transmisión de ideas, inquietudes, la
denuncia de las atrocidades y, por eso, intenta desde sus primeros momentos
neutralizar los medios de expresión artística y a quienes los utilizan. En esto
todos los dictadores son parecidos, tanto los civiles como los militares; los
que montan un conflicto armado para subir al poder y aquellos, más cínicos, que
logran ir imponiéndose poco a poco, ocultos detrás de biombos de sangre.
Pero antes incluso que el arte se
reprime y manipula el mismo lenguaje. Como George Orwell supo plasmar en su
novela visionaria 1984, reducir al
mínimo el número de palabras en uso limita la capacidad expresiva, pero también
estrecha los límites mentales. Quien carece de un vocabulario lo bastante
amplio, ya sea por no haberlo tenido nunca o por un olvido forzado, no puede
comprenderse a sí mismo y al mundo que le rodea. Smith, el anónimo
protagonista, tiene el trabajo de reescribir la historia, pero otros peones
similares a él cumplen con la función de recortar, uno tras otro, pedacitos de
lenguaje y, con ellos, la parte de la realidad a la que designaban. Nada escapa
al control del dominante Gran Hermano: ni los deseos de amor, ni la aparente
oposición de algunos al régimen imperante ni el más íntimo de los actos,
pensar. Orwell nos plantea un desolador panorama que muchos querrán ver
exagerado pero cuyos términos tienen hoy, igual que entonces, una vigencia
plena. Los fines del control son los mismos, también sus instrumentos y el
resultado de convertir a cada persona en un triste monigote, de opiniones
prefabricadas y sin apenas capacidad de reacción. Este es, al menos, el
objetivo; aunque, por fortuna, no siempre se cumple. (Llegados a este punto, se
recomienda encarecidamente no encender el televisor a no ser que resulte
imprescindible —¿cuándo?— y, por las mismas razones, se aconseja también
cuestionar por principio todas las informaciones que lleguen a través de las
redes sociales, en especial sin van en contra de causas justas como la defensa
de los derechos de las mujeres, las personas migrantes y los seres humanos en
general)
La adaptación al cine de la obra de
Orwell, dirigida por Michael Radford y estrenada curiosamente en el mismo año
que le da título, plasma de manera más que correcta el desolado mundo futuro de
la historia gracias, entre otras cosas, a una cuidada ambientación y una
fotografía de colores acres, desesperanzados. El reparto, encabezado por el
excelente y lacónico actor John Hurt y por la actriz Suzanna Hamilton, logra
encarnar de manera creíble los roles de esta pesadilla ya clásica y, a la vez,
siempre actual por la fuerza de su profunda lucidez.
La parodia se distingue como un arma
igual de potente que la denuncia directa en contra de las muchas formas de la
opresión. Jonathan Swift en sus Viajes de
Gulliver retrataba la estupidez y malignidad de las guerras y los desatinos
del laberinto administrativo por medio de los pequeños habitantes de la
imaginaria Liliput. Los detalles de su civilización eran vistos con irónica
distancia por el gigantesco visitante, aunque muy pocas eran las diferencias
con el gobierno de su Inglaterra de procedencia. Encontramos el humor sutil de
un Laurence Sterne, podría decirse, aplicado con habilidad y pulso narrativo a un
repaso exhaustivo por los vicios y abusos de su tiempo. Otro tanto, saltando
desde el siglo XVIII al XX, puede decirse de la magistral y divertidísima La guerra de las salamandras, del autor
checo Karel Capek.
