(Publicado en la revista "Sin ir más lejos" de la ONG Córdoba Acoge)
La
realidad es una enorme estancia en una de cuyas paredes hay una enorme ventana,
de grandes cristales más o menos limpios aunque carente de persiana o cortinas.
La pared opuesta, en cambio, está cubierta precisamente de un largo cortinaje
que en su parte inferior roza el suelo. A través de la ventana podemos ver
paisajes de cuya veracidad y auténtica naturaleza cabe dudar porque, a lo largo
de los años, hemos ido comprobando que su carácter cambia de una manera que sospechamos
controlada. El objetivo de este control no sería otro que modular nuestro
estado de ánimo, dar una forma determinada a nuestras opiniones.
En el interior de la habitación nos
esforzamos por llevar una vida lo más digna y entretenida posible, muchas veces
influenciada por lo que vemos a través de la ventana. Sí, realmente esa ventana
cobra para nosotros una importancia cada vez mayor: es nuestro contacto más
directo, nos decimos, con lo que está ocurriendo fuera. Hay un mundo exterior
al que podemos salir cuando queramos. Si son pocas las ocasiones en las que
decidimos dar ese paso es porque, a fin de cuentas, en el interior de la
habitación se está bastante bien y no parece necesario ni del todo conveniente
andar dando vueltas al frío del invierno, o bajo el calor extremo del verano.
Sin embargo, ni siquiera permanecer
al amparo de esas cuatro paredes nos asegura una tranquilidad completa, el
sosiego que continuamente luchamos por preservar limitando nuestras incursiones
a las mínimas imprescindibles. Aunque vivamos pendientes de lo que muestra la
ventana, de vez en cuando no podemos evitar un rápido vistazo en dirección a la
pared opuesta, donde la cortina luce oscura y en silencio. Los enormes trozos
de tela que la componen no cumplen la función estética y decorativa que nos
gustaría atribuirles. Por la firmeza de su caída y la extensión de su forma
parecen, en realidad, tener la intención de tapar algo, protegernos quizá de la
visión de alguna otra parte de la casa que tendría el efecto de intranquilizarnos
o crispar nuestros nervios. La tentación de echar un vistazo a su otro lado,
como se comprenderá, es grande; pero hay quien disciplina su curiosidad hasta
el punto de haber logrado un equilibrio entre el impulso de mirar y el temor de
lo que podría descubrirse. De esta manera, ambas emociones se neutralizan
mutuamente y la cortina, un día más, se queda donde estaba.
Por lo demás, todo ese miedo
acumulado a lo largo de los años se justifica el día en que decidimos apartar
uno de los pesados faldones y, con cierta sensación de vértigo, miramos de
frente lo que su grueso y opaco material nos evitaba conocer. Por las
informaciones que nos llegaban a través de la ventana sabíamos que llovía, que
incluso diluviaba: auténticos aguaceros bíblicos que caían en forma de pesadas
trombas de agua, causando accidentes, molestias y pequeños desperfectos aquí y
allá. Vemos ahora que hay lugares, como los campamentos saharauis donde los
supervivientes de ese pueblo viven confinados y no reconocidos como tal pueblo,
en los que unas inundaciones causan la inmediata y completa pérdida de todo
cuanto tenían.
La ventana habla de las
preocupaciones laborales y políticas de nuestros vecinos que, con toda
seguridad, son reales —las preocupaciones, entiéndase bien— pero eluden incluir
a una parte muy nutrida de la población activa e inactiva, según los casos, y
que está compuesta por personas inmigrantes a menudo ignoradas por quienes nos
dirigen. Su situación jurídica, laboral e incluso sanitaria es mantenida en un
interesado limbo donde los procedimientos administrativos son eternos y los
servicios primarios sufren recortes continuos, eso sí, con la ya típica
coartada de la crisis.
Por fin, las informaciones más
recientes que nos llegan a través de la ventana hablan de que en un país
poderoso han erigido como dirigente a un déspota. No es el primero de la
historia, ni será el último. Cunde un gran escándalo a raíz de sus proyectos de
reforma, entre otras en materia de inmigración. Mientras, desde el otro lado de
la cortina se nos revela que hace mucho que nuestro propio gobierno, elegido
por la ignorancia de unos y la inactividad de otros, lleva a cabo medidas muy
por el estilo de las que anuncia el nuevo y rubicundo líder extranjero. Los
responsables de gestionar el paisaje que puede contemplarse a través de la
ventana parecen predispuestos a ver con rapidez la paja en el ojo ajeno, pero
solo de manera que sigamos ignorando que el molesto escozor que sentimos en
nuestro propio ojo no es otra cosa que una viga.
En la estancia de nuestra percepción
de las cosas está la ventana, por donde la realidad nos dice cómo quiere que la
veamos. Pero también, en la pared opuesta, las cortinas nos ofrecen la
posibilidad de atisbar, aunque sea por un momento, la cara verdadera de esa
misma realidad; es decir, su rostro completo, sin luces ni maquillaje que
disimulen esas zonas suyas que no interesa mostrar. La elección entre una y
otra no siempre está en nuestra mano. Si, a pesar de todo, alguna vez tenéis la
oportunidad y reunís el valor, dejad por un momento la ventana y acercaos, sin
hacer ruido, a la pesada tela detrás de la cual aguardan los aspectos menos
agradables, pero también más auténticos, del mundo que hacemos entre todos.
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