La obra de Capek nos plantea la imaginaria relación entre la civilización humana y
la de las salamandras, seres acuáticos que por un azar entran en contacto con
un grupo de veraneantes ricos en una isla del atlántico. El episodio tiene en
principio sabor y aroma a aventura clásica, un poco vista ya, con elemento
monstruoso incluido. Pronto, sin embargo, cambia de tercio y fija su atención
en el orden de poderes que se establece entre humanos y salamandras, donde unos
imaginan en medio segundo una manera de aprovecharse de las circunstancias y los
recursos naturales de las otras. Estamos ante un delirante y certero comentario
sobre la colonización y la explotación de algunos países y grupos humanos por
otros, más ricos y mejor armados. El retrato de la brutalidad y el abuso es tan
fiel que no faltan ni siquiera las referencias a justificaciones religiosas,
políticas, económicas e incluso científicas. El cinismo sigue siempre una misma
vía para fundamentar sus deseos: ofrecer la (imposible) evidencia de que la vida
ajena existe para permitir y basar la nuestra, como parte de un sistema
sanguinario e injusto, pero natural. Sin embargo, ese mismo aparato de excusas pretende
ocultar que muchas de las acciones que intenta argumentar como “necesarias” no
lo son ni muchos menos, y que otro mundo resultaría posible si lo permitieran
la avaricia y la absoluta falta de empatía de unos pocos. Distopía cercana y
muy posible, esta de las salamandras, en cuya forma achaparrada y oscura de
seres procedentes del mar se resume la humanidad esclava y abusada.
En 1953 se publica Fahrenheit 451, del escritor
norteamericano Ray Bradbury. En esta bellísima novela se aúnan dos rasgos que
definen la obra del autor: su vocación lírica, que compone una prosa minuciosa,
cuajada de metáforas y sugerentes imágenes; y su necesidad no menos fuerte de
advertir en contra de la autodestrucción del ser humano. La frialdad emocional,
la soledad en franco avance y el mecanicismo de una sociedad cada vez más
sumida en su propia y vacía contemplación se alzan como males que el autor
intenta combatir por medio de sus contrarios: amor, calidez, belleza estética.
Lo que no es eminentemente práctico, la
poesía, la emoción, se revela como lo
más útil, porque nos aporta sentido y, sin una dirección, el camino de la
humanidad solo sabe trazar dolorosos círculos.
El argumento de Fahrenheit 451 resulta, a estas alturas, de sobra conocido: en un
futuro no necesariamente muy lejano, Montag, el protagonista, trabaja como
bombero. Pero las funciones que abarca este oficio han cambiado, es más, se han
vuelto opuestas. El cuerpo de bomberos tiene, en la distopía demasiado posible
imaginada por Bradbury, la tarea de quemar, quemar libros y personas, quemar
viviendas que contengan los peligrosos artefactos portadores de ideas e
historias, y a sus poseedores.
Pero el bombero Montag tiene una
crisis. Empieza a dudar de que su función sea tan benéfica y necesaria como le
han enseñado; también de que su propia vida y la de su mujer, Mildred, sea
feliz, a pesar de no faltarles ninguna de las comodidades materiales que el
mercado pone a su disposición. Porque Montag siente que sus vidas carecen de un
propósito, que solo dan vueltas ayudadas por las drogas de diseño, los
programas de televisión interactivos que quieren sustituir el verdadero
contacto humano y la infinita repetición de los trabajos y las comidas diarias.
Cuando Montag conoce a Clarisse McClellan, una jovencísima vecina empeñada en
tener personalidad y un punto de vista propio sobre las cosas, algunos cruces
de palabras entre ambos son suficientes. Montag comprende que no está solo: hay
otras personas que también dudan, se hacen preguntas, sienten que tal vez el
sentido de su existencia es otro distinto al impuesto por el entorno, la
sociedad, el Estado, el mundo organizado en forma de vasto y cruel mecanismo de
relojería.
Montag explota y huye. Su fuga es
también la nuestra, y tiene como meta la esperanza de que otro modo de ver las
cosas sea posible. Porque el primer obstáculo para alcanzar alguna forma de
libertad es nuestro propio punto de vista y, si no lo sorteamos, permaneceremos
encerrados y contentos, pájaros que pían alegremente en su jaula dorada. No es
lo que Montag quiere y tal vez, con suerte, no será lo que querremos nosotros
después de seguirle en sus aventuras a través del gélido mundo futuro de la
novela y que tanto se parece, en esencia, al nuestro.
En 1966 se estrena una adaptación al
cine de la novela de Bradbury, dirigida y coguionizada por François Truffaut.
Se trata de una brillante película, llena de aciertos narrativos y estéticos.
El autor de Los cuatrocientos golpes lleva
el argumento a su terreno y le confiere un ritmo propio de una rapidez muy
particular. Le ayuda el trabajo de un excelente reparto y una ambientación y
fotografías exquisitas, estudiadas al milímetro para favorecer la ficción con
un toque colorista que no anula el carácter oscuro del argumento sino que aún
lo realza y le aporta una ironía muy adecuada. Quien todavía no se haya
acercado a esta maravillosa película encontrará en ella un hallazgo a la altura
de la novela, ambas títulos fundamentales del siglo XX en sus respectivos
géneros.
La distopía puede imaginar un futuro
de pesadillesca limpieza o bien de infinito caos, de suciedad, un mañana
terminal. Este es el caso de la novela ¿Sueñan
los androides con ovejas eléctricas?, del escritor norteamericano Philip K.
Dick. Publicada originalmente en 1968, describe una de las derivas posibles de
nuestro mundo y nuestra sociedad. La idea de esta breve y dinámica novela es de
sobra conocida: Rick Deckard es un hombre atrapado en un planeta Tierra asolado
por la contaminación y la falta de empatía que comparte sus días con una esposa
deprimida y adicta a los fármacos. Ejerce una tenebrosa profesión: es cazador
de bonificaciones, es decir, se encarga de “retirar” a los androides que se
revelan en contra de su condición de esclavos. Gracias al dinero conseguido con
esta actividad, Deckard confía en poder adquirir el bien más preciado de esta
sociedad futura: la reproducción mecánica de un animal, perfeccionada hasta
resultar lo más verosímil posible. Porque todas las especies animales se han
extinguido; y los humanos han encontrado el modo de repetir su forma, aunque el
resultado sea un ser inerte que carece de espíritu. ¿O tal vez no? ¿Y los
androides fabricados a imagen y semejanza del propio ser humano, tienen o no la
facultad de sentir? La respuesta a estas preguntas puede residir en alguno de
los muchos rincones de la ciudad, en los talleres de reparación de animales
falsos o en los bares donde la gente se acumula entre la desesperanza y los ecos
de muchos idiomas; puede estar en los ritos de la religión llamada “mercerismo”
o en las emisiones radiofónicas del “Amigo Buster”, un misterioso presentador
que nunca duerme y que ataca de manera constante y furibunda las enseñanzas de
ese credo. Aparente caos post-moderno de referencias y temas, la novela avanza
por cauce seguro, con un lenguaje conciso y una rápida sucesión de escenas y
personajes. No hay otro misterio que el de la propia alma humana; ninguna
aventura importa más que la búsqueda de la auténtica empatía, para la cual el
famoso test de Voight-Kampff se demuestra una herramienta cada vez menos
eficaz.
Quizá sea esta la obra más conocida
de Dick, un autor más que interesante que firmó también Los tres estigmas de Palmer Eldrich y otras novelas en las que
desarrollaba su imaginario rico en fantasía y advertencias sobre la oscuridad
del futuro previsible. ¿Sueñan los
androides…? tuvo que esperar hasta el año 1982 para tener su adaptación
cinematográfica a cargo de Ridley Scott, director también de la famosa Alien, el octavo pasajero. El mayor
mérito de este director experto en pirotecnias fue ponerse al servicio de la
historia contada en la novela, aunque rechazara incluir en el guion algunos de
sus mejores hallazgos. Quizá supo encontrar, eso sí, el tono visual adecuado a
la historia, colorido y rico en detalles pero frío y desapasionado: la
atmósfera y las texturas de un mundo condenado a su propia oscuridad, barroco
en sus formas y carente de emociones.
Si Philip K. Dick nos alertaba sobre
los peligros de perder de vista la empatía como supremo valor humano, el
escritor inglés Aldous Huxley había hecho lo propio en 1932 con la idea del
orden. En Un mundo feliz describe una
sociedad futura que ha logrado erradicar las guerras y la enfermedad, aunque a
un elevado precio: perder por el camino elementos emocionales como los lazos de
pareja y familia, el impulso de protestar contra lo injusto, de improvisar y,
por supuesto, de entregarse a la creación artística. Orden y calma en la
comunidad, sí, pero por medio de la imposición de una estricta división en
castas que cada cual, incluidas las personas relegadas a los puestos más bajos
y carentes de derechos, acepta gustoso para mantener la prosperidad del
conjunto. ¿Nos suena de algo? Utopía fascista de felicidad por medio de la
ignorancia y el borreguismo, Un mundo
feliz nos introduce en la pesadilla de un protagonista, Bernard Marx, cuyo
inconformismo lo lleva a distanciarse de los planteamientos mayoritarios de la
sociedad en la que vive.
La larga y fructífera tradición de
argumentos distópicos no ha bastado para referirse a todas las opresiones, las
injusticias, los sistemas diseñados para dominar. Esclavismo, consumismo
salvaje, racismo, mecanismos de control. Faltaba el patriarcado. En el año 1985
la escritora canadiense Margaret Atwood publica El cuento de la criada, oscurísima historia que nos plantea un
futuro próximo en el que una guerra civil provoca el ascenso al poder de un
grupo ultrarreligioso y misógino. Las mujeres pasan a ocupar un ominoso papel
que las reduce solo a dos opciones: esposas obedientes o criadas. Las criadas
no solo se encargan de las tareas de limpieza, cuidado y educación de los
hijos; algunas tienen también que engendrar los vástagos de la clase dominante,
que luego pasarán a pertenecer a quienes han forzado su nacimiento por medio de
la violación ritual. Todo ello en un clima de silenciosa agresividad,
adoctrinamiento religioso y soterrados códigos que distinguen castas sociales,
otorgan privilegios y condenan severamente las infracciones. Esta pesadilla
creíble cuenta con varias adaptaciones a la televisión, la última de ellas de
fama y éxito mundial y con una cuidadosa producción que la hace muy realista, y
por ello más apta como medio de denuncia y aviso a navegantes.
Porque
eso que ahora llamamos ideología de ultraderecha, y que no es sino el fascismo
de siempre, permanece al acecho aunque una y otra vez se lo combata y se lo
venza. Espera con paciencia el momento de volver a ocupar instituciones y
mentes simples con sus mensajes de odio y rechazo. Se nutre del egoísmo y la
falta de empatía, por desgracia tan fáciles de sembrar y cultivar en según qué
conciencias.
Muchas son las voces que se alzan,
en todo el mundo y mientras leen esto, para señalar los detalles del horror
posible y del que ya existe. Una distopía es una fabulación acerca de una
realidad futura y negativa; pero su concepto, como el de su contrario la
“utopía”, resulta engañoso. Si en este último caso encontramos en el origen del
término y, en cierto modo, de un subgénero literario, el deseo de manifestar
teorías acerca de la organización social —que en ocasiones validaban la
servidumbre y los privilegios de una élite adinerada—, la distopía nace como
forma de crítica del presente. Más allá de las predicciones acerca de futuros
llenos de problemas, un argumento distópico busca analizar las razones para el
miedo y la inquietud del momento presente. El absurdo de las guerras en el país
de Liliput, el control mental del mundo descrito en 1984, las inmensas hogueras alimentadas con libros en Fahrenheit 451, o la esclavitud de las
mujeres en El cuento de la criada, no son otra cosa que descripciones del
estado de cosas existente cuando estas obras se escribieron. Las distopías son
instantáneas que retratan lo peor de nuestro mundo. Quizá la mano que las crea
sitúe sus argumentos en el futuro no para elaborar una fantasía, sino como un
gesto de piedad hacia quienes resultamos dibujados en ellas: en cada página de
esos libros, cada escena de esas películas hay quien cree vislumbrar, por
momentos, un reflejo de su propio rostro.
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